LA CONVERSIÓN AUTÉNTICA | 1 Tesalonicenses 1:1-10 | David Burt
1 TESALONICENSES 1:1–10 (RESUMEN)
1. La conversión auténtica es, esencialmente, un volvernos a Dios desde toda forma de idolatría.
La conversión, en el sentido bíblico, siempre tiene un lado negativo y otro positivo. Significa dar un giro radical en el camino de la vida, repudiando la dirección anterior, cambiando de sentido y dirigiéndonos por el camino nuevo. Comporta siempre un «dejar atrás» y un «proseguir adelante». Explícitamente, significa la renuncia a nuestro antiguo sistema de creencias y estilo de vida para volvernos al Dios vivo y verdadero, sometiéndonos a su autoridad y comprometiéndonos a vivir de acuerdo con su voluntad (v. 9).
Si lo hacemos, es porque llegamos a reconocer la autoridad legítima de Dios en nuestras vidas y sentimos la atracción de su persona. La conversión nos introduce en una nueva relación con Dios como nuestro Padre amoroso y con Jesucristo como nuestro Señor legítimo (v. 1). Por tanto, la vida de una persona convertida tiene una nueva orientación: antes vivía de espaldas a Dios; ahora vive de cara a él. Sin esta reorientación de la vida (siempre costosa, a veces desgarradora), la fe que podemos profesar en el evangelio no es más que un asentimiento académico a ciertas proposiciones teológicas. Una fe así de teórica no trae salvación; es decir, no nos introduce en el camino de nuestra completa sanidad y restauración. En la Biblia, la fe nunca se contempla como viable al margen de la conversión, ni mucho menos como sucedáneo suyo. Sin arrepentimiento no hay salvación, pues el anuncio del evangelio empieza con una seria llamada a la conversión 1. El orden bíblico es arrepentíos [convertios] y creed (Mateo 21:32; Marcos 1:15; Hechos 2:38; 20:21).
En nuestra generación, necesitamos volver a predicar el evangelio de Cristo y los apóstoles, el evangelio completo de arrepentimiento y fe. Demasiadas veces se predica hoy en día la fe sin la conversión, un evangelio descafeinado que conduce a Dios sabe-dónde y produce «creyentes» raquíticos y faltos de compromiso. O se predica una «conversión» unilateral, de signo sólo positivo, que no incluye la renuncia a los viejos dioses ni a la vana manera de vivir de antes, y que sólo puede producir abortos, seres divididos que intentan vivir con un pie en Cristo y el otro en el mundo.
2. La conversión auténtica es el medio por el cual llegamos a formar parte de la iglesia de Dios (v. 1)
Como acabamos de decir, la conversión cristiana siempre es un retorno «a Dios desde los ídolos». La persona convertida vive en, por y para Dios. Es decir, a partir de su conversión su vida, potenciada por el Espíritu Santo (vs. 5 y 6), está dedicada al servicio del Señor (v. 9). Sólo una persona con esta clase de orientación, cuya vida está centrada en Dios, está en condiciones de pertenecer a una asamblea cuya razón de ser es Dios. La conversión a Dios (v. 9) es lo que nos incorpora en la iglesia en Dios (v. 1).
Puede ser que una iglesia local nos admita como miembros por el hecho de haber suscrito el credo apostólico o por habernos bautizado en agua. Pero no confundamos las cosas. La iglesia local tiene forzosamente que depender de signos externos, como la profesión de fe o el bautismo; pero nuestra admisión a la iglesia en Dios sólo puede ser sobre la base de la nueva orientación teocéntrica proporcionada por la conversión. Sin auténtica conversión estamos fuera del auténtico cuerpo de Cristo. La verdadera iglesia se compone de personas convertidas.
3. La conversión es la contrapartida humana de la elección divina (v. 4)
Digo contrapartida, y no respuesta, ni consecuencia, porque las Escrituras siempre contemplan la responsabilidad humana como de entidad propia, no como algo condicionado por la soberanía divina. Es decir, la Biblia nos revela la completa soberanía de Dios sobre su creación (incluido el ser humano) y la completa responsabilidad del hombre en cuanto a sus decisiones morales y espirituales. No intenta explicarnos siquiera cómo influye la soberanía de Dios en la responsabilidad humana, ni viceversa. No explica cómo el ejercicio de la responsabilidad humana no merma la soberanía de Dios, ni cómo la soberanía divina no neutraliza la responsabilidad humana. Supongo que no lo hace porque nosotros, criaturas limitadas al espacio y al tiempo, somos incapaces de entender cuestiones que sólo tienen su resolución en la eternidad.
En otras palabras, aunque la conversión es una decisión humana (y una responsabilidad humana cuyo incumplimiento acarrea culpa y castigo: Mateo 11:20–21; 21:31–32; Lucas 13:3; Romanos 2:4–5; etc.), no es una mera decisión humana, sino una decisión que corresponde a los designios eternos de Dios. Por todo ello es correcto entender que la conversión es simultáneamente fruto de la voluntad humana y de la voluntad de Dios. El arrepentimiento se contempla en la Biblia como algo exigido por Dios (Hechos 17:30) y, a la vez, como algo concedido por él (2 Timoteo 2:25). Nadie se convierte a no ser que él mismo lo desee; pero nadie se convierte si Dios no le da tanto el querer como el hacer (Filipenses 2:13).
Estos son conceptos difíciles que enseguida despiertan muchas preguntas para las cuales no tenemos respuestas. Pero se encuentran en las Escrituras no para sembrar confusión en nosotros, sino para nuestro consuelo. Si la conversión y la fe dependieran sólo de nosotros, estaríamos sujetos a interminables dudas y una gran sensación de inseguridad, tanto con respecto a la autenticidad de nuestra conversión como con respecto a la de otros. Saber que el eterno Dios nos ha amado y nos ha elegido desde antes de la fundación del mundo da una nueva entidad y solidez a nuestra posición en Cristo.
Por tanto, si Pablo puede hablar con confianza acerca de la «elección» de los tesalonicenses (v. 4), es porque los misioneros han visto evidencias de que su conversión, aunque una decisión responsable de los propios interesados, no fue sólo una decisión humana, sino una manifestación del poder divino. Tanto la eficacia de la predicación inicial como los frutos manifestados en la vida de los tesalonicenses dan fe de la actividad poderosa del Espíritu Santo de Dios (vs. 3 y 5). Pero esto nos lleva al punto siguiente …
4. La conversión auténtica es fruto de la proclamación fiel del evangelio en el poder del Espíritu Santo (v. 5)
Nadie se convierte si no es por responder ante la proclamación del evangelio, ya sea en labios de un creyente o ya a través de la lectura personal de la Palabra. La conversión siempre es consecuencia de «recibir la palabra» proclamada (v. 6):
Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? (Romanos 10:13–14).
Esto no quiere decir, sin embargo, que la conversión dependa de la elocuencia, buena argumentación o carisma del predicador. Al contrario, si el predicador hace alarde de sus propios dones, si depende de mecanismos retóricos o si intenta manipular los resortes emocionales en sus oyentes, su predicación puede resultar en muchas «conversiones» que, con el paso del tiempo, demostrarán ser espurias.
Como heraldo del Rey de gloria, por supuesto todo predicador cristiano consciente de su alto llamamiento proclamará su mensaje con toda urgencia, persuasión, claridad y seriedad (2:4). Habrá emoción y elocuencia en sus palabras. Pero estas características fluirán espontáneamente de su propia fidelidad a su cometido como heraldo, de la naturaleza tremendamente seria del mensaje que tiene que proclamar y de la penosa condición de sus oyentes, abocados hacia la perdición. Sin embargo, siempre predicará a sabiendas que el resultado no depende de él, sino de Dios (1 Corintios 3:5–9). Predicará confiado en la potencia y veracidad de su mensaje, pero dependiente de la unción y el poder del Espíritu Santo.
La persona que responde al evangelio con arrepentimiento y fe nace de nuevo. Y esta regeneración es fruto tanto de la Palabra (Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23) como del Espíritu (Juan 3:5–6). Es así, por supuesto, porque el Espíritu y la Palabra son inseparables: el Espíritu es el autor supremo de la Palabra y la Palabra es la voz autorizada del Espíritu. Así, el predicador fiel debe recordar siempre que no bastan las palabras humanas, aunque éstas sean fieles a la Palabra, sino que el evangelio ha de ser proclamado no solamente en palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo (v. 5).
En este sentido, la autenticidad de la conversión depende, al menos en parte, de la fidelidad, entrega y unción de la persona que comunica el evangelio. Una predicación que no es más que palabras suele producir «conversiones» que no son más que buenas intenciones y fugaces compromisos mentales. Las conversiones claras y contundentes que producen vidas realmente transformadas suelen ser el fruto de predicaciones llevadas a cabo en dependencia del Espíritu de Dios y con mucha oración.
5. La conversión auténtica se ve en la vida transformada de la persona convertida (vs. 3, 6)
¿Cómo saber, pues, si alguien se ha convertido de verdad? La respuesta bíblica está clara: Por sus frutos los conoceréis (Mateo 7:16, 20). Aunque en primera instancia estas palabras se refieren a los verdaderos y falsos profetas, la extensión de este principio a todos los convertidos se hace patente en otros textos bíblicos (Mateo 12:32–33; Lucas 6:44–45), como también en este mismo capítulo. Aquí Pablo señala que los que creen de verdad el mensaje del evangelio empiezan acto seguido a imitar el estilo de vida de los mensajeros y, sobre todo, del supremo Mensajero, nuestro Señor Jesucristo (v. 6). Para parafrasear un bien conocido texto, el que dice que está en Cristo y pertenece a la iglesia de Dios debe andar como él anduvo (1 Juan 2:6). La conversión auténtica produce cambios en la vida, cambios que Pablo describe como vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la firmeza de vuestra esperanza (v. 3). Sin estas obras, fruto de la salvación, la conversión de alguien es más que cuestionable.
6. La conversión auténtica despierta el antagonismo del mundo (v. 6)
Un aspecto de la imitación de Cristo y de los apóstoles que Pablo menciona explícitamente es la imitación suya en medio de aquellas aflicciones y persecuciones que son la consecuencia normal de la conversión: vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, habiendo recibido la palabra, en medio de mucha tribulación, con el gozo del Espíritu Santo (v. 6).
El propio Señor Jesucristo advirtió a sus discípulos en numerosas ocasiones acerca de la persecución que les esperaba si se mantenían fieles a su compromiso con él. Por ejemplo:
Seréis odiados de todos por causa de mi nombre … Un discípulo no está por encima del maestro, ni un siervo por encima de su señor. Le basta al discípulo llegar a ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al dueño de la casa lo han llamado Beelzebú, ¡cuánto más a los de su casa! (Mateo 10:22–25).
Si el mundo os odia, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia (Juan 15:18–19).
La persona que se convierte tiene que estar dispuesta a sufrir las consecuencias: la pérdida de ciertas amistades, la burla y la descalificación, el ostracismo y las falsas acusaciones. Este precio es la secuela casi ineludible de la verdadera conversión:
Tú has seguido mi enseñanza, … perseverancia, persecuciones, sufrimientos, como los que me acaecieron en Antioquía, en Iconio y en Listra. ¡Qué persecuciones sufrí!… Y en verdad, todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos (2 Timoteo 3:10–12).
7. La persona verdaderamente convertida viene a ser ejemplo para los demás (vs. 6 y 7)
Muchas veces la persecución viene cuando la presencia de una persona convertida pone incómodos a sus compañeros. A lo mejor antes de su conversión participaba con los demás en contar chistes verdes, en tener conversaciones morbosas acerca de las mujeres, en cometer pequeños hurtos y engaños en la empresa y en rebelarse contra la autoridad de los jefes. Pero ahora se porta de una manera complaciente, leal y diligente con la empresa, y se distancia del comportamiento de sus compañeros. Ellos lo toman mal, como si fuera una falta de solidaridad o una manera sutil de reprenderles. De ahí que tenga que soportar sus insultos, su desprecio y su oposición.
Pero la vida del cristiano no provocará reacciones solamente negativas. En otros compañeros, quizás pocos, tendrá el efecto contrario. Con el tiempo llegarán a apreciar la nobleza, la honradez y la fiabilidad de la persona convertida. Le buscarán en momentos de aflicción o perplejidad. El testimonio de su vida transformada será utilizada por el Señor para reforzar su testimonio hablado acerca del evangelio. Muchas personas que nunca entrarían en una iglesia para escuchar un sermón quedarán impresionadas por el «sermón vivido» de una vida auténticamente convertida.
8. Una persona verdaderamente convertida querrá compartir el evangelio con otros (v. 8)
Además de un testimonio vivido, la persona convertida practica el testimonio hablado. No lo hace de una manera forzada, como un pesado deber religioso, sino por amor a la verdad y por amor al Señor. Es así porque el mismo Espíritu Santo que nos sella en el momento de nuestra conversión es el que nos capacita para dar testimonio acerca de Jesucristo.
9. La conversión auténtica conduce a una vida en la que servimos a Dios y esperamos ansiosamente el retorno de Cristo (vs. 9–10)
Éstas son las dos marcas con las que Pablo concluye sus reflexiones sobre la conversión. Juntas establecen la actitud correcta de la persona convertida hacia su vida presente y hacia su futuro. La persona convertida recibe una viva esperanza de cara al futuro: espera con entusiasmo y con amor el retorno de su Señor y la plenitud de su salvación. Mientras tanto se entrega de corazón a la causa de Cristo y a la edificación del pueblo de Dios.
10. Una conversión auténtica es la única preparación adecuada de cara a la ira venidera (v. 10)
Finalmente, recordemos la nota sobria con la que el apóstol concluye el capítulo. Llega irremisiblemente el Día de la Ira en que Jesucristo juzgará a vivos y a muertos. Para los que no se han convertido será un día de espanto. Para los convertidos, en cambio, será la portada de entrada a su reino y su gloria (2:12).
Éstas, pues, son las implicaciones de la conversión que, de una manera espontánea y sin dogmatismo, el apóstol Pablo ha dejado entrever en este capítulo:
Por medio del ejemplo de los tesalonicenses, Pablo nos ha enseñado un modelo de conversión que es invariable. Cierto, habrá diferentes formas de idolatría de las que la gente tendrá que volverse y diferentes maneras en las que darán cauce a su servicio a Dios; pero la ruptura con respecto al pasado será siempre decisiva, la experiencia del presente será libertadora y la mirada hacia el futuro será expectante. Y sin este «volverse, servir y esperar» difícilmente puedes pretender haber sido convertido.
En resumidas cuentas, pues, podemos decir que la persona verdaderamente convertida se caracteriza:
1. Por su amor a Dios: se convierte desde la impiedad en un «hombre (o una mujer) de Dios».
2. Por su integración en la «iglesia en Dios»: se siente fuertemente identificado con los demás convertidos, a los que acepta, ama y sirve como verdaderos hermanos entrañables (a la vez puede sentir profunda angustia en la medida en que una asamblea que profesa ser iglesia en Dios se va alejando del Señor y convirtiéndose en una mera institución humana).
3. Por su repudio del egocentrismo, del materialismo, del hedonismo, de la carnalidad y de todos los valores mezquinos y comportamientos malos que ve a su alrededor.
4. Por su vivencia recta, honrada, noble, generosa, sensible, bondadosa, amable y compasiva; por su gozo en el Espíritu Santo.
5. Por el hambre con la que recibe la Palabra y sigue deseándola.
6. Por el respeto y amor que muestra hacia los que le han predicado el evangelio, respeto que se manifiesta en la imitación de sus vidas.
7. Por la coherencia de su testimonio vivido y hablado ante los inconversos.
8. Por la ejemplaridad de su vida ante sus hermanos en Cristo.
9. Por su entrega sacrificada al servicio de Dios, a la obra del Señor y a la preocupación por los demás.
10. Y por su viva esperanza en el retorno del Señor.