IRREPRENSIBLES EN SANTIDAD | 1 Tesalonicenses 3:13 David Burt

  

IRREPRENSIBLES EN SANTIDAD

1 TESALONICENSES 3:13

… a fin de que él afirme vuestros corazones irreprensibles en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos.

EL AMOR Y LA SANTIDAD

El amor fraternal es hermoso en sí y no necesita razones que lo justifiquen. Quien haya palpado las maravillosas realidades de la comunión cristiana descritas en el versículo 12 sabrá que no hay cosa más valiosa que crecer y abundar en amor. Sin embargo, en 1 Tesalonicenses 3:12–13, contemplamos el amor no como un fin en sí, sino como el medio a través del cual alcanzamos otro fin: la santidad eterna. La práctica del amor nos prepara para la vida venidera. Por tanto, además de desear el amor en sí, debemos desearlo como medio de crecimiento espiritual de cara al día final. Pablo concluye la primera mitad de su epístola volviendo a poner nuestra mirada en el retorno de Cristo (cf. 1:10; 2:12, 19–20) y recordándonos que, además de ofrecernos la posibilidad de disfrutar hermosas relaciones aquí y ahora, el amor nos capacita para vivir en el reino eterno de Dios; además de su propio valor intrínseco, el crecimiento en amor nos proporciona aquella santidad sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14).

O sea, en el versículo 13, el apóstol expone cuál ha sido el fin que ha perseguido al orar por los tesalonicenses y al pedir que aumenten en amor. No ha sido solamente el beneficio temporal de una hermosa convivencia fraternal, sino también su perfecta preparación para el día del Señor. Lo que más le preocupa al apóstol no es el estado actual de los tesalonicenses, sino su futuro estado moral y espiritual, cuando tengan que presentarse ante el Señor en su venida. Desea que puedan gozar entonces de una amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor (2 Pedro 1:11, RV60) y que no tengan de qué avergonzarse en su presencia. En eso demuestra tener un auténtico corazón de pastor, pues debe ser siempre cierto que nuestra máxima aspiración pastoral sea la de ver a los nuestros sanos y salvos en el día final.

Explícitamente, lo que el apóstol desea es que el Señor afirme vuestros corazones1. El corazón se refiere aquí a todo lo que es nuestro hombre interior, a aquellos resortes íntimos que nos mueven y motivan, a la fuente de nuestras acciones, palabras, actitudes y ambiciones. No se refiere solamente a nuestro lado emocional, sino que es un término integral que tiene que ver con toda la naturaleza íntima incluyendo pensamiento, sentimientos y voluntad; equivale a la personalidad íntegra (cf. 2:4)2. La petición de que Dios afirme nuestro corazón, por tanto, no está lejos de la petición de que nos fortalezca con poder por su Espíritu en el hombre interior (Efesios 3:16).

De inmediato, la afirmación de nuestro corazón comporta buen ánimo, seguridad y estabilidad en medio de las aflicciones y los desconciertos de la vida:

Cuán bienaventurado es el hombre que teme al Señor …

No temerá recibir malas noticias;

su corazón está firme, confiado en el Señor.

Su corazón está seguro; no temerá (Salmo 112:1, 7, 8).

Pero, de hecho, la afirmación del corazón va mucho más allá de un mero brote de aliento en medio de las pruebas temporales de esta vida. Nos habla de nuestra humanidad plenamente sanada después de haber sufrido las distorsiones y lesiones del pecado; de nuestra completa madurez después de las taras y heridas de la caída; de nuestra llegada a la meta de la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Efesios 4:13). En una palabra, nos habla de una personalidad perfectamente restaurada y renovada conforme a la imagen de Cristo.

¿Y cómo se consigue esta afirmación? De muchas maneras. Como ya hemos dicho, en este mismo capítulo se contempla como el fruto de una estrecha colaboración entre el Señor mismo, sus ministros y la persona interesada. Dios mismo es siempre quien, en última instancia, nos establece (vs. 12–13); pero para ello utiliza el ministerio y la exhortación de sus siervos (v. 2), sin que esto excluya el alto grado de responsabilidad del sujeto en cuestión (v. 8; cf. Santiago 5:8). En Efesios 4 encontramos la misma combinación: Cristo, como cabeza, es el que se encarga finalmente del crecimiento de su cuerpo (vs. 7, 11, 15–16); pero para ello se sirve de ministros a los que capacita con diversos dones (vs. 11–12) y que sirven para capacitar a los creyentes en su responsabilidad de crecer y madurar (vs. 13–16).

Existen muchos medios, pues, por los cuales Dios obra para nuestra maduración. Pero, aquí, el apóstol destaca entre todos ellos la práctica del amor fraternal. Lo sorprendente de nuestro texto es que Pablo enseña que nuestro crecimiento en estabilidad y madurez (3:13) depende de nuestro crecimiento en amor (3:12). Podríamos pensar que nuestra madurez depende de escuchar muchas predicaciones, meditar mucho en la Palabra y avanzar en la comprensión de la fe cristiana. Esto es cierto, y Pablo ya lo ha comentado (vs. 2, 7–8). Pero el crecimiento en conocimiento sin el crecimiento en amor conduce a una aridez espiritual que puede resultar en el fariseísmo. El creyente que llega a una auténtica madurez es el que avanza no sólo en su conocimiento teórico de la doctrina, sino también en su vivencia práctica: en su entendimiento, pero también en su entrega; en sabiduría, pero también en amor. Si queremos desarrollar plenamente un carácter cristiano, debemos crecer en amor, porque el amor edifica (1 Corintios 8:1)3.

Esto se ve claramente si consideramos que la meta que perseguimos es parecernos a Cristo. Él es la medida de nuestra plena humanidad. No seremos maduros mientras no seamos como él. Y no seremos como él mientras no amemos como él.

O, para decir lo mismo en términos negativos, si no nos caracterizamos por el amor, es porque seguimos siendo egocéntricos. Ahora bien, el egoísmo es un factor de debilidad e inestabilidad en nosotros. Cualquier prueba o contratiempo desconcierta a la persona egoísta, porque hace trizas sus planes interesados y su comodidad personal. En cambio, cuando el hombre ha aprendido a amar al Señor su Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo, entonces —y sólo entonces— tiene un sólido fundamento para su propia vida4.

Así pues, la primera consecuencia de nuestro crecimiento en amor es la afirmación de nuestros corazones. Pero quizás aun más sorprendente sea la segunda consecuencia. Pablo establece que la práctica del amor es lo que conduce a la santidad. Para ser auténticos hijos de nuestro Padre celestial, perfectos como él es perfecto y santos como él, tenemos que amar como él ama (Mateo 5:44–48). Estamos acostumbrados a pensar que la santidad es fruto de una intensa vida religiosa o de una ética rigurosamente impuesta. Si practicamos suficientes ejercicios espirituales, asistimos a suficientes actos eclesiásticos, guardamos suficientes reglas y normas morales y nos disciplinamos con suficientes medios ascéticos, a lo mejor alcanzaremos la santidad. Pero tal enfoque no es el del apóstol aquí. El camino que conduce a la santidad es el camino del amor. Quien crece en amor y abunda en él es quien será irreprensible en santidad en el día final.

A muchos, la santidad les suena a una mezcla de beatería y severidad. Pero, para Pablo, su marca principal era siempre el amor. En Gálatas 5:16–26, el apóstol traza la diferencia entre la vida carnal y la espiritual, entre lo que significa vivir en pecado y vivir en santidad. Notemos bien dónde pone el énfasis. La vivencia santa no consiste en la asistencia a cultos y el repudio de ciertas actividades mundanas. Al menos, éstas no son las prioridades mencionadas aquí. Para él, la santidad es algo mucho más intenso, íntimo y positivo. Tiene que ver con la manifestación en nosotros del fruto del Espíritu, cuya primera característica es el amor. Ser santo es ser como Dios, y Dios es amor (1 Juan 4:8). Ser santo es ser como Jesucristo, y él nos pide que amemos como él nos ha amado (Juan 13:34). Ser santo, pues, no es ser superiores a los demás a causa de nuestros muchos conocimientos doctrinales y éticos. No es ser más religioso que los demás, asistir a más cultos y hacer oraciones más largas. No es ser más legalista que los demás, vivir con más tabúes y prohibiciones, abnegarnos más, negarnos a ir a determinados lugares, a leer determinadas publicaciones, a ingerir determinados alimentos o a ver determinados programas de televisión. Ser santo es, ante todo, amar. Por eso mismo, en el famoso capítulo 13 de 1 Corintios, el apóstol nos dice que todas las prácticas religiosas y todo nuestro esfuerzo por guardar los preceptos de Dios no valen para nada si no amamos. El amor es el primer ingrediente de la santidad. Si queremos llegar a ser verdaderamente santos, no es cuestión tanto de practicar la santidad como de practicar el amor5. Quien practica la santidad per se acaba como los fariseos. Quien sigue el amor, descubre que cumple la ley (Romanos 13:10). Sobre todas las cosas, pues, debemos vestirnos de amor (Colosenses 3:14).

Por supuesto, la santidad, por definición, tiene que ver con la «separación». Somos un pueblo apartado para Dios, separado de los valores mundanos y de la profunda malicia de nuestro corazón. La santidad, pues, tiene una faceta negativa y otra positiva: los santos se separan de algo y para algo. Negativamente, renunciamos al egoísmo y a toda clase de inmundicia (4:3–7). Positivamente, nos separamos para Dios, para someternos a su legítimo señorío, hacer su voluntad y reflejar su carácter. Y, puesto que el carácter de Dios es, sobre todo, un carácter de amor, la santidad positiva es imposible sin el crecimiento en amor. Separarnos del mundo pero sin separarnos para Dios en amor, no sólo es un contrasentido, sino que, en última instancia, sólo es cambiar una forma de carnalidad por otra.

IRREPRENSIBLES DELANTE DE DIOS

Sin embargo, el verdadero alcance de la importancia de la santidad se verá no en nuestra vivencia actual, sino en el futuro día de Cristo. Pablo establece que, cuando aparezca nuestro Señor Jesús, entonces se pondrá de manifiesto el carácter irreprensible (o no) de la santidad de nuestros corazones.

En el reino eterno vamos a vivir en santidad. Sólo entrarán en la ciudad santa los que son santos:

Jamás entrará en ella nada inmundo, ni el que practica abominación y mentira, sino sólo aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida del Cordero … Que el injusto siga haciendo injusticias, que el impuro siga siendo impuro, que el justo siga practicando la justicia, y que el santo siga guardándose santo. He aquí, yo vengo pronto … (Apocalipsis 21:27; 22:11–12).

Cuando estemos en presencia de Cristo, lo que contará es nuestra santidad: el hecho de vivir para Dios, apartados para él. Entonces se hará la separación entre las ovejas y los cabritos (Mateo 25:31–32), entre los que son del Señor y lo han demostrado por su vida de santidad y los que no son del Señor y lo han demostrado por su vida de carnalidad.

Eso quizás nos haga temblar. ¿Quién de nosotros puede afirmar que es irreprensible en santidad delante de Dios? Como mucho, diríamos que estamos en el camino de la santificación; pero aquí Pablo no habla de la santidad relativa que podemos alcanzar durante el proceso de la santificación, sino del estado de santidad perfecta ya alcanzado6. La palabra que Pablo emplea para santidad no contempla el proceso de perfeccionamiento, sino el estado absoluto alcanzado al final del proceso. En la Septuaginta se emplea solamente con referencia a Dios mismo. Nuestra meta no es una sencilla bondad humana, sino la absoluta santidad de Dios.

Nuestro temblor quizás vaya en aumento al entender lo que Pablo afirma aquí: que en aquel día no bastará con que pasemos por irreprensibles delante de los hombres, sino que tendremos que serlo delante del Dios omnisciente que ve los secretos de nuestros corazones. Tendremos que ostentar una santidad tal que pueda soportar el escrutinio divino (cf. 1 Corintios 3:13–15; 2 Corintios 5:10)7. Aunque no le resulta fácil, el ser humano puede proponerse regir su vida según elevados principios morales, conseguir una fama de rectitud y amabilidad ante sus compañeros y ser considerado «irreprensible»8 por ellos. Éste había sido el caso de Pablo antes de su conversión: en cuanto a la justicia de la ley, [fui] hallado irreprensible (Filipenses 3:6). Pero sabía perfectamente que aquella justicia relativa no podía soportar el examen de Dios.

Así las cosas, ¿qué confianza podemos tener de cara al día de Cristo? Que conteste el mismo apóstol. Cuando él comprendió la futilidad de su propia justicia y se dio cuenta de que aquella reputación de santidad irreprensible que había conseguido en base a sus propias obras no era capaz de someterse al escrutinio de Dios, entonces estimó como pérdida lo que antes era para él ganancia y confió no en su propia justicia derivada de la ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios sobre la base de la fe (Filipenses 3:8–9).

Por mucho que se esfuerce, el ser humano caído y corrompido no puede alcanzar la santidad que Dios exige. Su única esperanza es lanzarse al camino de santidad abierto por Jesucristo. Este camino comienza en el momento de la conversión (1:9), cuando el hombre se aparta de los ídolos para servir al Dios viviente, se arrepiente de sus pecados, cree la palabra de Dios (2:13) y demuestra su fe en Cristo por medio de una vida consecuente (1:3; 3:6). A partir de aquel momento, la confianza del creyente no descansa sobre sus propias obras, sino sobre la obra salvadora de Cristo, el perdón de pecados en virtud de su muerte expiatoria, el poder transformador del Espíritu y de la Palabra (1:5; 2:13) y la total eficacia de Dios para llevar a sus hijos a la gloria. Por eso, porque la santificación es más una obra de Dios que un esfuerzo humano, las palabras de este versículo no constituyen una exhortación dirigida a los tesalonicenses, sino una oración dirigida a Dios. Ellos, en sí mismos, no pueden amar ni ser santos. Todo depende de lo que el Señor haga en ellos.

Sin embargo, aunque es cierto que sólo seremos perfectamente santificados si Dios nos santifica, también lo es que no nos santifica en contra de nuestra voluntad. La voluntad humana, por sí sola, no puede llevar a cabo la santificación; pero Dios, al santificarnos, no la neutraliza, sino que se sirve de ella: él obra en nosotros el querer además del hacer, por lo cual vale la pena dedicarnos a nuestra salvación con temor y temblor (Filipenses 2:13). Nunca seremos santos si no es por la obra de Dios; pero él no nos santifica en contra de nuestra voluntad; más bien la transforma. Por lo tanto, nos esforzamos como si nuestra salvación dependiera de nosotros mismos, aun a sabiendas de que, en última instancia, todo depende de Dios.

Esto queda claro desde el primer momento de nuestra entrada en el camino de la santidad. Nadie puede «convertirse» a sí mismo. Nuestros mejores deseos, esfuerzos e intenciones no consiguen transformarnos. Si el evangelio no nos llega en poder y en el Espíritu Santo (1:5), difícilmente nos convertiremos de los ídolos a Dios (1:9). Detrás de la eficaz determinación humana está siempre la potenciación divina. No obstante, la conversión en sí es una responsabilidad nuestra: nosotros somos los que cambiamos de rumbo y reorientamos nuestras vidas para no servir más a nuestro egocentrismo, sino a Dios. Así nos apartamos para el Señor. Vivimos separados para él. Nos convertimos en su pueblo santo.

Así pues, los dos principios están intactos: la responsabilidad es nuestra; la obra es de Dios. Nosotros somos los que debemos trabajar en el amor (1:3), estar firmes en Cristo (3:8) y seguir la santidad (4:3, 7; Hebreos 12:14). Pero Dios, en Cristo, es quien hace la obra en nosotros. Él derrama su amor en nuestros corazones (Romanos 5:5), nos afirma en nuestra fe (1 Tesalonicenses 3:13) y nos infunde la santidad (Juan 17:17). Él nos presentará finalmente como irreprensibles:

Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída y para presentaros sin mancha en presencia de su gloria con gran alegría, al único Dios nuestro Salvador … sea gloria … (Judas 24–25; cf. Efesios 1:17–20; 3:20; 5:25–27).

Nuestro texto, por tanto, lejos de infundirnos terror, debería confirmarnos en esperanza. Dios está actuando en nosotros. El que comenzó en nosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Cristo (Filipenses 1:6). Si dependiera solamente de nosotros, tendríamos razón por la cual espantarnos, porque hemos de comparecer ante el Juez omnisciente que exige la perfección. Pero, sin que esto elimine nuestra responsabilidad, descansamos en la perfecta obra expiatoria de Cristo, por medio de la cual somos hechos perfectos para siempre (Hebreos 10:14), y en el poder transformador del Espíritu, mediante el cual somos cambiados de gloria en gloria hasta que se refleje perfectamente en nosotros la imagen de nuestro amado Salvador (2 Corintios 3:18).

Por eso, Pablo los llama sus santos. Porque su santidad depende de Cristo. Han sido santificados gracias a su obra redentora y regeneradora. La cruz garantiza la santidad de nuestra posición ante Dios; y el Espíritu obra santidad en nuestra experiencia. Contamos con que Dios lleve a cabo una poderosa transformación en nosotros en aquel día (1 Juan 3:2), pero éste no será más que la culminación de la obra transformadora que ya ha empezado aquí y ahora. A lo que aspiramos, pues, es a la santidad total (implícita en la palabra irreprensibles), real (no sólo aparente) y permanente (porque la «presencia» de nuestro Señor Jesucristo será definitiva y eterna); obra de Dios, ciertamente, pero a la cual contribuimos como colaboradores con él (2 Corintios 7:1).

Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que habremos de ser. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos como él es. Y todo el que tiene esta esperanza puesta en él, se purifica, así como él es puro (1 Juan 3:2–3).

Curiosamente, aunque Pablo está hablando de la segunda venida, no dice que nuestra santidad irreprensible tenga que manifestarse delante del Señor Jesucristo, sino delante de nuestro Dios y Padre. Cristo, ciertamente, es el que viene para juzgar el mundo. Él es aquel que Dios ha designado como Juez de los vivos y de los muertos (Hechos 10:42). Él es quien conoce los secretos de los hombres y quien los sacará a la luz. Pero, puesto que su acción enjuiciadora se llevará a cabo en nombre de Dios Padre, es delante de Dios Padre cómo se verá si nuestros corazones son irreprensibles. Él es el Juez de todos (Hebreos 12:23), aun cuando no juzga directamente a nadie, sino que todo juicio se lo ha confiado al Hijo (Juan 5:22; cf. Hechos 10:42; 17:31). El agente inmediato del juicio es Jesucristo; pero, detrás de él, está el Juez supremo, Dios Padre: Dios juzgará los secretos de los hombres mediante Cristo Jesús (Romanos 2:16). Por tanto, el tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10) es también el tribunal de Dios (Romanos 14:10)9.

A Dios le llama nuestro Padre, sin duda, para recordarnos que aquel a quien tenemos que dar cuentas y delante de quien tenemos que ser irreprensibles no nos recibe como un juez severo recibe a un delincuente, sino como un Padre amante recibe a su hijo10. Quien se convierte y cree en Jesucristo es recibido en la familia de Dios como hijo (Gálatas 3:26), apartado del mundo para ser santo y hecho partícipe del Espíritu de santidad. El verdadero hijo añora estar con su padre y aspira a ser como él. El hecho de ser irreprensibles en santidad no debe ser motivo de aprensión, sino de ilusión y gozo. Dios lo hará. Pablo no se desespera por no saber cuál será la suerte de los tesalonicenses en aquel día, sino confía en que el Padre que los ha recibido por hijos completará su obra en ellos.

LA VENIDA DE CRISTO

Nuevamente, una sección de la Epístola acaba con una referencia al retorno de Jesucristo: irreprensibles en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús. Pero en este caso, incluida en la referencia está la frase adicional: con todos sus santos. ¿A qué se refiere esta frase?

La inmensa mayoría de comentaristas y versiones suponen que la venida del Señor se refiere a su llegada a la tierra desde la gloria (su segunda venida) y que la frase con todos sus santos se refiere a los que le acompañarán en su venida11. Pero, en cuanto a la definición exacta de quiénes son estos santos, se dividen en tres grupos diferentes:

1. Los que creen que santos se refiere a los ángeles12

Desde luego, Jesús mismo afirmó claramente que, en su segunda venida, llegaría acompañado por ángeles:

… el Hijo del Hombre también se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles (Marcos 8:38; cf. Mateo 13:41; 24:30–31; 25:31; Lucas 9:26).

Lo confirman los apóstoles en sus escritos. Juan, por ejemplo, describe el retorno del Señor en estos gloriosos términos:

Y vi el cielo abierto, y he aquí, un caballo blanco; el que lo montaba se llama Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y hace la guerra … y su nombre es: El Verbo de Dios. Y los ejércitos que están en los cielos, vestidos de lino fino, blanco y limpio, le seguían sobre caballos blancos (Apocalipsis 19:14).

Pablo mismo se refiere explícitamente a esta realidad (aunque sin llamar santos a los ángeles) en 2 Tesalonicenses 1:7:

… cuando el Señor Jesús sea revelado desde el cielo con sus poderosos ángeles en llama de fuego.

Por tanto, hay buenas razones por las que no podemos descartar fácilmente esta interpretación. Sin embargo, lo cierto es que, aunque la palabra santos sea empleada en el Antiguo Testamento para referirse a los ángeles (ver, por ejemplo, Deuteronomio 33:2; Salmo 89:5, 7–8; Daniel 4:13; 8:13; Zacarías 14:5), nunca se emplea así en el Nuevo13. Al contrario, cuando aparece a solas se refiere siempre a los creyentes (a no ser que esta cita sea la única excepción).

2. Los que creen que se refiere a los creyentes

Por lo tanto, otros comentaristas prefieren interpretar santos como una referencia a los cristianos14, tanto a los ya difuntos como a los que aún vivan en el día final. Éste es el significado normal de la palabra (ver, por ejemplo, Daniel 7:22; Mateo 27:52; 1 Corintios 6:2) y Pablo mismo siempre la refiere a los redimidos. El solo hecho de que haga un juego de palabras en este versículo entre santidad y santos sugiere que contempla a los redimidos aquí también. A la luz de textos como 1 Tesalonicenses 4:14 (si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús), es obvio que de alguna manera los creyentes fallecidos van a estar presentes con Cristo en su retorno, «traídos por Dios» juntamente con él.

3. Los que creen que se refiere tanto a los creyentes como a los ángeles

Hoy en día, muchos comentaristas quieren dar espacio a ambas lecturas15. Dicen que, puesto que Pablo habla de todos sus santos, seguramente quiso incluir tanto a los ángeles buenos como a los creyentes redimidos.

Sin embargo, a mí me parece que este debate se resuelve más satisfactoriamente si nos damos cuenta del significado exacto de la palabra parusía. Ha aparecido ya en el 2:19: ¿Quién es nuestra esperanza o gozo o corona de gloria? ¿No lo sois vosotros, en la presencia de nuestro Señor Jesús en su venida? Y volverá a aparecer en el 4:15 y el 5:23: nosotros los que estemos vivos y que permanezcamos hasta la venida del Señor; … que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea preservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. En todos estos casos, como aquí en el 3:13, nuestra versión traduce parusía como venida. Pero esta traducción se presta a confusión. Tal y como veíamos en torno al 2:19, el significado literal de parusía es presencia. Su nota dominante, pues, no recae sobre el traslado de alguien de un lugar a otro ni sobre su llegada a cierto destino, sino sobre su acto de presencia y permanencia en ese lugar. Aunque es cierto, como ya dijimos, que esta palabra asumió un sentido técnico en relación con la visita de un rey u oficial16, siempre retiene suficiente de su significado original como para referirse más a la estancia total de la visita que al momento puntual de la llegada. Al menos, éste parece ser el caso en el uso bíblico del término. Aunque a veces no se sabe por el contexto si la referencia es mayormente a la llegada o a la estancia, siempre admite la acepción de estancia o permanencia, mientras la de llegada es a veces obviamente inadecuada.

Por ejemplo, en Filipenses 1:25–26, el apóstol dice: Sé que permaneceré y continuaré con todos vosotros para vuestro progreso y gozo en la fe, para que vuestra profunda satisfacción por mí abunde en Cristo Jesús a causa de mi visita [parusía] otra vez a vosotros. Obviamente, el provecho que Pablo espera proporcionarles no se limita al momento puntual de su llegada a Filipos, sino a toda su estancia entre ellos. Este mismo énfasis está aun más claro en el 2:12: … siempre habéis obedecido, no sólo en mi presencia [parusía], sino ahora mucho más en mi ausencia. Aquí es evidente que el contraste no está entre la ausencia de Pablo y su llegada a la ciudad, sino entre su ausencia y su presencia en ella. Asimismo, cuando Pedro dice: cuando os dimos a conocer el poder y la venida [parusía] de nuestro Señor Jesucristo, no seguimos fábulas ingeniosamente inventadas (2 Pedro 1:16), no se refiere al momento puntual de la encarnación, sino a la estancia y permanencia de Cristo con los discípulos durante su ministerio terrenal, interpretación confirmada por el hecho de que proceda enseguida a hablar no del advenimiento del Señor, sino de su transfiguración.

Por eso, aun cuando parece ser que a veces la palabra parusía se emplea casi como sinónimo de retorno o segunda venida, conviene recordar que nunca pierde la idea de presencia. Ciertamente, es difícil que alguien pueda estar presente con nosotros si previamente no ha llegado a donde nos encontramos. La parusía presupone una venida (cf. 4:16–17); pero no habla solamente, ni primordialmente, de ella, sino que apunta al tiempo posterior a ella: la estancia, permanencia o presencia entre nosotros de aquel que ha llegado17. Esta lectura queda confirmada por las preposiciones que suelen acompañar al sustantivo. Pablo no habla de su parusía «a» los filipenses, sino «ante» (pros) ellos. El sustantivo no indica movimiento, sino estado18.

Volviendo, pues, a 1 Tesalonicenses, lo que destaca la palabra parusía no es sólo el momento puntual del retorno de Cristo, sino el período de su presencia con los suyos a partir de aquel momento; no es tanto la segunda venida de Cristo como su segunda estancia con su pueblo. Se trata no de la acción momentánea de su llegada, sino del estado duradero (de hecho, permanente, definitivo y para siempre) cuando esté presente con su pueblo. De ahí que, después de hablar de la parusía de Cristo en el 4:15 y de haber descrito lo que significará para los creyentes en el 4:16–17, Pablo concluya diciendo: así estaremos con el Señor siempre. De ahí también que, cuando Pablo dice que los tesalonicenses serán su gloria y su gozo en la parusía de Cristo (2:19), no quiera decir que lo serán sólo en el momento puntual de su venida, sino a lo largo de toda la eternidad en su presencia.

Pero, sobre todo, es en torno a nuestra interpretación del 3:13 que necesitamos tomar en cuidadosa consideración estos matices en cuanto al significado de la palabra parusía. Tal y como reza la última parte del versículo en nuestras versiones —la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos—, da la impresión de que los santos son los acompañantes del Señor en su regreso a la tierra, idea que volveremos a considerar en torno al 5:17. Sin embargo, es mucho más probable que Pablo esté hablando de la presencia del Señor con sus santos. En otras palabras, la traducción literal de la frase sugiere que los santos no son los que le acompañan en su viaje, sino los que esperan su venida para así disfrutar para siempre de su presencia entre ellos, estar donde él está y ver su gloria (Juan 17:24). El sentido de la frase parece ser, pues: cuando el Señor Jesucristo venga para estar presente con todos sus santos19.

Si entendemos que ése es el significado de la frase, queda claro que los santos se refiere principalmente a los creyentes, no a los ángeles20.

¿Por qué, pues, los llama Pablo santos? En primer lugar, porque ésta es su forma habitual de designar a los creyentes21. Pero, en segundo lugar, porque éstos son los que, habiendo crecido en amor, son irreprensibles en santidad delante de nuestro Dios y Padre.

CONCLUSIÓN

Así termina la primera mitad de nuestra epístola. En ella, el apóstol ha dirigido nuestra mirada principalmente hacia el pasado: a la visita de los misioneros a Tesalónica, a las luchas y persecuciones sufridas por los tesalonicenses, al envío de Timoteo con el fin de afirmarles en la fe y a la reacción gozosa de los misioneros ante las buenas noticias traídas por Timoteo acerca de la perseverancia y el crecimiento de los creyentes.

Ha mirado hacia atrás, pero con ocasionales referencias al futuro, al retorno de Cristo. Lo ha hecho no con el fin de establecer horarios y calendarios escatológicos, sino para estimular el servicio (1:9–10), la esperanza (2:19–20) y la santidad (2:12; 3:13) de los tesalonicenses. Ellos, como también nosotros, deben vivir vidas diferentes porque el Señor viene pronto y entonces viviremos como ciudadanos del reino celestial22. De hecho, este énfasis del apóstol está en consonancia con el resto del Nuevo Testamento: los detalles en torno a la segunda venida de Cristo nunca son revelados con el solo fin de darnos información de cara al futuro, sino para estimular nuestra vivencia presente.

Pero estas miradas hacia atrás no son más que el preludio a la segunda mitad de la epístola (capítulo 4 y 5), la cual versará mayormente sobre la segunda venida y sus implicaciones éticas.

Antes de entrar en ella, demos gracias al Señor por las muchas lecciones que nos ha enseñado en la primera parte, sobre todo en torno a tres áreas de la vida de los tesalonicenses y de los misioneros:

1. El ejemplo de los tesalonicenses en su conversión, su fe, su práctica del amor y su perseverancia en medio de la prueba y la persecución. Ellos son ejemplares para toda congregación cristiana.

2. El ejemplo de Pablo, Silas y Timoteo en su celo misionero, su fiel proclamación del evangelio, su preocupación por los creyentes y su ministerio pastoral llevado a cabo con el amor de un padre y de una madre. Ellos son ejemplares para todo aquel que lleva algún tipo de ministerio pastoral en la iglesia.

3.  El ejemplo de todos, tanto de los misioneros como de los creyentes, en su amor fraternal mutuo, en sus relaciones intensas y entrañables, en la añoranza de los unos a los otros y en su profunda vivencia de la comunión cristiana. Ellos son un reto para todos los que participamos en la vida del pueblo de Dios.



Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica


Entradas populares de este blog

DEVOCIONAL: Hambre de Dios | Jeremías 29:12–13 | Christopher Shaw

PABLO, SILVANO Y TIMOTEO | 1 Tesalonicenses 1:1 | David Burt

DEVOCIONAL: Falta de conocimiento | Oseas 4:6 | Christopher Shaw

DEVOCIONAL: De la abundancia del corazón | Mateo 12:34–35 | Christopher Shaw