EL RETORNO DEL LIBERTADOR | 1 Tesalonicenses 1:10 | David Burt
EL RETORNO DEL LIBERTADOR
1 TESALONICENSES 1:10
Las últimas frases del capítulo 1 constituyen una verdadera joya de concisión cristológica. En unas pocas palabras, el apóstol Pablo nos enseña mucho acerca del Señor Jesucristo y acerca de nuestra esperanza futura. Por supuesto, no pretende hacer grandes disquisiciones teológicas 1. Sus palabras son espontáneas y naturales, como conviene en una carta de estas características. Pero, precisamente por esto, la exactitud y profundidad de sus frases son aun más emocionantes. Mirémoslas, pues, con atención.
A su Hijo, … a Jesús
Consideremos en primer lugar su definición de quién es la persona a la que «esperamos desde los cielos». Pablo le llama igualmente el Hijo de Dios y Jesús. Esto de por sí es muy significativo. Para el apóstol no hay diferencia alguna entre el Cristo de la fe y el Jesús de la historia (como quieren algunos teólogos modernos): son una misma persona. ¡Y lo son desde el comienzo de la redacción del Nuevo Testamento!
Tampoco parece que existía para el apóstol dificultad alguna en reconciliar la humanidad y la divinidad de Jesús: el Cristo resucitado y glorificado es tanto hombre como Dios. Pablo le concede los dos nombres suyos que mejor reflejan su naturaleza divina y humana: el Hijo de Dios es el hombre Jesús. No pretende darnos mayores explicaciones, porque el que una misma persona sea a la vez humana y divina escapa a nuestro entendimiento. Si no entendemos bien toda la relación entre los aspectos físicos y anímicos de nuestra propia naturaleza humana, ¿cómo queremos entender los entresijos de la naturaleza del Señor Jesucristo? Sencillamente, Pablo acepta la realidad histórica que los apóstoles habían experimentado: la realidad del Jesús histórico y la plena convicción de que toda la plenitud de la deidad reside corporalmente en él (Colosenses 2:9).
De los cielos
¿Y dónde se encuentra actualmente el Hijo? Pablo contesta: en los cielos. El uso del plural (cielos) ha hecho que algunos comentaristas discurran ampliamente sobre la cosmografía rabínica, aparentemente compartida por el apóstol (ver, por ejemplo, 2 Corintios 12:2; Efesios 4:10), en la que se contemplaba la existencia de una pluralidad de cielos. Sin embargo, el Nuevo Testamento emplea el plural y el singular de un modo indistinto e intercambiable 2 (ver, por ejemplo, el 4:16, donde se emplea el singular: el Señor descenderá «del cielo»), por lo cual es mejor no darle demasiadas vueltas al asunto. Sin duda, para el apóstol era más importante saber que Cristo ha salido de la esfera del tiempo y del espacio y está actualmente en la esfera celestial (es decir, eterna) en presencia de Dios, que intentar elaborar una estructuración del cosmos en distintas clases o gradaciones de cielos. Basta con suponer que utiliza el plural para indicar sencillamente que esperamos que Cristo venga desde más allá del aire (el «primer» cielo donde están las nubes y las aves; Mateo 6:26) y desde más allá del universo (el «segundo» cielo de las estrellas; Mateo 24:29), saliendo desde la misma presencia de Dios (el «tercer cielo» o cielo eterno; 2 Corintios 12:2). Un día el Hijo descenderá de estos cielos. Dejará la esfera eterna, el cielo de cielos donde mora Dios rodeado de las huestes celestiales, atravesará el cielo henchido de estrellas y el cielo que contiene las nubes 3, y se unirá a los que le esperan.
A quien resucitó de entre los muertos
Los creyentes del primer siglo no tuvieron ninguna duda con respecto al hecho histórico de la resurrección de Jesús. A fin de cuentas, los apóstoles habían visto personalmente al Cristo resucitado y fueron enviados por él con la finalidad explícita de ser testigos de su resurrección (Hechos 1:22; 2:32, 40; 3:15; 5:30–32; 10:39–42). Pablo mismo se había encontrado con el Cristo vivo en el camino a Damasco (1 Corintios 15:8). En cierto sentido, pues, para Pablo y los demás cristianos del primer siglo, Cristo era ante todo aquel a quien el Padre había resucitado de entre los muertos. La resurrección estaba en el mismo corazón del mensaje que predicaban, y la realidad del Cristo resucitado constituía la máxima motivación de su esfuerzo evangelístico. La resurrección era la pieza fundamental del evangelio, sin la cual todo se tambalearía (1 Corintios 15).
Pero ¿para qué menciona Pablo la resurrección en el contexto de este versículo? A fin de cuentas, su tema es la esperanza de la segunda venida de Cristo, no los hechos de su primera venida, Probablemente la menciona porque la resurrección es el gran hecho histórico que abre la puerta a toda nuestra esperanza escatológica. Si Cristo no resucitó, tampoco pudo ascender a la diestra del Padre, tampoco envió al Espíritu Santo, tampoco está realizando su labor actual de interceder por los suyos y darles el oportuno socorro (Romanos 8:34; Hebreos 4:14–16) y tampoco tiene posibilidad alguna de volver a la tierra en gloria. Si Cristo no resucitó, sencillamente no hay fundamento para nuestra esperanza de su retorno. Y, por supuesto, si él no resucitó, se desvanece toda posibilidad de que nosotros también resucitemos. Pero, ante todo, si Cristo no resucitó, no hay ninguna posibilidad de que sea enviado por el Padre para juzgar el mundo en el día de juicio: si la resurrección es una mentira, también lo es el anuncio de su retorno en majestad y en juicio. En cambio, porque resucitó, podemos tener completa confianza en su pronto retorno. La resurrección garantiza todo el programa cristiano de salvación y, específicamente, nos ofrece la prueba convincente de que el juicio venidero verdaderamente tendrá lugar. Esto es lo que Pablo mismo enseñó poco después de su visita a Tesalónica, al encontrarse en Atenas: Dios ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien ha designado, habiendo presentado pruebas a todos los hombres al resucitarle de entre los muertos (Hechos 17:31). Si Cristo no resucitó, podemos descuidar como un mero cuento de hadas la advertencia bíblica acerca de la ira venidera; pero, si de verdad resucitó, entonces debemos ponernos a temblar.
En otras palabras, la resurrección es el primer evento de la nueva creación, de la cual el retorno de Cristo significará la culminación. El Cristo resucitado es el primogénito de esta nueva creación, en la cual participarán en aquel día todos los elegidos y redimidos (es decir, todos los que esperen ansiosamente su venida y sean librados de la ira).
A quien resucitó de entre los muertos
En el capítulo
anterior, nos preguntábamos por qué vale la pena convertirnos a Dios. Allí
vimos que es a causa de la propia atracción de Dios: él es el Dios vivo y
verdadero. Pero a esta razón de signo positivo, Pablo ahora añade,
implícitamente, otra de signo negativo: vale la pena convertirnos porque, si
no, quedaremos expuestos a toda la furia de la ira venidera.
No es por nada que
el Hijo, al tomar forma humana, recibe el nombre de Jesús (Salvador). Él vino expresamente para salvar a su pueblo de
sus pecados (Mateo 1:21). Pero —añade ahora Pablo— todo
aquel que es salvo de sus pecados tiene solucionado aquello que provoca la
santa indignación de Dios y, por lo tanto, se ve librado también de la ira
venidera.
Aquí, los vocablos
empleados por Pablo son sumamente exactos: el verbo traducido como librar significa rescatar, no en el sentido del rescate de un esclavo pagando el
precio de su redención (este matiz es referido por medio de otro verbo en el
Nuevo Testamento), sino en el sentido de lo que hacen los bomberos cuando
salvan a alguien de un edificio incendiado o lo que hace un bote salvavidas en
el caso de unos náufragos. Este verbo, pues, juntamente con la preposición ek (fuera de)[1]4,
sugiere que la manera en que Jesús nos libra de la ira es sacándonos del ámbito
de peligro y colocándonos «fuera» de su alcance. No sólo somos librados con respecto de la ira venidera
(concepto que requiere otra preposición griega, apo, preposición que Pablo mismo emplea en Romanos
5:9), sino porque nuestro Libertador, por medio de la justificación
de su Cruz (como indica precisamente Romanos
5:9), nos ha arrancado de la perdición y trasladado a una situación
en la que la ira no puede tocarnos y no tiene nada que decirnos.
También el tiempo
del verbo es importante. Pablo no dice que Jesús nos librará de la ira, sino que nos libra
de ella, utilizando un tiempo presente indefinido. Es decir, la liberación
efectuada por Jesús es de vigencia permanente. Cristo ya nos ha salvado (al
morir en nuestro lugar), nos está salvando (mediante la obra santificadora de
su Espíritu) y nos salvará (del juicio venidero). La liberación que
experimentaremos en aquel día no es más que la culminación de una liberación
que ya experimentamos en esta vida.
Por supuesto, el
contenido específico que damos a la idea de ser «trasladados fuera del alcance
de la ira venidera» depende del esquema escatológico que hayamos adoptado
previamente. Los comentaristas de orientación premileniarista ven enseguida en
estas palabras una clara referencia al rapto de la iglesia, la cual así será
sacada del mundo antes de que caiga sobre él la ira de Dios. Otros, en cambio,
sólo ven una referencia genérica a la poderosa liberación que Cristo ya está
realizando y que seguirá realizando en aquel día. Pero, sea cual fuere nuestra
posición escatológica, todos podemos estar de acuerdo con lo que es el punto
central que el apóstol está afirmando: que en el día de la ira, los que estamos
en Cristo estaremos completamente a salvo.
Pero ¿quiénes son
éstos? ¿A quiénes salva Jesús? La respuesta del texto es: A nosotros. Pero ¿a quiénes tiene Pablo en
mente? Claramente, según el contexto inmediato, a los misioneros y a los
convertidos de Tesalónica; pero, por extensión y a la luz de todo lo que hemos
visto en este capítulo, se aplica también a todos los elegidos de Dios (v. 4)
y creyentes en Jesucristo. Vale la pena subrayar, sin embargo, que este mismo
texto establece que un auténtico creyente
es una persona verdaderamente convertida.
No es alguien que sólo dice creer, pero que luego vive según las pautas de su
vida anterior. Cristo salvará, pues, en aquel día a todos los que, por creer el
evangelio, se hayan vuelto de los ídolos a Dios y hayan evidenciado la
autenticidad de su conversión sirviendo al Señor y esperando ansiosamente su
retorno.
De la ira venidera
¿Y de qué nos salva
Jesús? De la ira (de Dios) que se acerca[1]5.
Aquí tenemos que afrontar un tema que no es popular hoy en día. Desde nuestros
púlpitos el énfasis, decididamente, no
suele recaer sobre el carácter santo de Dios, sobre su indignación contra el
pecado, la impiedad y la injusticia del hombre, y sobre su declaración solemne
de que va a intervenir definitivamente para juzgar el mundo y poner fin a toda
forma de maldad. No se estila predicar sobre la perversidad del corazón humano,
ni sobre el juicio que se avecina, ni sobre la condenación eterna del pecador,
ni sobre la realidad del infierno. Más bien, la tendencia actual es a enfatizar
la bondad, la misericordia y el amor de Dios, y las muchas bendiciones de la
salvación de Cristo; todo lo cual es certísimo, pero nunca debe encubrir la
otra cara de la moneda: la santidad, la justicia, el juicio y la ira de Dios.
Nuestro Dios es Dios de ira cuya justa indignación se inflama contra toda
manifestación de maldad, pero también es Dios de amor que se compadece de
nosotros; de ahí el evangelio. Dios es Dios de amor, pero también de ira; de
ahí la terrible suerte de todo aquel que no responde adecuadamente ante el
evangelio; y de ahí que un día se agote el tiempo de su paciencia y llegue la
hora de la ira.
El evangelio parte
de la base misma de que, en consecuencia de nuestra condición impía, injusta y
necia, todos estamos ya bajo la ira de Dios. En el capítulo 1
de su Epístola a los Romanos, Pablo explora en detalle esta verdad. Empieza
afirmando que la ira de Dios se revela
desde el cielo (nuevamente, es importante tomar nota del tiempo del verbo:
no dice se revelará, aunque sin duda
el pensamiento del apóstol incluye también la ira venidera, sino que emplea un
presente de tiempo indefinido, como si el pecado humano tuviera la propiedad de
despertar siempre la ira de Dios en todos los tiempos) contra toda impiedad e injusticia de los hombres (Romanos
1:18). Todos los hombres, por definición y por naturaleza, somos hijos de ira (Efesios
2:3). Y a continuación expone algunas de las maneras en las que la
ira divina se manifiesta entre los hombres ya en esta vida. Todo pecado trae
sus consecuencias, ya sean de gran trascendencia social o ya de nivel más
íntimo —como el deterioro en nuestras relaciones personales y familiares o el
trastorno o endurecimiento de nuestra personalidad—, y todas estas
consecuencias caen dentro de la actuación enjuiciadora de Dios (ver, por
ejemplo, Romanos 1:24, 26
y 28).
Pero la manifestación de la ira de Dios no acaba con estas consecuencias
«naturales», por muy trágicas que sean, sino que tendrá su culminación en el
terrible día del juicio final:
Sabemos que el juicio de Dios justamente cae sobre los
que practican tales cosas [el apóstol se refiere a la
lista de pecados que acaba de nombrar en el 1:29–32].
¿Y piensas esto, oh hombre, tú que
condenas a los que practican tales cosas y haces lo mismo, que escaparás al
juicio de Dios?… Por causa de tu terquedad y de tu corazón no arrepentido,
estás acumulando ira para ti en el día de la ira y de la revelación del
justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras … en el
día en que, según mi evangelio, Dios juzgará los secretos de los hombres
mediante Cristo Jesús (Romanos 2:2–16).
No
es solamente que Dios haya incorporado en las leyes de la creación un proceso
natural por el cual el ser humano siega lo que siembra» (Gálatas
6:7), sino también que él intervendrá personalmente como juez para
dar el pago y efectuar retribución[2]6.
Por muy terribles que sean las consecuencias del pecado en esta vida, no se
pueden comparar con la suerte desgarradora que espera en aquel día a todos los
que no sean liberados de la ira venidera. Pablo no se detiene aquí para describir
aquel día, pero entra en algo más de detalle en el texto paralelo que aparece
al comienzo de su segunda epístola a los Tesalonicenses:
Es justo delante de Dios retribuir con aflicción a los
que os afligen, … cuando el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con sus
poderosos ángeles en llama de fuego, dando retribución a los que no conocen a
Dios, y a los que no obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesús. Éstos
sufrirán el castigo de eterna destrucción, excluidos de la presencia del Señor
y de la gloria de su poder (2
Tesalonicenses 1:6–12).
En
el texto de la Misa de Réquiem de la
Iglesia Católica hay una sección escalofriante (especialmente cuando la
escuchas acompañada por la solemnidad de la música de Fauré o por el terror de
la música de Verdi) que da expresión a lo que el ser humano debería sentir al
contemplar la ira venidera:
Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa
tremenda, quando coeli movendi sunt et terra, dum veneris judicare saeculum per
ignem. Tremens factus sum ego et timeo, dum discussio venerit atque ventura
ira. Dies irae, dies illa, calamitatis et miseriae, dies magna et amara valde.
Líbrame, Señor, de la muerte eterna en aquel día terrible
cuando los cielos y la tierra sean movidos y tú vengas a juzgar al mundo con
fuego. Temblando estoy con miedo al esperar el juicio que se acerca y la ira
que estallará. ¡Aquel día, día de ira, de calamidad y de miseria, aquel gran
día lleno de amargura!
Algunos
cristianos evangélicos se apresuran con una rapidez excesiva a restar
importancia al terror de aquel día y aun a atribuir el «temblor» de los
católicos a una falta de fe auténtica. Pero deberíamos tener muy claro que el día de la venganza de nuestro Dios (Isaías
61:2) es, en principio, algo absolutamente terrible y espantoso.
Ciertamente, no hay condenación para los que están en Cristo Jesús (Romanos
8:1), pues el que cree en él tiene
vida eterna y no viene a juicio, sino que ha pasado de muerte a vida (Juan
5:24). Pero quien no tiembla ante la ira venidera, aun sabiéndose a
salvo gracias a la liberación de Jesucristo, no se ha hecho ni remotamente la
idea de cómo será aquel día en el cual
los cielos pasarán con gran estruendo, y los elementos serán destruidos con
fuego intenso, y la tierra y las obras que hay en ella serán quemadas (2
Pedro 3:10). Lejos de no sentir el terror de aquel día, conviene que
su temor nos sirva de espuela para animarnos a la evangelización y a la
exhortación fraternal (Santiago 5:20) y como aliciente a
perseverar en el camino de santidad (2
Pedro 3:11–13).
Contemplemos, pues,
aquel día con las emociones adecuadas, las cuales deben ser muy variadas y
contrastadas. En sí, aquel día será terrible y la sola contemplación de la
suerte de los perdidos debe llenarnos de compasión y espanto. Sin embargo, éste
no es el énfasis principal de las palabras del apóstol. Más bien fija nuestra
atención en nuestra gloriosa esperanza de ser liberados en aquel día (Jesús nos libra de la ira venidera), de
reunirnos para siempre con nuestro amado Señor Jesucristo (os convertisteis para esperar de los cielos a su Hijo)7
y de participar en aquella resurrección de la que él mismo es las primicias (al cual [Dios] resucitó de entre los muertos).
Afrontemos aquel día con la sobriedad de saber que, si no fuera por la obra
salvadora de Cristo, nosotros también seríamos reos de juicio y leña para el
fuego eterno; con el asombro y la gratitud de saber que Dios nos ha provisto un
poderoso Libertador; y con la confianza de que Dios no nos ha destinado para ira, sino para obtener salvación por
medio de nuestro Señor Jesucristo (5:9).
Contemplémoslo, pues, con temor y temblor, pero también con gratitud,
esperanza, fe y gozo, sabiendo que, para nosotros, será el día en que se cumpla
la llamada de Dios a su reino y a su
gloria (2:12).