SERVICIO Y ESPERANZA | 1 Tesalonicenses 1:9-10a | David Burt
SERVICIO Y ESPERANZA
1 TESALONICENSES 1:9–10a
¿Cómo, pues, es la vida de una persona convertida? Hemos visto que adquiere una dirección radicalmente nueva: ya no vive para los ídolos, ni para ninguna filosofía o ideología ajena a la realidad de Dios, sino que se ha vuelto hacia su Creador. Antes vivía para sí; ahora vive para cumplir la voluntad de Dios. Antes buscaba en el mundo su orientación ideológica; ahora la busca en la Palabra de Dios. Antes estaba desorientada e iba desembocada hacia una perdición eterna; ahora es una nueva creación en Cristo.
Pero ¿cuáles son las características prácticas de esta nueva vida? Pablo centra nuestra atención en dos: el servicio y la esperanza. Los tesalonicenses se habían convertido a fin de:
1. Servir al Dios vivo y verdadero.
2. Esperar de los cielos a su Hijo.
Son dos marcas fundamentales de la vida de toda persona auténticamente convertida. Son, además, dos características complementarias ninguna de las cuales sería completa sin la otra. Quizás nos sorprenda encontrarlas juntas, porque el servicio sugiere actividad, mientras que la espera sugiere pasividad. Pero ni nuestro servicio debe ser sin esperanza, ni nuestra espera debe ser sin esfuerzo. Mientras estamos aún en esta vida terrenal, nos toca vivir una vida de servicio que en algunos momentos resultará ardua e ingrata; pero nos sostiene la viva esperanza de la gloria venidera. A la vez, la vida cristiana es una larga espera hasta que llegue el cumplimiento de las promesas divinas; pero esta espera no es un tiempo perdido, sino un período fructífero; no pasamos la vida con los brazos cruzados a la espera del retorno del Señor, sino que nos entregamos gozosamente a su servicio para que, cuando venga, nos encuentre activos en su causa:
«Servir» es ser activo para Cristo en la tierra, mientras que «esperar» es aguardar la venida de Cristo desde el cielo. Sin embargo, estas dos ideas no son incompatibles. Más bien, cada una sirve para equilibrar la otra. Por una parte, no importa lo duro que trabajemos y sirvamos, hay límites a lo que podemos lograr. Sólo podemos mejorar la sociedad; no podemos perfeccionarla. Nunca podremos construir una utopía en la tierra. Para ella tendremos que esperar hasta que Cristo regrese. Sólo entonces él asegurará el triunfo final del reino de la justicia y la paz de Dios. Por otra parte, aunque debemos aguardar con esperanza el retorno de Cristo, no tenemos derecho a esperarlo con pereza, … indiferentes a las necesidades del mundo que nos rodea. En vez de eso, debemos trabajar mientras esperamos, porque somos llamados a servir al Dios vivo y verdadero 1.
SERVICIO
En el Antiguo Testamento, el concepto de «servicio» y el de «adoración» son inseparables. Por ejemplo, cuando Israel sale de Egipto en el éxodo para constituirse en pueblo de Dios, lo hace con el fin de «servirle», lo cual viene a significar «adorarle»: Israel es mi hijo, mi primogénito; y te he dicho: «Deja ir a mi hijo para que me sirva» (Éxodo 4:22–23). Son bien conocidas las palabras de Deuteronomio citadas por Jesús en las tentaciones: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él servirás (Mateo 4:10; cf. Deuteronomio 6:13). Constituyen un claro paralelismo poético, en el cual los dos conceptos son prácticamente intercambiables. Por eso mismo, el culto a Dios llegó a ser entendido como «servicio». A este respecto, recordemos que los sacerdotes de Israel «servían en el tabernáculo» (Hebreos 13:10). Por lo tanto, no nos sorprende que el apóstol Pablo, después de establecer que la conversión significa dejar el culto a los ídolos para adorar al Dios vivo, luego añada una frase matizando que la verdadera adoración comporta servir a Dios.
Sin embargo, el verbo que escoge emplear no procede del ámbito religioso, sino de la vida doméstica. No es el verbo utilizado para referirse al servicio de los sacerdotes en el templo (como en la cita de Hebreos), sino uno que significa servir como esclavo 2: en griego la palabra esclavo es doulos; el verbo empleado por Pablo es douleuein. Por lo tanto, el apóstol no está hablando (al menos en primer lugar) acerca del servicio cultual y de nuestra participación en la alabanza de la iglesia, sino acerca de nuestra entrega al servicio de Dios en la vida cotidiana.
Otros dioses quizás se conformen con que los sirvas sólo por medio de actos religiosos llevados a cabo en templos especiales durante ciertas horas de la semana. Pero el Dios vivo y verdadero se merece un servicio que se extiende más allá de horarios limitados y edificios especialmente designados, para ocupar todo lugar y todo momento. El creyente sirve a su Señor no sólo en la iglesia, sino también en el hogar, en el lugar de trabajo y en el lugar de estudios. Está disponible no sólo durante las horas de culto, sino a lo largo de las veinticuatro horas del día. Le debe a su Señor la entrega total e ilimitada de un auténtico esclavo.
En esto no hace más que seguir en los pasos de Jesucristo mismo, quien tomó forma de esclavo (Filipenses 2:7), no vino para ser servido, sino para servir (Mateo 20:28; Marcos 10:45) y vivió entre nosotros como el que sirve (Lucas 22:27).
En otras palabras, el término empleado por Pablo no pretende disfrazar el carácter duro y difícil del trabajo que el creyente es llamado a realizar ni la entrega total y absoluta que su servicio requiere. El creyente ha recibido el cometido de dar testimonio fiel del evangelio, aun ante el antagonismo y la burla del mundo, en cualquier momento en que se le presente la ocasión. Tiene la responsabilidad de ofrecerse sacrificadamente por los demás procurando vivir una vida de buenas obras. Tanto sus obligaciones evangelísticas como su abnegación son costosas. Sin ir más lejos, recordemos lo que el servicio de Dios significó para Pablo: muchos momentos de sufrimiento, cansancio, desaliento y persecución (2:2), y eso de día y de noche (2:9).
El hecho es que nadie se ha convertido a Dios, ni ha empezado a adorar verdaderamente a Dios, si no se ha sometido a la autoridad de Dios sobre su vida. La adoración y el servicio deben ir siempre cogidos de la mano. Son las dos caras de una misma moneda: el reconocimiento de que Dios es Dios (Salmo 100:3). Así pues, cualquier expresión verbal de adoración que no brote de una vida consagrada al servicio de Dios es puro teatro y palabrería vacía. Pretender alabar a Dios en el culto dominical y no vivir para servirle durante el resto de la semana es una aberración y un engaño. Volverse al Dios vivo y verdadero es reorientar la vida hacia aquel que es nuestro legítimo Señor y Dueño. Por precio hemos sido comprados, por lo cual ya no somos nuestros, sino que pertenecemos a nuestro Redentor y vivimos para glorificar a Dios en nuestro cuerpo (1 Corintios 6:19–20), presentándoselo como sacrificio vivo, sirviéndole a él y evitando toda otra forma de esclavitud (1 Corintios 7:23; Romanos 12:1). Convertirnos es colocarnos bajo el señorío de Cristo. Es reconocer la legitimidad de sus derechos soberanos sobre nosotros, acatar en todo su autoridad y vivir en lo sucesivo para hacer su voluntad. Él es nuestro amo y nosotros sus esclavos.
Eso hace surgir la pregunta: si el servicio de Dios es tan duro, ¿para qué convertirnos? ¿Para qué asumir la condición de esclavos? La respuesta se encuentra en los adjetivos que Pablo emplea para describir a Dios: vivo y verdadero. Si nos entregamos como siervos suyos no es porque seamos masoquistas, sino porque somos realistas. La alternativa a servir al Dios vivo y verdadero es servir a alguna clase de ídolo impotente y falso. Todo ser humano está entregado a algún amo (2 Pedro 2:19). Nadie está exento de alguna forma de esclavitud. Ya se trate de una religión formal o de una ideología mundana, de una filosofía rigurosamente elaborada o de un surtido ecléctico de ideas recogidas del ambiente social, de un estilo de vida estoico y austero o de un hedonismo desenfrenado, el gran asunto de la vida no es el de elegir entre ser esclavos o libres, sino entre ser los siervos de un amo legítimo o falso 3. Por eso, Pablo nos recuerda que el Dios al que nos hemos convertido es el Dios vivo y verdadero.
Dios es «vivo» no solamente porque existe de verdad, sino también porque actúa enérgicamente en el mundo (cf. Hechos 14:15). De hecho, él es la fuerza motriz detrás del universo. Lo ha creado y lo sostiene. Todo es suyo. Sin él, nada de lo que existe existiría (Juan 1:3) ni podría seguir existiendo. Por contraste, los ídolos son seres impotentes que no actúan ni hablan (1 Corintios 12:2), ni pueden hacer nada para salvar y sostener a sus seguidores (Salmo 96:5; 115:4–8; 135:15–18). Y no hacen nada porque no son nada. Sabemos que un ídolo no es nada en el mundo, y que no hay Dios, sino uno (1 Corintios 8:4; cf. Gálatas 4:8). Los demás dioses pertenecen al mundo de la mentira y la irrealidad.
Dios es «verdadero» en muchos sentidos: él es la verdad, todo lo que dice es veraz, él es leal y fiel a su palabra, plenamente fiable en sus promesas, etc. Pero la palabra empleada aquí por Pablo significa verdadero en el sentido de auténtico o genuino, en contraste con los ídolos que no son reales, sino meras falsificaciones de Dios. Lo insensato no es entregarnos al servicio del único Dios genuino aunque sea arduo, sino entregarnos al servicio, quizás más benigno o más compatible con nuestros apetitos carnales, de ídolos que no son reales, de filosofías fundadas sobre premisas falsas o de ideologías que no son más que sueños utópicos.
A esto debemos añadir, por supuesto, que el amo al que nos entregamos al convertirnos no es otro sino nuestro Creador. Como tal, nos conoce a la perfección y sabe darnos aquel trabajo a llevar a cabo que más nos puede satisfacer y realizar. En este sentido, el servicio de Dios conduce a una experiencia de auténtica libertad (Romanos 6:15–23), en la que descubrimos que nuestra condición no es la de un esclavo oprimido, sino de un amigo comprendido, amado y honrado (ver Juan 15:15).
Así pues, la conversión conduce necesariamente a una vida de servicio. Las Escrituras no saben nada de una «conversión» con el solo fin de «salvarse» 4. Uno no puede volverse al Dios verdadero sin relacionarse con él tal y como es: Creador, Señor y Dueño. Si alguien profesa ser convertido pero no vive para servir a Dios, está viviendo un engaño y un contrasentido. Desde el día de nuestra conversión, este lema está escrito sobre nuestras vidas: A Cristo el Señor servís (Colosenses 3:24).
ESPERANZA
El servicio de Dios no es, sin embargo, la única meta de la vida del creyente. Algunos se entregan al ministerio cristiano esperando encontrar en él la realización de su potencial humano y, por tanto, su plena satisfacción. Suelen acabar desilusionados, porque nuestra plena satisfacción no pertenece a esta vida, sino al más allá. Además de ser llamado a servir a Dios, el creyente es llamado a esperar. Aún no ha llegado el momento de entrar plenamente en su herencia, sino que aguarda el cumplimiento de las promesas de Dios: En esperanza hemos sido salvos; … si esperamos lo que no vemos, con perseverancia lo aguardamos (Romanos 8:24–25).
Aquí hace acto de presencia por primera vez aquel tema que servirá como el estribillo unifícador de toda la epístola: la segunda venida de Cristo, trayendo consigo juicio para los incrédulos y salvación para los convertidos. Ésta es la esperanza de toda persona convertida.
No es cuestión, sin embargo, de ocupar este compás de espera con los brazos cruzados, y eso por al menos dos razones: en primer lugar, como acabamos de ver, porque el período interino debe ser llenado con un fructífero servicio a Dios; y, en segundo lugar, porque el verbo empleado por Pablo (que sólo aparece aquí en todo el Nuevo Testamento) no significa meramente aguantar hasta el día venidero, sino aguardarlo con esperanza viva y con confianza perseverante (Romanos 8:25). La fuerza del verbo es la de esperar con ansia 5, es decir, de anhelar y amar la venida del Señor (2 Timoteo 4:8). Y sólo la aguarda así la persona que no tiene de qué avergonzarse en su venida; es decir, la persona que vive sirviendo fielmente a Dios.
La conversión nos introduce, pues, en una vida de servicio esforzado; pero también en la viva expectación del retorno triunfal del Señor Jesucristo. Esta esperanza debe sostener nuestro servicio y proveernos de ánimo en momentos de desaliento. La esperanza de la venida de Cristo forma una parte integral de nuestra conversión 6. La conversión a Dios desde los ídolos nos infunde un nuevo anhelo: He aquí vengo pronto … El Espíritu y la esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven … Amén. Ven, Señor Jesús (Apocalipsis 22:7, 17, 20).
Hacemos bien, por tanto, en preguntarnos si esta esperanza está viva en nosotros. Constantemente el Nuevo Testamento nos exhorta a que aguardemos adecuadamente la venida del Señor, sabiendo que puede aparecer en cualquier momento. Cada nueva generación de creyentes es llamada a revivir esta misma esperanza, pensando que Jesús quizás vuelva durante su vida:
Sed semejantes a hombres que esperan a su señor (Lucas 12:36).
De [los cielos] ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo (Filipenses 3:20).
… aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús (Tito 2:13).
Aparecerá por segunda vez … para salvación de los que ansiosamente le esperan (Hebreos 9:28).
Por tanto, hermanos, sed pacientes hasta la venida del Señor, … porque la venida del Señor está cerca (Santiago 5:7–8).
Conservaos en el amor de Dios, esperando ansiosamente la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna (Judas 21).
En resumidas cuentas, pues, según estas frases la experiencia de los tesalonicenses tiene tres aspectos: volverse, servir y esperar. Y estos tres corresponden, sin duda, a las tres frases del versículo 3, mediante las cuales el apóstol expresaba su gratitud ante Dios por la conversión de los tesalonicenses: volverse corresponde a la obra de vuestra fe; servir corresponde al trabajo de vuestro amor; y esperar corresponde a la perseverancia de vuestra esperanza. Así, Pablo redondea el párrafo sobre la conversión (1:2–10), concluyendo allí donde había empezado, señalando la suprema importancia en la vida del creyente de estas tres marcas: la fe, el amor y la esperanza; o sea, la conversión, el servicio y la espera.