APROBADOS POR DIOS | 1 Tesalonicenses 2:4 | David Burt

 

APROBADOS POR DIOS 

1 TESALONICENSES 2:4

… sino que así como fuimos aprobados por Dios para que se nos confiara el evangelio, así hablamos, no como agradando a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones.

LA APROBACIÓN DE DIOS

Pablo acaba de afirmar que su mensaje no contiene error, que sus motivaciones no son impuras y que sus métodos no emplean el engaño. Ahora se vuelve de lo negativo a lo positivo.

¿Cómo puede el siervo del Señor saber si sus motivaciones en el ministerio son limpias? ¿Cómo asegurarse de que está llevando a cabo su predicación para la gloria de Dios y no para recibir él mismo los aplausos del público? ¿Cómo reconocer el momento cuando la necesaria confianza en Dios para su sostenimiento material cruza la sutil línea divisoria que la separa de los deseos materialistas y convierte el ministerio desinteresado en una fuente de lucro? ¿Cómo saber cuándo las ricas relaciones de amor fraternal que caracterizan el pastoreo, o los fuertes lazos de afecto y entrega mutua que brotan legítimamente de la comunión cristiana, están en peligro de traspasar los límites de una amistad edificante para convertirse en una relación malsana y carnal?

Probablemente, la respuesta correcta es que todos sabemos reconocer estas cosas cuando llegan a cierto extremo; pero que muy pocos sabemos identificarlas en su origen. Más bien todos tenemos la capacidad de cegarnos y seguir creyendo que nuestras motivaciones son buenas, nobles y sanas, cuando de hecho han dejado de serlo. ¿Quién es capaz de conocer su propio corazón? ¿Quién puede comprenderlo si es engañoso y no tiene remedio (
Jeremías 17:9)?

Ni siquiera el apóstol Pablo se atrevía a afirmar que se conocía a sí mismo hasta el punto de poder garantizar la pureza de sus motivaciones. Por eso escribió a los corintios en los términos siguientes:

En cuanto a mí, es de poca importancia que yo sea juzgado por vosotros, o por cualquier tribunal humano; de hecho, ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque no estoy consciente de nada en contra mía; mas no por eso estoy sin culpa, pues el que me juzga es el Señor. Por tanto, no juzguéis antes de tiempo, sino esperad hasta que el Señor venga, el cual sacará a luz las cosas ocultas en las tinieblas y también pondrá de manifiesto los designios de los corazones
(1 Corintios 4:3–5).

En el día final quizás veamos con sorpresa que algunos ministros, aunque parecían fieles, abrigaban intenciones turbias e interesadas en la intimidad de su corazón; mientras que otros, cuyo compromiso con el Señor parecía mediocre, serán vindicados por aquel que conoce los secretos del corazón. Por tanto, hacemos bien en no juzgar a los demás. Y tampoco a nosotros mismos; porque, aun cuando nuestra conciencia no nos moleste y, como consecuencia, supongamos que estamos actuando en buena fe, no es necesariamente así. Nuestro corazón engañoso y endurecido puede engañarnos.

Así las cosas, ¿cómo es que Pablo acaba de decir que sus motivaciones no proceden de impureza (v.
3)? Desde luego, no puede ser porque esté confiando en su propio análisis de sí mismo. Al menos, no puede serlo sin que Pablo contradiga lo que dice a los corintios. Pero, de hecho, no hay tal contradicción. Pablo no se fía de su propia auto-evaluación, sino que dice explícitamente que es Dios quien le aprueba: fuimos aprobados por Dios.

Este verbo significa someter a prueba1. Los misioneros han sido examinados por Dios y probados, luego aprobados (cf.
2 Timoteo 2:15). Se han hallado auténticos y genuinos. Por eso, Dios les ha encomendado el ministerio del evangelio. Es la aprobación divina, y no la opinión humana, la que permite que Pablo pueda declararse inocente. Y sólo es la aprobación divina la que justifica el ministerio actual de los misioneros: como fuimos aprobados, … así hablamos2.

Pero, ¿cómo sabe el apóstol que los misioneros son aprobados por Dios? Lo sabe, en primer lugar, porque Dios mismo había intervenido en distintas ocasiones de su vida para confirmar su llamamiento al ministerio. No dejaba de ser motivo de asombro para Pablo que Dios le hubiera elegido como apóstol. Se detecta este asombro detrás de su descripción del encuentro que tuvo con Cristo en el camino a Damasco:


Al
último de todos, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí; porque yo soy el más insignificante de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la iglesia de Dios; pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no resultó vana (1 Corintios 15:8–9; cf. Hechos 9:4–15).

Expresa explícitamente este mismo asombro ante los efesios:

A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, se me concedió esta gracia: anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo
(Efesios 3:8).

Incluso hacia finales de su vida, seguía asombrándose. Pudo escribir a Timoteo diciéndole:

Doy gracias a Cristo Jes
ús nuestro Señor, que me ha fortalecido, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio (1 Timoteo 1:12
).

Sin embargo, la aprobación divina no era cuestión sólo de las percepciones subjetivas de Pablo. Al afirmarla, no se jacta de sí mismo ni cae en peligrosos subjetivismos. Otras personas habían participado también en la confirmación de que realmente era Dios quien escogía a Pablo para el ministerio. La aprobación divina se había revelado en diversas manifestaciones proféticas. Ante el escepticismo de Ananías en cuanto a Pablo, Dios le había dicho:

Me es un instrumento escogido, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de los reyes y de los hijos de Israel
(Hechos 9:15).

Después, los apóstoles de Jerusalén ratificaron la legitimidad del ministerio de Pablo cuando vieron la evidente bendición de Dios sobre su ministerio:

Aquel [es decir, Dios] que obró eficazmente para con Pedro en su apostolado a los circuncidados, también obró eficazmente para conmigo en mi apostolado a los gentiles; y al reconocer la gracia que se me había dado, Jacobo, Pedro y Juan, que eran considerados como columnas, nos dieron … la diestra de compañerismo, para que nosotros fuéramos a los gentiles
(Gálatas 2:8–9
).

Igualmente, había mandado a los maestros y profetas de la iglesia de Antioquía:

Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado
(Hechos 13:2
).

Así pues, cuando Pablo «salió a la obra», no fue cuestión meramente de una decisión personal tomada a solas con Dios, sino también de una confirmación dada desde el cielo a otros hombres de Dios. Más de una vez había sido encomendado a esta obra por los hermanos bajo la dirección del Espíritu Santo (Hechos 13:3–4; 15:40). Lo mismo se puede decir de Silas y Timoteo3.

Aunque distintos entre sí en cuanto a edad, formación y experiencia, ninguno de estos tres misioneros era un novato. Cada uno era creyente desde hacía años y había sido probado y aprobado en una activa colaboración con el evangelio en la esfera local, antes de emprender el servicio en una esfera más amplia. Y cada uno había sido elegido como colega por un obrero de mayor experiencia y posición que las suyas4

Si Dios había tenido a bien llamar tan claramente al ministerio a los tres misioneros, era obvio que los tenía por fieles (1 Timoteo 1:12). ¡Que juzguen, pues, los tesalonicenses! ¿A quién darán crédito? ¿A los enemigos que los acusan de motivaciones impuras? ¿O a Dios, quien, a pesar de conocer los secretos del corazón humano, había visto suficiente solvencia y coherencia en ellos como para llamarles para ser siervos suyos?

DEPOSITARIOS DEL EVANGELIO

Si Dios garantiza la pureza de motivaciones de los misioneros, más aún garantiza la veracidad de su mensaje. ¿Cómo pueden los enemigos acusar a los misioneros de predicar ideas erróneas, cuando el apóstol sabe muy bien que su evangelio no es fruto de la especulación humana, sino de la revelación divina?

Pero si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciara otro evangelio contrario al que os hemos anunciado, sea anatema … Pues quiero que sepáis, hermanos, que el evangelio que fue anunciado por mí no es seg
ún hombre. Pues ni lo recibí de hombre, ni me fue enseñado, sino que lo recibí por medio de una revelación de Jesucristo (Gálatas 1:11).

Tal aseveración, por supuesto, no convencería a los escépticos de la sinagoga. Ellos sólo quedarían satisfechos en cuanto al origen divino del evangelio cristiano si se les pudiera demostrar su absoluta fidelidad a lo que Dios había revelado ya en las Escrituras. De ahí el afán de Pablo de discutir desde las Escrituras (Hechos 17:2–3; 18:28). Pero este texto sí nos explica por qué Pablo mismo pudo afirmar con absoluta seguridad que su evangelio no contenía error alguno. Lo había recibido de Dios, no por agencia humana. Por eso mismo acaba de llamarlo el evangelio de Dios (2:2).

En nuestro caso, por supuesto, no es que recibamos nuestro mensaje directamente de Dios por revelación especial. Es cierto que seguimos necesitando la dirección del Espíritu para saber qué aspectos del mensaje bíblico impartir en cada ocasión, e igualmente necesitamos su discernimiento para saber aplicar adecuadamente estas enseñanzas a la vida de nuestros oyentes. Pero, en cuanto al contenido de nuestro mensaje, ése ya fue revelado a los apóstoles y profetas de la primera generación de la iglesia. Por tanto, en nuestro caso la única manera de saber si nuestro mensaje proviene de Dios es asegurándonos de que se ajuste perfectamente al mensaje apostólico; lo cual quiere decir, en la práctica, que cada afirmación nuestra debe poder ser refrendada por las Escrituras.

Por tanto, Dios fue el autor del mensaje proclamado por los misioneros. De ahí su absoluta fiabilidad. Pero no solamente eso, sino que Dios también se había dignado encomendárselo a ellos. Tal era la confianza que Dios tenía en sus siervos que se había atrevido a confiarles el evangelio. Ellos, pues, lo habían recibido como un depósito sagrado, el cual debía ser administrado con toda fidelidad para la salvación y edificación de muchos. Pablo era siempre consciente del alto honor de ser administrador de este bien espiritual sin parangón: las riquezas de la gloria de su herencia (Efesios 1:18), las sobreabundantes riquezas de su gracia (Efesios 2:7) y las inescrutables riquezas de Cristo (Efesios 3:8). Cuando, al final de su vida, comprende que ha llegado la hora en la que Timoteo debe asumir mucha de la responsabilidad que hasta entonces había recaído sobre él, le escribe encarecidamente recordándole que debía ser depositario y administrador fiel de los bienes sagrados:

Guarda, mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros, el buen depósito que te ha sido encomendado … Oh Timoteo, guarda el depósito que se te ha encomendado (2 Timoteo 1:14; 1 Timoteo 6:20).

«CON SINCERIDAD DE CORAZÓN, TEMIENDO AL SEÑOR»

Pablo, pues, sabe que su doctrina está sin error porque procede de Dios y que sus motivaciones son puras porque han sido aprobadas por Dios. Este enfoque teocéntrico prosigue ahora en la tercera frase mediante la cual defiende su ministerio: sabe que sus métodos evangelísticos son sin engaño porque su afán es complacer a Dios, no agradar a los hombres.

La frase que encabeza esta sección procede, por supuesto, no de Tesalonicenses, sino de Colosenses 3:22, y no describe el ministerio de Pablo, sino que va dirigida a los esclavos. Sin embargo, viene a resumir las últimas frases de 1 Tesalonicenses 2:4 y nos recuerda además que el mismo enfoque teocéntrico debe caracterizar la vida de todos los creyentes.

El ministro fiel no debe tener el corazón dividido, intentando agradar a Dios y a los hombres a la vez. Eso le conduciría a la incómoda situación de estar intentando servir a dos maestros, con resultados desastrosos (Mateo 6:24). En la medida en que actuamos de cara a la galería, somos infieles a nuestro cometido y dejamos de temer a Dios. Somos siervos suyos (1:10) y el anhelo de nuestro corazón debe ser complacerle a él y sólo a él; o, como Pablo mismo dirá más adelante, debe ser el de andar siempre de tal manera que agrademos a Dios (4:1).

Los métodos del predicador deben establecerse, pues, con la mirada puesta en la voluntad de Dios, no en el gusto del público. Aunque hemos de intentar persuadir a los hombres, debemos evitar ser motivados por el afán de agradarles. Persuadirlos significa atraerlos a la verdad de Dios; agradarles puede conducirnos a diluirla o modificarla.

Por supuesto, tenemos que seguir intentando «agradar a los hombres» en el sentido de hacer que nuestra vida y nuestro testimonio sean atractivos delante de ellos (1:7–9) y de no permitir que nuestra conducta sea innecesariamente ofensiva para nadie (en este sentido utiliza Pablo la frase agradar a todos en 1 Corintios 10:33).

Pablo se vio constantemente en la necesidad de explicar que su único interés en el ministerio era agradar a su Señor y rendirle servicio fiel. Acaba de decir que ésta es una de las dos características principales de todo aquel que se ha convertido de los ídolos a Dios: servir al Dios vivo y verdadero (1:10). Ante los gálatas protesta: ¿Busco ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O me esfuerzo por agradar a los hombres? Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo (Gálatas 1:10). Y a los corintios: No somos como muchos, que comercian con la palabra de Dios, sino que con sinceridad, como de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo (2 Corintios 2:17).

Puesto que es ante Dios como actuamos en el ministerio, sólo Dios puede aprobar o desaprobar finalmente nuestra actuación. Por eso, Pablo matiza que el Dios al que queremos agradar es el Dios que examina nuestros corazones5. Dios examina los corazones para dar el pago y como fundamento de su juicio. Yo, el Señor, escudriño el corazón, pruebo los pensamientos, para dar a cada uno según sus caminos, según el fruto de sus obras (
Jeremías 17:10: cf. 11:20). Este pago, realizado en base al examen de los corazones por parte de Dios, quizás sea dado en esta vida (ver, por ejemplo, Salmo 7:9), y en todo caso en el juicio final.

El que Dios nos examine es, por tanto, algo potencialmente temible. Pero, para el creyente, consciente del engaño de su propio corazón (
Jeremías 17:9) y de su propia incompetencia para evaluarlo (1 Corintios 4:3–5), el examen de Dios constituye parte de su esperanza de santificación. Libre ya de la condenación eterna por el perdón obrado por Cristo en la cruz, su deseo presente y positivo es que Dios le examine; porque sabe que sólo Dios puede sacar a flote la inmundicia que necesita ser limpiada, las heridas que necesitan ser curadas y los complejos y las taras del pecado que necesitan ser subsanados. Ahora, pues, clama con el salmista: Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes; y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno (Salmo 139:23–24).

Y es en la medida en que el creyente vive en autenticidad delante de Dios, actuando en todas las esferas de su vida con la intención de agradarle, como puede estar seguro de que no hay engaño, duplicidad o manipulación en su relación con los demás.

El ministro cristiano, pues, deseará que Dios «examine su corazón» no sólo a efectos morales y personales, sino para delatar cualquier impureza en su ministerio. Sabe que está sujeto a muchas clases de presiones: las filosofías y las modas teológicas de su día; los chantajes morales y espirituales de la congregación (ver
2 Timoteo 4:3–4); su propio deseo de aplausos y de complacer a sus oyentes. Cualquiera de esas cosas le inclinará hacia la tentación de diluir o cambiar la palabra de Dios6.

CONCLUSIONES

—La única manera por la cual el ministro cristiano puede saber si su mensaje carece de error es asegurándose de que proclame la Palabra de Dios, toda la Palabra de Dios y nada que no sea la Palabra de Dios. La única manera de saber si nuestras motivaciones son puras y si nuestros métodos carecen de engaño es permitiendo que el Espíritu de Dios escudriñe nuestros corazones.

—En circunstancias normales, el llamamiento del ministro al servicio de Dios llegará por medio de dos vías complementarias: la comunicación personal de Dios al corazón de su siervo y la confirmación a través de este mismo sentir dado por el Espíritu a otros líderes cristianos.

—Todo ministro tiene que escoger a quién servirá. No puede servir a dos señores (Mateo 6:24). No puede atender a los gustos y preferencias de la congregación y ser fiel, a la vez, a su llamamiento divino. No puede modificar su mensaje según las modas de la época sin traicionar su llamamiento.

—El ministro fiel es un hombre que vive consciente de la presencia de Dios y actúa a sabiendas de que tendrá que dar cuentas ante él. Como consecuencia, no es motivado por el deseo de quedar bien con sus oyentes, sino por el de escuchar la aprobación divina en el día final.

—El ministro fiel desea que el Espíritu Santo escudriñe su corazón para revelarle cualquier asomo de error, impureza o engaño en su ministerio.



1 Ver Morris (1), pág. 52.

2 Este verbo está en tiempo presente; es decir, Pablo está diciendo no solamente que predicaron bajo la aprobación divina estando en Tesalónica, sino que siempre predican así.

3 Ver Hendriksen, pág. 75.

4 Hogg y Vine, pág. 55.

5 El verbo examinar es un cognado del verbo aprobar que ha aparecido al principio del versículo. Stott (pág. 50) señala que el uso aquí del tiempo presente continuo indica que el proceso por el que somos examinados por Dios no acaba mientras estamos en esta vida. La palabra corazones se refiere no solamente a nuestras emociones, sino a todo el hombre interior, incluyendo el intelecto y la voluntad. Cf. Morris (1), pág. 53: La totalidad de los motivos y los pensamientos del predicador siempre están al descubierto para Dios.

6 Cf. Morris (1), pág. 53: Los hombres no quieren un mensaje que les diga que ellos, a los ojos de Dios, no son más que perdidos pecadores y que, para ser salvos, tienen que depender humildemente de Dios. Están más interesados en las «implicaciones sociales» del evangelio, cosa que, por supuesto, no debe ser subestimada. Pero el predicador siempre tiene que destacar aquellas doctrinas a las cuales la Escritura concede prioridad.

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