DESTINADOS A SUFRIR | 1 Tesalonicenses 3:3b-4 | David Burt

  

DESTINADOS A SUFRIR

1 TESALONICENSES 3: 3b-4

… porque vosotros mismos sabéis que para esto hemos sido destinados. Porque en verdad, cuando estábamos con vosotros os predecíamos que íbamos a sufrir aflicción, y así ha acontecido, como sabéis.

LA CONFIANZA DEL CREYENTE (v. 3b)

Las aflicciones que tenemos que afrontar en esta vida no son accidentes del azar, sino que son ordenadas por Dios. El creyente maduro sabe ya a través de su propia experiencia que no le puede pasar nada que no esté dentro de los buenos propósitos del Señor, nada que no vaya a ser encaminado finalmente para su bien: Sabemos que para los que aman a Dios, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito, Dios hace que todas las cosas cooperen para bien (Romanos 8:28, lectura alternativa). El Señor nos alcanza con su amor aun en medio de situaciones de tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada (Romanos 8:35). De hecho, todas estas cosas cumplen la función importantísima de ayudar en el proceso de nuestra maduración, santificación y transformación a la imagen de Cristo y en nuestro perfeccionamiento para el servicio cristiano (ver Hebreos 12:3–11)1. Bajo la buena providencia de Dios, todas nuestras aflicciones tienen una finalidad no sólo positiva, sino necesaria2. Por eso, los apóstoles, como veremos, enseñaban que los sufrimientos constituían una parte integral de la vida cristiana.

Sin embargo, en el caso del creyente recién convertido, la llegada de las aflicciones puede provocar en él una reacción de desconcierto y espanto. El sufrimiento incluso puede parecerle una evidencia clara de la desaprobación de Dios. Si, al creer en Cristo, ha entrado realmente en una relación filial con un Dios amante y omnipotente, ¿cómo explicar que Dios permita que sufra? ¿Acaso Dios no es tan omnipotente o no se da cuenta de lo que está pasando? ¿O acaso no es un Dios de amor, sino sólo de ira y de juicio?

Puesto que Pablo anticipaba esta clase de reacciones en los tesalonicenses, por eso había enviado a Timoteo. Sin duda, éste les habría explicado la finalidad de los sufrimientos como medio de santificación, la necesidad de las aflicciones como prueba de la fe y la vindicación final del creyente, por cuanto Dios tiene la intención, a la postre, de hacerle bien (Deuteronomio 8:16). Pablo, al escribir esta epístola, no explica el lado positivo de las pruebas, así que sólo podemos adivinar en qué habrían consistido las exhortaciones de Timoteo a través de lo que el apóstol enseña en otros lugares. Aquí se limita a constatar el hecho principal: que, en el mundo, el creyente tendrá aflicción (Juan 16:33). No lo puede evitar. Es parte del plan de Dios para su vida.

NUESTRO DESTINO (v. 3b)

Tan cierto es que el creyente encontrará tribulaciones en su camino, que Pablo puede decir: para esto hemos sido destinados. El nosotros incluye aquí a los tesalonicenses y a los misioneros y, por extensión, a todos los creyentes de todos los tiempos3, porque contempla una situación común a todos. El apóstol, al pronosticar el sufrimiento, no está utilizando un don profético en una situación puntual, sino que está afirmando un principio universal válido para todas las generaciones de creyentes y que había sido enseñado por Cristo mismo (ver, por ejemplo, Juan 15:20; 16:33)4. La persecución es el precio inevitable del discipulado (Filipenses 1:29). La vocación del creyente es el sufrimiento5. Por supuesto, no es que tengamos que buscar o desear las aflicciones. Aparecerán por sí solas. Pero somos necios si no nos preparamos mentalmente para afrontarlas o si nos derrumbamos cuando llegan.

Quizás la palabra destinados se preste a malentendidos. El destino final del creyente es la gloria, no el sufrimiento (5:9); las aflicciones sólo son estaciones transitorias en el camino (cf. 2 Corintios 4:17–18; 1 Pedro 1:6)6. Pero la palabra empleada por el apóstol es especialmente fuerte y sugiere que los sufrimientos, lejos de ser motivo de angustiosa perplejidad para el creyente, son lo que Dios ha revelado explícitamente como nuestra porción mientras estamos en esta vida. En este sentido, hemos sido destinados a sufrir: no porque el sufrimiento sea nuestro paradero definitivo, sino porque forma una parte ineludible de nuestra experiencia durante nuestro peregrinaje terrenal.

De hecho, este verbo (hemos sido destinados) tiene la fuerza de estar asentados o estar colocados firmemente, de donde pasa a significar estar destinados o designados7. Es la palabra empleada por Jesús en Mateo 5:14, cuando habla de una ciudad situada sobre un monte; o por Pablo mismo, cuando dice en Filipenses 1:16 que ha sido designado para la defensa del evangelio; o por Simeón en Lucas 2:34, cuando dice que el niño Jesús ha sido puesto para la caída y el levantamiento de muchos. En el uso paulino, se relaciona claramente con la convicción de que la vida y las circunstancias de los creyentes están firmemente bajo el control soberano de Dios. Las aflicciones no son accidentales o casuales, sino que forman parte de los inconmovibles designios divinos. Es como si el apóstol dijera: Vuestros sufrimientos constituyen una de las razones por las que Dios os ha colocado en esta vida.

¡Qué lejos estamos en estos versículos de las falsas enseñanzas del llamado «evangelio de la prosperidad»! Hoy día, algunos proclaman que el creyente fiel conocerá inexorablemente el éxito. Cristo y los apóstoles enseñaban que conocerá el sufrimiento8.

LA EXPERIENCIA DE PABLO (v. 3b)

Si Pablo puede hablar con esta confianza, es porque ha conocido en su propia experiencia la inevitabilidad de las aflicciones, así como su utilidad. Como acabamos de ver, emplea aquí la primera persona plural: para esto hemos sido destinados. No está hablando desde la seguridad de un refugio situado lejos del mundanal ruido, sino desde el compromiso y la solidaridad. Él, más que nadie, sabe lo que es estar destinado a sufrir aflicciones.

Todo empezó cuando el Señor comunicó a Ananías cuáles eran sus propósitos para con Pablo:

Él me es un instrumento escogido, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de los reyes y de los hijos de Israel (Hechos 9:15).

¡Qué hermoso! ¡Qué inmenso privilegio el de llevar el título de apóstol a los gentiles! Pero no todo son privilegios y títulos. El texto sigue diciendo:

     … porque yo le mostraré cuánto debe padecer por mi nombre (Hechos 9:16).

El reconocimiento y la gloria están aún en el futuro. Antes de llegar a la cumbre de vindicación, Pablo tendrá que pasar por el oscuro valle de la descalificación, la humillación, la persecución, el dolor y, finalmente, el martirio. Hasta entonces había sido instrumento de Satanás para perseguir a los creyentes. Había visto la aflicción desde el otro lado de la valla. A partir de ahora será instrumento de Dios para la salvación de muchos, pero al precio de sufrir toda clase de oposición y prueba. Debe padecer. Es necesario. Y, cuando escribe a los tesalonicenses, ya ha aprendido esta «necesidad» no sólo a través de las palabras de Cristo, sino a través del crisol de la aflicción personal.

En muchos más trabajos, en muchas más cárceles, en azotes sinnúmero de veces, a menudo en peligros de muerte. Cinco veces he recibido de los judíos treinta y nueve azotes. Tres veces he sido golpeado con varas, una vez fui apedreado, tres veces naufragué, y he pasado una noche y un día en lo profundo. Con frecuencia en viajes, en peligros de ríos, peligros de salteadores, peligros de mis compatriotas, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajos y fatigas, en muchas noches en desvelo, en hambre y sed, a menudo sin comida, en frío y desnudez. Además de tales cosas externas, está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias … (2 Corintios 11:23–28).

Sí. Pablo no era sólo un teórico. Sabía de lo que hablaba. Y sabía que los tesalonicenses también lo sabían. Por eso pudo hablarles con la autoridad de quién conoce bien el camino.

LA PREDICCIÓN APOSTÓLICA (v. 4)

Aunque Pablo había enviado a Timoteo a Tesalónica con el fin expreso de animar a los creyentes en medio de sus aflicciones y de enseñarles que éstas estaban dentro de los buenos propósitos de Dios, en realidad ya se había ocupado de esta cuestión mucho antes, cuando ministraba entre ellos en persona9. No debemos pensar que sólo adoptó esta medida por un impulso improvisado después de enterarse de sus persecuciones. La persecución no debería haberles cogido por sorpresa (ni a nosotros tampoco), porque habían sido advertidos con antelación. De la misma manera que Jesucristo avisó a sus discípulos de las aflicciones que se acercaban para que no tuvieran tropiezo (ver Juan 16:1–4), así también los misioneros habían advertido a los tesalonicenses: Porque en verdad, cuando estábamos con vosotros os predecíamos que íbamos a sufrir aflicción. Incluso puede que el uso del imperfecto indique aquí que se lo habían advertido vez tras vez10; lo cual explicaría por qué acaba de decir en el versículo 3 que ellos mismos lo sabían muy bien11 y volverá a decírselo al final del versículo 4.

De hecho, era habitual en Pablo preparar de antemano a los creyentes para la adversidad que sabía que se les avecinaba (cf. Juan 13:19). Eso había ocurrido en el sur de Turquía:

[Pablo y Bernabé] volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, fortaleciendo los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que perseveraran en la fe, y diciendo: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios (Hechos 14:21–22; cf. 2 Timoteo 3:12).

Evidentemente, los misioneros hicieron lo mismo en Tesalónica. Concretamente, lo que habían predicho era que íbamos a sufrir aflicción. Observemos nuevamente el uso de la primera persona: las aflicciones de los tesalonicenses son compartidas por los propios misioneros; éstos son copartícipes de los sufrimientos (2 Corintios 1:7). Pero la nota dominante recae sobre la inevitabilidad de las aflicciones. Dadas las tristes condiciones del mundo caído en el que nos toca vivir, y dado que este mundo está en manos del enemigo del evangelio, la tribulación es nuestra porción inevitable. Y no sólo inevitable, sino, como acabamos de ver, necesaria. Lo sugiere el tiempo del verbo (íbamos a sufrir, o estábamos por sufrir, en vez de sufriríamos) el cual, según la opinión de algunos comentaristas y traductores, tiene la fuerza de tendríamos que sufrir o deberíamos sufrir12. A los tesalonicenses se les había enseñado no solamente que se avecinaba el sufrimiento, sino que estaba dentro de los propósitos de Dios. Ya sabían, por lo tanto, que para el creyente las aflicciones nunca son inútiles y sin sentido, sino que siempre cumplen un propósito positivo.

La tribulación, pues, no ha de ser evitada como un mal sin paliativos, ni tampoco abrazada de manera masoquista como si fuera un bien en sí; sino aceptada como lo que es: una amarga fuente de dolor pero, a la vez, un instrumento útil en las manos de Dios para llevar a cabo en nosotros importantes cambios morales y espirituales. El cristiano tiene que sufrir igual que el no-creyente, o quizás más. Pero tiene esta inmensa esperanza que el incrédulo no puede comprender: que ve la mano de Dios detrás de todos sus sufrimientos, utilizándolos para su mayor santificación y maduración, y en eso confía. Y, además de confiar, en eso también puede gloriarse (Romanos 5:3).

Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan, y digan todo género de mal contra vosotros falsamente, por causa de mí. Regocijaos y alegraos, porque vuestra recompensa en los cielos es grande, porque así persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros (Mateo 5:11–12).

Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa extraña os estuviera aconteciendo; antes bien, en la medida en que compartís los padecimientos de Cristo, regocijaos, para que también en la revelación de su gloria os regocijéis con gran alegría (1 Pedro 4:12–13).

Con la última frase del versículo —y así ha acontecido, como sabéis—, Pablo vuelve al tema del 2:14. Lo que el apóstol está describiendo no es una eventualidad teóricamente posible, sino una realidad que ya ha sido experimentada por los tesalonicenses. Les escribe no desde la torre de marfil de una teología abstracta, sino desde la intensa comunión de un dolor compartido. Los tesalonicenses ya han padecido amargos sufrimientos a manos de sus conciudadanos.



Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica

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