VOLVERSE A DIOS DESDE LOS ÍDOLOS | 1 Tesalonicenses 1:9 | David Burt
VOLVERSE A DIOS DESDE LOS ÍDOLOS
1 TESALONICENSES 1:9
En el versículo 9, el tema sigue siendo el mismo de los versículos 7 y 8: el revuelo que está causando en todas partes la noticia de que los tesalonicenses han abrazado la fe cristiana. En toda Macedonia y Acaya, y en otros muchos lugares 1, la gente está comentando lo que ha pasado en Tesalónica. Tienen por delante el ejemplo vivo de aquellos nuevos creyentes cuyas vidas han sido transformadas por el evangelio (v. 5). Han podido comprobar su entereza y su perseverancia, y cómo siguen gozosos en su nuevo camino aun a pesar de mucha oposición y tribulación, viviendo vidas ejemplares de acuerdo con el nuevo estilo de vida practicado por los misioneros (vs. 6 y 7). Como consecuencia, se han interesado por aquel evangelio que efectúa cambios tan dramáticos en la gente y, al enterarse de su mensaje de arrepentimiento y de salvación, algunos de ellos han abrazado la nueva fe (v. 8). De repente, parece que la ardua tarea de llevar el evangelio a Europa se ha vuelto algo más fácil. Ahora los misioneros descubren que, allí donde van, ya existe cierta expectación y una actitud positiva hacia el evangelio a causa del impacto del testimonio de los tesalonicenses (v. 8b).
Pero ahora, en el versículo 9, Pablo expresa aquel impacto en términos de la «conversión». Al explorar en más detalle lo que la gente está diciendo 2 acerca de los tesalonicenses, el apóstol hace que aquel tema que ha estado latente en todo el capítulo se haga ahora explícito: la conversión de los tesalonicenses y las consecuencias prácticas que ésta ha traído a sus vidas.
LA BUENA RECEPCIÓN QUE TUVIERON LOS MISIONEROS (v. 9a)
Sin embargo, antes de hablar de cómo los tesalonicenses dieron buena acogida al mensaje y cómo éste produjo en ellos el efecto de la conversión, Pablo hace mención del recibimiento que dieron a los mensajeros: pues ellos mismos cuentan acerca de nosotros, de la buena acogida que tuvimos por parte de vosotros. Por segunda vez en el espacio de unos pocos versículos, el apóstol parece anteponer lo humano a lo divino. Pero, como en el caso del versículo 6 (vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor) lo hace no porque lo humano sea para él lo más importante, sino sencillamente porque respeta el orden histórico de los acontecimientos: si los tesalonicenses no hubieran recibido bien a los misioneros, nunca habrían dado cabida al evangelio.
Puesto que los portavoces de Dios que llevan su verdad no sólo la proclaman con sus labios, sino que también la viven y la encarnan (v. 5b), y puesto que los que se convierten no sólo suscriben el evangelio con su mente, sino que también imitan el estilo de vida de los que lo llevan (v. 6), sigue lógicamente que no se puede dar la bienvenida al mensaje de Dios sin abrazar también al mensajero. Contrariamente, no se puede rechazar al mensajero sin rechazar también las buenas nuevas de salvación y sin despreciar, finalmente, a aquel Dios en cuyo nombre el mensajero habla. Lo queramos o no, el afecto, la amabilidad y la consideración (o el desprecio y la falta de consideración) con los cuales recibimos al evangelista, van íntimamente asociados a la respuesta final que damos al evangelio. Dios ha tenido a bien envolver el tesoro de su evangelio en pobres envolturas humanas. Algunos, por despreciar la envoltura, pierden el tesoro.
Pero no así los tesalonicenses. No sólo han imitado el estilo de vida de los que les llevaron el evangelio, sino que los honran en su testimonio. Habríamos esperado que Pablo dijese: Pues ellos mismos cuentan acerca de vosotros la buena recepción que nos disteis; pero su énfasis recae sobre los comentarios positivos que la gente hace acerca de los misioneros gracias al testimonio de los tesalonicenses. En todas partes se está comentando la manera en que los misioneros habían sido recibidos.
O, más exactamente, se está comentando la entrada de los misioneros entre los tesalonicenses. Se trata del mismo vocablo traducido como visita en el 2:1. En Hechos 13:24 se refiere a la primera venida («entrada» en este mundo) de Jesucristo; en Hebreos 10:19, a nuestro derecho de entrada en el lugar santísimo por la sangre de Jesús; y en 2 Pedro 1:11 a nuestra entrada en el reino eterno. No se trata, pues, de una visita somera o de una estancia sin importancia, sino de una visita legítima con consecuencias significativas. De hecho es una palabra que admite dos acepciones: puede referirse aquí a la manera en que los misioneros entraron entre los tesalonicenses a la manera en que fueron recibidos por éstos (nuestra traducción opta por esta segunda lectura) 3. Quizás lo más adecuado sea dar espacio a los dos matices: la gente —dice el apóstol— está hablando acerca del éxito de nuestro ministerio entre vosotros y también acerca de la buena acogida que tuvimos por parte vuestra. Así, la frase abraza todo lo que ocurrió durante la estancia de los misioneros en Tesalónica: su ministerio en la sinagoga y entre los gentiles; su alojamiento en casa de Jasón y su expulsión a manos de los judíos; y la entrañable acogida que los nuevos creyentes les dieron en sus corazones y en sus hogares. De hecho, se refiere a todo lo que Pablo ya ha comentado acerca de esta visita en el versículo 5 y a todo lo que está a punto de comentar en el 2:1–12.
Aquí conviene recordar que probablemente los enemigos del evangelio estaban intentando subvertir a los nuevos creyentes insinuando que la «entrada» de los misioneros entre ellos había sido interesada y vergonzosa. Nada de eso, dice el apóstol. Vosotros mismos sabéis cómo fue (2:1) y, por si acaso lo habéis olvidado o estáis en peligro de olvidarlo, allí están muchos testigos de todas partes que dan fe del carácter santo y poderoso de nuestra visita. Tanto nuestra manera de obrar entre vosotros como vuestra manera de recibirnos ya es noticia pública.
EL REPUDIO DE LOS ÍDOLOS (v. 9b)
Sin embargo, lo principal que la gente está comentando es el hecho de la conversión de los tesalonicenses: ellos mismos cuentan … cómo os convertisteis de los ídolos a Dios. Lo que llama la atención a la gente es el profundo cambio que se ha efectuado en la vida de los tesalonicenses, un cambio que ha empezado en lo interno, pero que se manifiesta públicamente en su nueva forma de vivir.
De entre los diferentes vocablos empleados en el Nuevo Testamento para referirse a la conversión, el verbo escogido aquí por Pablo (epistrephö) quizás sea el más común. Su significado básico es volverse o cambiar de rumbo. La persona que se convierte va encaminada en cierta dirección pero, al convertirse, da media vuelta y cambia la orientación de su vida. La conversión, pues, supone el rechazo del estilo de vida anterior y la adopción de una vida nueva. Siempre implica el repudio de una cosa y el abrazo de otra. Siempre es un apartarse de algo y un volverse hacia algo.
En el caso de los tesalonicenses, la conversión significó el repudio de la idolatría y la asunción de una vida de servicio a Dios. Se volvieron desde los ídolos hacia Dios. O, para seguir más exactamente el texto original, hacia Dios desde los ídolos. El orden quizás no carezca de importancia: podría sugerir que la conversión de los tesalonicenses no se debió a una desilusión con los ídolos, sino que abandonaron a los ídolos al descubrir la gloriosa realidad de Dios en el evangelio de Jesucristo 4.
El uso del artículo definido (los ídolos) sugiere que para Pablo todo objeto de culto que no sea el Dios verdadero pertenece a la misma clase o categoría: la idolatría. En materia religiosa, sólo hay dos opciones: o adoras y sirves al Dios verdadero; o estás entregado a alguna forma de idolatría. De la misma manera que Pablo coloca toda filosofía o ideología que no sea el evangelio de Cristo bajo el epígrafe «necedad» (Romanos 1:21–22), así también sigue el ejemplo de los profetas y califica a todos los dioses que no sean el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo como simples «vanidades» (cf. el texto paralelo de Hechos 14:15). En este sentido, Pablo y los demás apóstoles nunca hacían concesiones ecuménicas ni aprobaban ninguna vía de espiritualidad que no fuera el evangelio; porque, para ellos, aquellos «dioses que no son dioses» (1 Corintios 8:4–6), ya fueran necias fabricaciones humanas o, en el peor de los casos, poderes demoníacos que se hacían pasar por dioses (1 Corintios 10:20), siempre escondían sistemas de valores antagónicos a la verdad del Dios vivo.
De hecho, Pablo no dice nada explícito acerca de este colectivo de los ídolos, excepto por vía de contraste: es de suponer que, si Dios es vivo y verdadero (v. 9b), los ídolos son impotentes y falsos. Sin embargo, aunque todos los tesalonicenses se han vuelto de alguna forma del mismo mal (la idolatría), sin duda el carácter exacto de los ídolos puede haber variado de caso en caso. Las investigaciones arqueológicas revelan que en Tesalónica existía una pluralidad de cultos 5. En primer lugar estaban los dioses ancestrales de Grecia y Roma, cuya morada tradicional, el monte Olimpo, se encontraba a menos de ochenta kilómetros de la ciudad. Es cierto que su influencia, otrora omnipresente, estaba ya un tanto mermada a causa de los nuevos aires religiosos que soplaban desde Oriente; pero seguían siendo los dioses oficiales de la población, reconocidos por las autoridades y honrados en todas las ceremonias cívicas. Entre los macedonios, siempre había predominado el culto a Dionisio, que, además de caracterizarse por el desenfreno, la borrachera y la orgía, en aquella época había venido a asociarse con diversas prácticas místicas, ritos de iniciación, celebraciones nocturnas y expectativas del más allá. Luego, sobre este fundamento tradicional, se habían ido añadiendo nuevos estratos religiosos, gracias al cosmopolitismo de los imperios helénico y romano: cultos, ritos e ideologías procedentes de Oriente y de Egipto. Por ejemplo, en Tesalónica se han encontrado las ruinas del Serapeión, en el que se celebraba diariamente el culto a los dioses egipcios Isis, Osiris y Serapis. A todo esto, no debemos olvidar que en aquel entonces circulaban grupos ambulantes de filósofos, como los maestros neopitagóricos, epicúreos y estoicos. La impresión que a estas alturas recibimos de las costumbres religiosas de la ciudad indica que aquéllos fueron tiempos de gran tolerancia y pluralismo en los que la gente solía crear sus propias religiones ò la carte, disfrutando eclécticamente de los aspectos atrayentes de cada ideología y haciendo maridajes extraños entre filosofías diversas.
Es probable, pues, que los cristianos de Tesalónica hubieran bebido de diversas fuentes religiosas antes de su conversión al Dios vivo. Muchos de ellos (ésta es la impresión que deja nuestro versículo) se habían convertido directamente de alguna forma de paganismo al cristianismo. Otros (los prosélitos de Hechos 17:4) habían hecho la transición en dos fases, primero abrazando el monoteísmo de la sinagoga y luego descubriendo al Dios vivo en la persona de Jesucristo. Pero todos ellos, ya fueran convertidos de un día para otro o ya a lo largo de más tiempo, habían tenido que repudiar su vieja idolatría.
¿Qué habrá implicado para ellos esta conversión? La pregunta es importante por lo que puede contener de implicaciones para nosotros. Seguramente, muy pocos hemos practicado una idolatría tan burda como el paganismo de los tesalonicenses; pero, sin duda alguna, nuestra conversión también ha significado el tener que «dejar atrás» cierto estilo de vida no demasiado alejada de la de ellos.
1. La conversión supone la ruptura formal con todo tipo de culto a otros dioses
El significado más elemental de esta frase consiste en que los tesalonicenses, que antes frecuentaban los templos paganos y rendían culto a diversos ídolos, ahora se reúnen con el pueblo del Dios verdadero para rendirle culto sólo a él.
¡Lástima que, aun en este nivel tan básico, la evangelización practicada por la iglesia no siempre ha perseguido esta meta! Basta con echar un vistazo a las formas populares que toma la piedad «cristiana» de los pueblos de habla española para darnos cuenta de hasta qué punto se ha permitido que la gente sea incorporada en la iglesia sin dejar sus prácticas idolátricas, muchas veces con el beneplácito de las autoridades eclesiásticas. Muchas de las fiestas del calendario religioso no son más que fiestas paganas disfrazadas con ropajes cristianos. Muchos de los poderes supuestamente ostentados por los santos católicos eran antiguamente prerrogativas de los ídolos. Muchas de las supersticiones paganas de antaño han sido admitidas bajo otro nombre dentro de la cristiandad. Pero permitir que el pueblo siga con sus viejas prácticas cambiando el nombre de los ídolos por santos y llamándose cristiano por el solo hecho de someterse al bautismo en agua bendita, decididamente no es lo que las Escrituras entienden por «conversión». La conversión bíblica supone una ruptura radical con los ídolos, no el terrible eclecticismo que pretende dar espacio a los dioses ancestrales en los mismos altares del Dios de los cielos. Esto último es lo que la Biblia llama «fornicación» espiritual. Es la vieja aberración practicada por Israel en el desierto y consagrada por Jeroboam después de la división de los reinos: la de adorar a «Jehová» bajo la imagen de un becerro de oro; la de imitar las prácticas de vecinos paganos, pero con formas cristianizadas; la de reducir la gloria del Dios vivo y verdadero al pobre nivel de un «primus inter pares» en el panteón de las divinidades. No nos quepa la menor duda: mucho de lo que se practica en el cristianismo mundial no es más que el viejo paganismo disfrazado con ropas cristianas. Durante siglos se ha admitido que la gente «se convierte al Dios vivo» sin «convertirse de sus ídolos»; lo cual, de hecho, es una imposibilidad. En realidad, sencillamente no se han convertido.
La verdadera conversión supone la ruptura radical con los ídolos, ya tomen éstos la forma de estatuas esculpidas, de culto a los antepasados, de espíritus familiares o de imágenes de santos. Tales cosas no tienen cabida en ningún hogar creyente. No se puede entrar en el reino de Dios arrastrando tras sí todo el bagaje de la vieja vida religiosa. La actitud de los misioneros hacia el politeísmo de Tesalónica no fue tolerante y complaciente, sino radicalmente hostil. No aprovecharon el eclecticismo de la ciudad intentando lograr un espacio para Cristo entre las muchas divinidades reconocidas, sino que afirmaron la unicidad del Dios vivo y verdadero y la total falsedad de los ídolos; y exigieron de sus seguidores una ruptura total con su pasado pagano. Tal es el antagonismo entre la verdad de Dios y la mentira de los ídolos que de ninguna manera puede haber componendas entre ellas (1 Corintios 10:14–22; 2 Corintios 6:16–17). Volverse a Dios es dar la espalda a todo otro objeto de adoración. Seguir de alguna manera en compañía de los ídolos es no haberse convertido a Dios.
La primera evidencia, pues, de que los tesalonicenses se han convertido al Dios vivo consiste en que han dejado de participar en los cultos idolátricos. Pero, por supuesto, su conversión no se limita a eso. La frase volveros a Dios desde los ídolos podría dar la impresión de que la conversión no supone más que dejar de frecuentar el Serapeión o el templo de Dionisio y empezar a asistir a los cultos cristianos; o dejar de orar a Zeus o a Osiris y empezar a orar a Jehová. Pero la auténtica conversión es mucho más profunda que un mero cambio de nombre o de edificio, o aun de religión. La conversión debe tocar cada parte de nuestra naturaleza humana …
2. La conversión involucra las emociones, pero no debe ser confundida con la sola emoción
La conversión toca inevitablemente nuestra vida emocional. Con frecuencia es una experiencia traumática que nos afecta en el nivel más profundo de nuestra sensibilidad. Pero no siempre es así. Precisamente porque muchos tenemos nuestras facultades emotivas endurecidas por el pecado, sólo es cuando el Espíritu Santo ha llevado a cabo en nosotros su labor de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (Ezequiel 11:19; 36:26) cuando somos capaces de volver a sentir adecuadamente las emociones de la conversión. Como consecuencia, se da el caso en algunas personas de que sólo es años después de su conversión cuando sienten con profundidad el dolor de su condición humana y el gozo de la salvación.
Por tanto, no debemos confundir la conversión con el emocionalismo. Desgraciadamente, es posible emocionarnos mucho ante el anuncio del evangelio sin jamás convertirnos, de la misma manera que es posible no sentir grandes emociones y, no obstante, volvernos verdaderamente a Dios. Sin embargo, debido a que dos de las palabras asociadas con la conversión (metanoeö y metamelomai) suelen ser traducidas como «arrepentirse» y a que el arrepentimiento suele asociarse con la fuerte emoción de lamentar y aborrecer acciones y pecados del pasado, para mucha gente la conversión se identifica con una experiencia abrumadora de pena, contrición y lágrimas. Frecuentemente es así. Debe ser así. A fin de cuentas, el evangelio desvela y denuncia nuestra condición pecaminosa. Hace aflorar nuestra miseria y mezquindad. Y ¿acaso puede alguien verdaderamente convencido de su pecado por el Espíritu de Dios quedar impasible ante su miseria espiritual y moral? Es normal, en tales condiciones, que sintamos el horror y la desesperación de nuestra inmundicia y que nos acongojemos ante nuestra pecaminosidad y mortalidad. Además, el evangelio comporta otras experiencias emocionales. Se centra en la obra redentora de Jesús. ¿Acaso podemos descubrir sin emoción que él murió en nuestro lugar y expió nuestro pecado? Y, por supuesto, el evangelio nos enseña cómo podemos ser perdonados y reconciliados con Dios. Es absolutamente normal, al sabernos aceptados por Dios en el Amado, que sintamos alivio, paz y un profundo gozo en el Espíritu Santo (v. 6).
La conversión, pues, suele ir acompañada por grandes emociones: tristeza, desesperación, alivio y gozo. Pero la esencia de la conversión no es la fuerza de nuestra emoción, sino el cambio de nuestra conducta. Es mucho más importante dar frutos dignos de arrepentimiento (Mateo 3:8) que «sentir emociones dignas de él». Está muy bien experimentar mucha pena por nuestros pecados, pero la conversión implica mucho más: nuestro repudio de la vida de pecado y nuestra entrega al camino de la santidad. A la persona convertida se la reconoce por su vida transformada más que por sus lágrimas.
3. La conversión involucra el intelecto: supone el abandono de una vieja manera de pensar, la renovación de la mente y la adquisición de la mente de Cristo.
La conversión opera también al nivel de nuestra mente. De hecho, es a la mente a la que el evangelio se dirige en primer lugar, por lo cual nuestro abrazo del evangelio implica grandes cambios en nuestra manera de pensar. El culto idolátrico no es sólo cuestión de arrodillarse delante de imágenes. Detrás de cada ídolo hay valores erróneos e ideas equivocadas. La conversión significa no sólo el abandono de ciertos dioses falsos, sino de aquel sistema de pensamiento que representan. Cada religión, ideología o filosofía tiene su propia cosmovisión, mentalidad o modo de entender la vida. La conversión significa el repudio de la vieja manera de pensar y la adquisición de una mente cristiana. Tal cambio no se logra en un día. Es cuestión, más bien, de toda una vida de meditación en la Palabra de Dios para que ésta llegue a informar y conformar nuestro pensamiento. El creyente debe aspirar con el tiempo a pensar los pensamientos de Dios, ver el mundo con perspectiva celestial y entenderla con aquella luz que sólo se consigue mediante la iluminación del Espíritu a través de la Palabra (Efesios 1:17–19). Pero, aunque la completa renovación de la mente sólo es el resultado de un largo proceso, éste comienza, o debe comenzar, en el momento de nuestra conversión. Convertirnos a Dios desde los ídolos es convertirnos de una mentalidad necia a la sabiduría de Dios. Significa una disconformidad con los criterios de la sociedad en la que vivimos y una renovación de nuestro entendimiento según los criterios de Dios, con la finalidad de llegar a una plena madurez intelectual en la que entendemos y comprobamos cuál sea su buena voluntad (Romanos 12:2).
4. La conversión involucra la voluntad: implica la renuncia de antiguas aspiraciones, ambiciones y prioridades, y la adquisición de nuevos valores y metas
Pero la conversión cristiana es mucho más que la adquisición de una nueva serie de ideas o que la experiencia de ciertas emociones. Afecta, ciertamente, la orientación de nuestra mente y de nuestra sensibilidad, pero también opera al nivel de nuestra voluntad. De hecho, el evangelio habla a nuestra mente, a nuestras emociones y, a través de ambas, a nuestra voluntad. La conversión es cuestión de dejar atrás las viejas prioridades y ambiciones de la vida y adquirir nuevas aspiraciones y metas. Es la sumisión de nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
En el caso concreto de los tesalonicenses, por ejemplo, la conversión a Dios desde los ídolos habrá significado el abandono de las aspiraciones materialistas de una ciudad comercial próspera 6, del gusto por las bacanales de Dionisio y la permisividad sexual de los dioses ancestrales, y de las ambiciones políticas de un centro jurisdiccional del Imperio Romano, para acumular tesoros en el cielo (Mateo 6:19–20) e involucrarse en la extensión y edificación del reino de Dios.
Pero estas consideraciones llegan al fondo de nuestra condición humana. Somos terriblemente egocéntricos. De entre los muchos ídolos a los que podemos haber rendido culto, el que siempre acapara nuestra mayor atención y adoración es el dios «yo». Vivimos para nosotros mismos 7. Nuestra carne determina nuestras prioridades, la gratificación de nuestros apetitos establece nuestros gustos, y nuestras metas en la vida están siempre al servicio de nuestros intereses y placeres personales. Siendo esclavos de la carne, lo somos también del mundo y del diablo, pues el mundo aplaude y alimenta nuestra sensualidad y el diablo se sirve de ella para cumplir en nosotros sus propósitos. Y, puesto que los ídolos son frecuentemente proyecciones de la carnalidad humana, el culto a los ídolos suele significar el desenfreno camal y la confirmación de nuestro egocentrismo. Verdaderamente, todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, … según la corriente de este siglo, y conforme al príncipe de la potestad del aire (Efesios 2:3 y 2).
Así las cosas, la conversión al Dios vivo desde los ídolos significa forzosamente un cambio radical en el ámbito de nuestra voluntad. Ha de acabarse el egocentrismo. Ya no vivimos más para nosotros, sino para aquel que murió y resucitó por nosotros (2 Corintios 5:15). Ya no buscamos nuestra propia voluntad, sino que vivimos para hacer la voluntad de Dios. Sólo así entraremos en el reino eterno (Mateo 7:21), porque sólo así es la vivencia de una persona auténticamente convertida. No puedes convertirte al Dios vivo y verdadero sin someter tu voluntad a la suya. Él es, por definición, tu Creador y Señor.
5. La conversión implica todo el ser y toda la vida: significa dejar atrás la vieja manera de vivir y practicar la imitación de Cristo
Desde el momento de la conversión, en que nuestra voluntad ya no es egocéntrica, sino teocéntrica, toda nuestra manera de vivir sufre una transformación. Ya no vivimos para servirnos a nosotros mismos, sino para servir a Dios (1:9b) y para servir a los demás por amor a Dios. El hecho de convertimos, pues, implica la ruptura con los hábitos egoístas de la vida anterior.
Puesto que en la segunda parte de esta epístola Pablo se dedicará a exponer algunas de las implicaciones éticas de la conversión, no es necesario entrar ahora en más detalles. Baste con decir que hay un estilo de vida que acompaña el culto a los ídolos y otro muy diferente que es la consecuencia ineludible de una verdadera conversión a Dios. La persona que no ha empezado a vivir según la ética de Cristo no tiene derecho a considerarse convertida.
Por tanto, la conversión empieza al nivel de nuestro entendimiento y nuestras emociones; pero, si es eficaz, procede hasta involucrar nuestra voluntad, nuestras motivaciones y todas las áreas de nuestra vida. La conversión a Dios desde los ídolos no es cuestión sólo de un cambio de religión. No se trata sólo de mudarnos de lugar de culto y, en lo sucesivo, asistir a la capilla evangélica. Se trata más bien de una renovación total de nuestra manera de pensar, de nuestros gustos, prioridades y ambiciones, y de nuestra ética y manera de vivir. Finalmente debe afectar todo lo que somos, pues el que abraza por fe el evangelio de Jesucristo ha sido redimido de aquella vana manera de vivir heredada de sus padres (1 Pedro 1:18).
6. La conversión, por tanto, asume la disposición a pagar el precio de la ruptura de ciertas relaciones sociales y familiares a fin de involucrarse en la familia de Dios
No es fácil que alguien renuncie a los dioses que ha estado acostumbrado a adorar desde la infancia. Menos aún lo es si toda la historia familiar y todas las costumbres del hogar o de la sociedad están íntimamente vinculadas a ellos. Y menos aún si sus parientes cercanos siguen aferrados a ellos. En tales condiciones, la conversión parece una negación de los valores familiares, un desprecio a los antepasados, una bofetada a los parientes cercanos y una crítica implícita a los vecinos. Alguien que se convierte en estas condiciones tendrá que correr el riesgo del ostracismo social, de la expulsión del ámbito familiar y de la férrea oposición de sus seres más queridos.
Gracias a Dios, vivimos en un momento histórico en el que se practica el pluralismo y la tolerancia, los cuales mitigan los peores excesos de la persecución. Pero, aun en las sociedades occidentales de hoy, quedan residuos de oposición. Puesto que la conversión significa un trastorno de valores sociales y tradicionales, en menor o mayor grado el creyente siempre tendrá que pagar el precio de la tensión familiar (Mateo 10:34–36).
Fue, sin duda, por entender la fuerza de estos vínculos familiares y presiones sociales, por lo que Pablo sintió asombro y admiración al ver la conversión de los tesalonicenses. ¿Quién iba a pensar que los judíos, que no estaban sujetos a las ataduras de la idolatría, fueran a rechazar el evangelio, y que los gentiles, sometidos a toda clase de presión religiosa, fueran a convertirse de los ídolos a Dios? Pero así fue y así sigue siendo. Mientras muchos padres cristianos de hoy en día tienen que lamentar que sus hijos, con todas las ventajas de una formación espiritual y todo el apoyo de un hogar creyente, sin embargo parecen convertirse sólo a medias y procuran vivir una vida dividida entre Dios y el mundo, otras personas que no disfrutan de estos privilegios parecen tener conversiones mucho más claras y radicales.