EJEMPLO A TODOS | 1 Tesalonicenses 1:7-8 | David Burt
EJEMPLO A TODOS
1 TESALONICENSES 1:7-8
Hasta aquí, se han dado tres razones por las que los misioneros estaban persuadidos en cuanto a la firmeza de la elección de los tesalonicenses:
- En primer lugar están las características de su vivencia actual, de la que les ha informado Timoteo (v. 3). Sus obras ponen de manifiesto la autenticidad de su fe, su amor y su esperanza, lo cual confirma que su conversión no ha sido una mera determinación humana, sino una poderosa obra de Dios.
- En segundo lugar, el carácter poderoso de la evangelización apostólica en Tesalónica dejó patente que Dios mismo estaba obrando entre ellos por su Espíritu (v. 5). La conversión de los tesalonicenses no había sido fruto sólo de la persuasión humana, sino de una clara intervención divina.
- En tercer lugar, el hecho de su perseverancia en el evangelio en medio de gran oposición y persecución demostró que eran de la misma estirpe espiritual que los misioneros y del mismo Señor Jesucristo (v. 7).
Ahora Pablo añade una cuarta razón: la eficacia del testimonio evangelístico de los tesalonicenses y su ayuda en la extensión de la obra en las provincias colindantes. Cuando el evangelio salva de verdad a una persona, ésta llega inevitablemente a ser una nueva encamación del evangelio. La verdadera conversión transforma al impío en un fiel portavoz de Dios.
Este impacto evangelístico de los nuevos creyentes es expresado por Pablo mediante tres frases:
- Llegasteis a ser un ejemplo [a causa de vuestra manera de recibir la palabra] para todos los creyentes en Macedonia y en Acaya.
- Saliendo de vosotros, la palabra del Señor ha resonado, no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes.
- Vuestra fe en Dios se ha divulgado, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada.
Puesto que cada una de estas frases arroja luz sobre el testimonio de los tesalonicenses, vale la pena detenernos a considerarlas en detalle.
LA EJEMPLARIDAD DE LOS TESALONICENSES (v. 7)
Pablo acaba de decir que los creyentes de Tesalónica habían sido imitadores de los misioneros y del Señor Jesucristo. No sólo han recibido su mensaje, sino que han abrazado sus valores morales y han asumido su manera de vivir. Así han llegado a constituirse, a su vez, en un modelo digno de ser copiado por otros. Los imitadores se han convertido en imitados.
Como ya hemos dicho, se establece así una especie de cadena de vivencia cristiana, en la cual cada eslabón conduce al siguiente: los apóstoles imitaron a Cristo; la primera generación de creyentes imitaba a los apóstoles; los tesalonicenses imitan a los misioneros; y ahora otros creyentes les están imitando a ellos. Paralelamente, se establece también una cadena de testimonio evangelístico: el Cristo que había sido enviado por el Padre envió a los doce como portadores del evangelio (Juan 20:21); y ahora todos los que reciben su mensaje deben hacerlo extensivo a otros; y así, sucesivamente, hasta el retorno de Cristo.
Estas cadenas están claramente presentes en nuestro texto. Aquí, por ejemplo, vemos tres fases en la extensión del evangelio: vino a vosotros (v. 5); recibisteis la palabra (v. 6); saliendo de vosotros, la palabra del Señor ha resonado (v. 8). La cadena de la evangelización está en marcha. Pero la obra evangelística no es cuestión solamente de la transmisión verbal de un mensaje intelectual, sino también de la comunicación vital del poder transformador del Espíritu Santo, de modo que cada generación tocada por el evangelio llegue a ser modelo y patrón para la generación siguiente: de manera que llegasteis a ser un ejemplo para todos los creyentes en Macedonia y en Acaya.
Aquí debemos aprender dos lecciones importantes. Por una parte, para que nuestro testimonio sea eficaz, la cadena de nuestra evangelización debe ir acompañada por la cadena de nuestra vivencia santa. El auténtico testimonio cristiano siempre se compone a la vez de «palabra que resuena» (v. 8) y de «vidas ejemplares» (v. 7). En vano intentamos comunicar el evangelio con nuestros labios si no lo vivimos en nuestro comportamiento diario. Para proclamarlo eficazmente debemos encamarlo. La gente, al vernos, debe ver un vivo ejemplo de lo que estamos predicando.
Por otra parte, debemos aprender que el solo hecho de tener muchos seguidores no es necesariamente señal de un verdadero éxito espiritual. Sólo seremos modelos legítimos para los que nos siguen en la medida en que hemos aprendido a ser imitadores de aquellos que nos precedieron y que fueron fieles, a su vez, al modelo de Cristo. Es relativamente fácil influir en la gente; es mucho más difícil ser un eslabón fiel en la cadena de imitación de Cristo. De la misma manera que sólo podemos ejercer una auténtica autoridad espiritual si estamos sujetos a la autoridad de Cristo y de los que nos presiden en su nombre (para tener autoridad hay que estar bajo autoridad; Mateo 8:9), así también sólo debemos aspirar a tener legítimos seguidores e imitadores si nosotros mismos hemos aprendido a andar como él anduvo (1 Juan 2:6). Algunos supuestos líderes cristianos, que han sabido arrastrar tras sí a las multitudes y se han sostenido en la cúpula del poder eclesiástico en base a la adulación de sus imitadores y, en consecuencia, se creen gigantes de la fe, quizás descubran horrorizados en el día final que la entrada en el reino no depende de la popularidad humana, ni de la ocupación de ciertos cargos en la iglesia, ni del ejercicio de ciertos dones carismáticos, sino de haber hecho la voluntad de Dios, obedecido las palabras de Cristo e imitado su ejemplo (Mateo 7:21–24).
La palabra traducida como ejemplo es la palabra griega typos (de donde viene nuestra palabra tipología). Originalmente, se refería a la marca dejada por un golpe (así se emplea en Juan 20:25, refiriéndose a la marca de los clavos en las manos del Señor) o a la huella dejada por un animal en el barro o en la nieve (de ahí que la «tipología» no es ni más ni menos que el reconocimiento en las Escrituras de «huellas» que indican la presencia de Cristo; cf. Romanos 5:14, donde Adán es contemplado como el typos o modelo de aquel que había de venir). Pero, con el paso del tiempo, llegó a significar la impresión, figura o imagen dejada por un sello y, por extensión, a expresar la idea de un modelo o patrón a imitar. Así, por ejemplo, Moisés tuvo que construir el tabernáculo siguiendo el typos que había visto en el monte Sinaí (Hechos 7:44; Hebreos 8:5). Y, así también, vino a ser una palabra empleada frecuentemente por el apóstol Pablo para referirse a la ejemplaridad de las historias bíblicas (por ejemplo, en 1 Corintios 10:6) o a la vida modélica de los misioneros (Filipenses 3:17; 2 Tesalonicenses 3:9; Tito 2:7; cf. también 1 Pedro 5:3). Es en ese último sentido que Pablo habla ahora acerca de los creyentes de Tesalónica. Su manera de abrazar el evangelio les convierte en modelos dignos de imitación. El modo en que recibieron la impronta de la palabra los convierte en «tipo» para otros.
Sin embargo, debemos notar el carácter excepcional de este elogio. No se aplican palabras semejantes a ninguna otra iglesia del Nuevo Testamento. Sólo acerca de los tesalonicenses se nos dice que son dignos de imitar. Además, este elogio queda reforzado por ciertos detalles del texto:
- Es de notar que, si bien algunos manuscritos tardíos hablan de ejemplos en plural, los más antiguos emplean el singular, dando a entender que toda la iglesia en su conjunto era ejemplar. A veces nos encontramos con creyentes individuales cuyas vidas son ejemplares; pero rara vez se da el caso de congregaciones enteras que puedan servirnos de modelo.
- No es que los tesalonicenses fueran un ejemplo sólo para sus vecinos paganos que no creían, sino que lo fueron para los demás cristianos: llegasteis a ser un ejemplo para todos los creyentes (notemos de paso que la frase literal a todos los que creen constituye la definición esencial del cristiano en el Nuevo Testamento). Reciben alabanza porque sus vidas no sólo constituían un reto para los incrédulos (en este sentido, todo creyente es ejemplar), sino que su ejemplo iluminaba el camino de las demás iglesias. ¿De cuántos de nosotros se puede decir esto?
- Ésta no es la única ocasión en la que Pablo alaba a los tesalonicenses. En 2 Corintios 8:1–5 también señala el carácter ejemplar de las iglesias de Macedonia de las cuales la de Tesalónica era la más destacada:
Ahora, hermanos, deseamos haceros saber la gracia de Dios que ha sido dada en las iglesias de Macedonia; pues en medio de una gran prueba de aflicción, abundó su gozo, y su profunda pobreza sobreabundó en la riqueza de su liberalidad. Porque yo testifico que según sus posibilidades, y aun más allá de sus posibilidades, dieron de su propia voluntad, suplicándonos con muchos ruegos el privilegio de participar en el sostenimiento de los santos; y esto no como lo habíamos esperado, sino que primeramente se dieron a sí mismos al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios.
Este testimonio independiente demuestra que las palabras de nuestro texto no son un mero halago, sino que el apóstol realmente veía en la iglesia de Tesalónica un ejemplo a seguir.
Por todas estas razones aquella iglesia constituye un modelo válido también para nosotros. Su conversión había sido ejemplar y su testimonio de palabra y de vida seguía siéndolo. Si queremos saber en qué consiste la auténtica conversión, no debemos descuidar este ejemplo. Si queremos saber cuáles son las marcas fundamentales de una asamblea de personas verdaderamente salvas, no podemos hacer nada mejor que meditar en las cualidades de los tesalonicenses enumeradas en estos versículos. El Espíritu Santo ha tenido a bien incorporarlas en las Escrituras precisamente para servirnos de «typos», de patrón y modelo.
LA RESONANCIA DE LA PALABRA (v. 8a)
La ejemplaridad de los tesalonicenses, vista y comentada en provincias, sirvió no tanto para llamar la atención sobre ellos mismos como para dar pie a que otros muchos escuchasen con interés el evangelio. No hay mejor publicidad para el evangelio que el ver demostrada su eficacia en las vidas de personas real y poderosamente convertidas. El mejor sermón es una vida santa. La conversión de los tesalonicenses y sus vidas transformadas actuaron como una caja de resonancia para ampliar y enviar a todas partes la palabra del Señor y para reforzar el impacto del mensaje predicado.
En griego, el tiempo del verbo ha resonado sugiere que, aunque el testimonio de los tesalonicenses empezó en el pasado, sigue aún resonando en el presente. No ha sido un ruido pasajero, sino que es un testimonio duradero. El verbo en sí es exequeo, emparentado con nuestra palabra «eco». Ahora bien, un eco no es un sonido original, sino un sonido reflejado que recibe resonancia y ampliación a través del contacto con otro objeto. Lo que se ha oído en Tesalónica no es tanto un sonido como una resonancia o reverberación. Es decir, el mensaje que los creyentes están declarando no tiene su origen en ellos. Tampoco lo tuvo en los apóstoles. Tanto los unos como los otros no son más que cajas de resonancia que toman el sonido original y lo extienden a su contorno.
¿Dónde, pues, se encuentra el origen de su mensaje? Pablo dice que tiene su origen en Dios: es la palabra del Señor. Nuestro mensaje no es fruto de la sabiduría humana, sino que tiene un origen divino. No es una filosofía más de entre las muchas inventadas por el ser humano, sino una revelación dada por el cielo. Por lo tanto, no se presta a ser enmendado, cambiado o aumentado según los gustos de los hombres.
La frase palabra del Señor (de uso muy frecuente en el Antiguo Testamento, donde aparece más de doscientas veces) sólo se encuentra aquí y en 2 Tesalonicenses 3:1 en los escritos paulinos (si bien se parece mucho a otras frases típicas del apóstol, como la palabra o la palabra de Dios). Su importancia reside en que indica claramente que el apóstol consideraba que el mensaje que él proclamaba seguía en la misma línea del mensaje de los profetas del Antiguo Testamento.
Así pues, esta palabra procede inicialmente de la boca de Dios, toma su expresión máxima en la persona de Jesucristo, es trasmitida fielmente por sus portavoces los apóstoles y reverbera a lo largo de la historia a través de los creyentes fieles de cada generación.
Todo predicador del evangelio y todo creyente que da testimonio de su fe debe recordar que no es llamado a inventar un sonido nuevo, sino a ser eco de la voz de Dios. Su cometido es el de reproducir fielmente el sonido de su Señor. No es un cantautor que ejecuta sus propias invenciones, sino un cantante cuya actuación debe ajustarse perfectamente a la partitura del compositor. No es un rapsoda que recita sus propias obras, sino un heraldo que anuncia fielmente el mensaje de su rey.
Pablo no explica la manera exacta en la que los tesalonicenses habían hecho resonar la palabra; pero, dadas las características de la ciudad, no es difícil de imaginar. Ya hemos dicho que Tesalónica era el centro neurálgico, comercial y político de una comarca muy extensa, y desde ella llegaron influencias a todas partes del imperio. Quizás, pues, la palabra hubiera resonado a través del testimonio que los creyentes dieron a los muchos transeúntes y comerciantes que atravesaban la ciudad. O quizás algunos de los propios creyentes hubiera tenido que emprender viajes por razones comerciales y llevaron el mensaje consigo. Sea como fuere, lo cierto es que estaba llegando a todas partes no sólo la noticia de la conversión de los tesalonicenses, sino también la proclamación fiel de aquel mensaje que había sido la causa de su conversión.
LA EXTENSIÓN DE LA FE (v. 8b)
Y, juntamente con la resonancia de la palabra, había llegado la extensión de la fe: también por todas partes vuestra fe en Dios se ha divulgado. ¿Qué quiere decir exactamente esta última frase? ¿Quiere decir solamente que la noticia acerca de su fe en Dios se ha extendido así? ¿O quiere decir que su fe se ha hecho extensiva a otros que han creído en el Señor a través de la resonancia de su testimonio? Me inclino a esa segunda lectura. Ciertamente, la noticia de su conversión había llegado lejos; pero la implicación parece ser que esto había contribuido eficazmente a que otros pusieran su fe en Dios.
O, quizás más exactamente, que «volviesen su fe hacia Dios» (la frase original es vuestra fe hacia Dios o vuestra fe para con Dios). La idea es que el ser humano siempre cree en algo. Hasta el ateo o el agnóstico tienen fe, aunque sólo sea en que Dios no existe o en que es imposible saber si existe o no. La conversión, por tanto, no significa tanto el comienzo de la fe como la reorientación de la misma. Hasta la fecha, estaba depositada en vanidades, pero ahora se dirige hacia la Palabra de Dios y hacia el Dios de la Palabra. En esto reside la esencia de la conversión, como Pablo está a punto de decir (v. 9): en dejar de tener confianza en cualquiera de los ídolos que los seres humanos somos capaces de fabricar y trasladar nuestra fe al único Dios vivo y verdadero. Creer en Dios no es cuestión de abrirle un pequeño espacio dentro de nuestra propia cosmovisión, sino de hacer un cambio radical de ciento ochenta grados para volvernos hacia Dios desde nuestra posición anterior de incredulidad.
Y éste ha sido el efecto del testimonio de los tesalonicenses. La resonancia de la palabra que había salido de ellos había conducido a la extensión de la fe en toda Macedonia (provincia de la que Tesalónica era la capital) y Acaya (escenario de los esfuerzos misioneros de Pablo después de abandonar Macedonia). Es decir, había alcanzado toda la parte europea del imperio de Alejandro Magno, todo aquel territorio que ahora llamamos Grecia. De hecho —añade el apóstol—, había llegado a todo lugar. Se trata de una hipérbole. Obviamente no puede significar todo lugar sin excepción. Probablemente significa sólo que la noticia había llegado a «otros muchos lugares» aparte de Macedonia y Acaya. O tal vez Pablo quiera decir que en todo lugar al que él mismo ha tenido ocasión de visitar ha descubierto que la gente ya tiene conocimiento del evangelio a través de la noticia de lo ocurrido en Tesalónica. O quizás sea una referencia a Roma: en aquel entonces, lo que era conocido en Roma podía darse por conocido también en otras partes. Y quizás no sea casualidad el que, justo antes de redactar esta carta, Pablo hubiera recibido la visita de Aquila y Priscila procedentes de Roma (Hechos 18:2). ¿Acaso fueron ellos los que le trajeron la noticia de que el asentamiento del evangelio en Tesalónica ya era conocido y comentado en la capital imperial?
En todo caso, tal es la extensión de la reputación cristiana de los tesalonicenses que el apóstol ha comprobado que, vaya adonde vaya y sean cuales sean las personas que le visitan, cada vez que está a punto de dar explicaciones acerca de la obra de Dios en Tesalónica, sus oyentes ya están informados a causa del impacto que el testimonio de los propios creyentes ha causado en todas partes.
En otras palabras, como dijimos al principio de este capítulo, una cuarta marca de la auténtica conversión es el deseo de compartir el evangelio con otros. La clara implicación de las palabras de Pablo es no solamente que la noticia de la conversión de los tesalonicenses había llegado lejos, sino que los propios creyentes estaban aprovechando toda oportunidad para hacer llegar el evangelio a los rincones del imperio. Algunos llevaban el evangelio consigo en sus viajes comerciales. Otros se quedaban en la ciudad, compartiendo el evangelio con los que pasaban por allí.
Todo eso es aun más sorprendente si recordamos que los tesalonicenses vivían en medio de gran tribulación (v. 6). En aquella situación en la cual la prudencia más elemental habría sugerido una manera de vivir que pasara inadvertida y así evitara el peligro de la persecución, los cristianos proclamaban abiertamente su fe. No se callaban por miedo, sino que hacían que las buenas noticias resonasen en todas partes.