LA META DEL MINISTERIO | 1 Tesalonicenses 2:12 | David Burt
LA META DEL MINISTERIO
… para que anduvierais como es digno del Dios que os ha llamado a su reino y a su gloria.
DIGNOS DE DIOS
¿Cuál era el propósito de la exhortación
apostólica? ¿Qué fin perseguían los misioneros en su ministerio pastoral entre
los creyentes de Tesalónica? Según Pablo, era sobre todo el de inculcar en los
creyentes un estilo de vida consecuente con su nueva fe: para que anduvierais como es digno de Dios.
El verbo andar es empleado
frecuentemente en el Nuevo Testamento para referirse a la manera en que una
persona vive y se comporta, ya se trate del incrédulo (por ejemplo, Efesios 4:17) o del creyente (por ejemplo, Colosenses 2:6). Incluye tanto la conducta moral como la práctica religiosa1.
Pablo mismo volverá a emplearlo al comenzar la segunda parte de su epístola: Por lo demás, hermanos, os rogamos y os
exhortamos en el Señor Jesús que,
como habéis recibido de nosotros instrucciones acerca de la manera en que
debéis andar … (como de hecho ya andáis), así abundéis en ello más y más
(4:1). Luego procederá a abordar diferentes temas
éticos y doctrinales que tienen que ver con el «camino» cristiano, con cómo
debemos comportarnos en diferentes áreas de nuestra vida y cómo debemos
establecer nuestras prioridades a la luz del pronto retorno de Cristo2.
Constantemente, el apóstol nos enseña que hay esencialmente dos maneras de
«andar». Una corresponde a la vida sin Cristo; la otra a la vida regenerada. En
cuanto a aquélla, nos dice que no debemos andar conforme a la carne (Romanos 8:4) o conforme al hombre (1 Corintios 3:3), con astucia (2 Corintios 4:2), por vista (2 Corintios 5:7), en la vanidad de la mente (Efesios 4:17), desordenadamente (2 Tesalonicenses 3:6) o como
insensatos (Efesios 5:15); porque ese estilo de vida pertenece
sólo a nuestro pasado incrédulo. En cambio, sí debemos andar conforme al Espíritu (Romanos 8:4), por fe (2 Corintios 5:7), en novedad de vida (Romanos 6:4), decentemente, como de día (Romanos 13:13), en buenas obras (Efesios 2:10), en amor (Efesios 5:2) y como sabios (Efesios 5:15; cf. Colosenses 4:5); porque tal vivencia corresponde a la nueva vida
en Cristo.
En nuestro versículo, el énfasis recae sobre la necesidad de que los
tesalonicenses vivan una vida consecuente con el Dios al cual se han convertido
(1:9; cf. Colosenses 1:10). Es decir, aquí encontramos la expresión más alta y sublime de nuestra
vocación como cristianos. No hay listón más glorioso que éste: andar como
príncipes y princesas, como hijos del Rey de la gloria. Nuestro llamamiento es
altísimo, y debemos comportarnos con la debida dignidad.
Si pertenecemos a la familia de la fe, nuestro Padre celestial constituye
el patrón que debemos imitar. Él es la medida de todas las cosas. Su amor es el modelo que configura el
nuestro. Su justicia y rectitud determinan cómo deben ser las nuestras. El
espíritu sacrificado con el que entregó hasta a su propio Hijo por nosotros nos
recuerda que no podemos ofrecerle menos que nuestra vida entera. Los creyentes
debemos ser santos en nuestra manera de vivir, porque aquel que nos llama lo es
(1 Pedro 1:15). Debemos ser perfectos como nuestro Padre
celestial es perfecto (Mateo 5:48). Debemos ser imitadores de Dios como hijos amados (Efesios 5:1). Vivir como él, reflejando las virtudes de su carácter, es la meta más
noble posible en esta vida.
Como cualquier padre humano, Dios quiere estar orgulloso de sus hijos y ver
cómo andan en los caminos que les ha enseñado. Antes éramos hijos del diablo y
vivíamos en consecuencia. Ahora, siendo hijos de Dios, nuestras vidas deben
reflejar la santidad, la justicia y la perfección de nuestro Padre celestial
(cf. 2:10; Colosenses 1:10; Filipenses 1:27).
EL DIOS QUE LLAMA
El Dios del cual han de ser dignos los
tesalonicenses es el Dios que los «ha llamado». Estamos tan familiarizados con
el hecho del llamamiento de Dios que a veces no le concedemos mucha
importancia, pero estas palabras del apóstol deberían conmovernos profundamente.
Pablo ya ha hablado de la conversión de los tesalonicenses en términos de la elección divina (1:4). Ahora les recuerda que el Dios que elige es también un Dios que llama
(cf. Romanos 8:30).
Seguramente, en el primer momento los tesalonicenses no fueron conscientes
de su llamada. Allí en la sinagoga, en casa de Jasón o en las plazas de la
ciudad, al principio sólo se percataron de los mensajeros humanos. Pero, en la
medida en que fueron escuchando el testimonio de los tres predicadores,
prestando atención al mensaje, «luchando» con él, comparándolo con lo que ya
sabían de la revelación divina en las Escrituras y escuchando las opiniones de
los opositores judíos, poco a poco se dejaron convencer. Entonces llegaron a
comprender que aquellos hombres anunciaban verdades divinas: más allá de la
agencia humana estaba la voz autorizada de Dios llamándoles al arrepentimiento
y a la fe en Jesucristo. Finalmente, recibieron el evangelio no como la palabra de hombres, sino como lo
que realmente es, la palabra de Dios (2:13).
Sí. La conversión es mucho más que un cambio de filosofía, mucho más que la
adquisición de una nueva serie de ideas después de una lucha dialéctica humana.
Es cierto que suele producirse como resultado de la proclamación fiel del
evangelio por parte de testigos humanos y suele ser el fruto de un largo
conflicto interior en la persona interesada. Pero, más allá de esos factores
humanos, la conversión es la respuesta del hombre ante un Dios que le llama. O
debe serlo. A veces ocurre, por desgracia, que la gente se incorpora a la
iglesia por una especie de proceso de adaptación cultural: adquieren un
conocimiento de las doctrinas bíblicas, llegan a dominar las costumbres y el
lenguaje evangélicos y sienten la atracción de integrarse en una comunidad de
personas amables y compasivas; pero nunca reciben el evangelio como palabra de
Dios ni sienten la voz del Espíritu convenciéndoles de pecado. Su religión es
cuestión sólo de relaciones humanas, sin establecer ninguna vinculación
personal con Dios mismo. En cambio, cuando el evangelio llega no solamente en palabras, sino también en
poder y en el Espíritu Santo y con plena convicción (1:5), entonces las conversiones suelen ser una respuesta viva al llamamiento
de Dios.
Es muy grande saber que el Buen Pastor nos ha buscado y nos ha salvado, y
que el mismo Dios de los cielos nos ama personalmente, se interesa por nosotros
y nos llama. Y quien lo sabe de verdad no suele tener otra meta que intentar
andar como es digno del Dios que le ha llamado. Dice: Dios me ha elegido, ha
dado a su propio Hijo por mí, me ha llamado y me ha salvado por su gracia, me
ha incorporado en su familia y me ha aceptado por hijo; yo, pues, quiero
honrarle a él en mi vida.
Los manuscritos más antiguos no dicen quien
os llamó, sino quien os llama3.
Aunque es correcto que el creyente hable en tiempo pretérito acerca de su
llamamiento por parte de Dios (Gálatas 1:6, 15; 1 Corintios 7:17), hay otro sentido en que el llamamiento de Dios
es continuo. A los que Dios ya ha llamado a través del anuncio del evangelio (2 Tesalonicenses 2:14) los llama constantemente a seguir integrándose
en el reino, sometiéndose a su gobierno, dedicándose a sus valores y
prioridades y viviendo una vida de cada vez mayor santidad y obediencia en
conformidad con la ética del reino venidero. Si Dios llama continuamente,
nosotros debemos responder con la misma continuidad.
Pero si este llamamiento nos parece demasiado alto y difícil, recordemos
que fiel es el que os llama, el cual
también lo hará (5:24). Aunque la responsabilidad de andar dignamente
es nuestra, sigue siendo cierto que nunca alcanzaremos la meta en nuestro
propio poder y esfuerzo. Pero Dios no solamente nos llama, sino que también
obra en nosotros tanto el querer como el hacer (Filipenses 2:13), él es quien lo hará, el mismo Dios
de paz es quien nos santificará por
completo (5:23).
OS LLAMA A SU REINO
El concepto del reino de Dios es central al
pensamiento y al ministerio de Pablo. Tanto es así que él mismo pudo describir
su apostolado en términos de andar
predicando el reino (Hechos 20:25), mientras que Lucas resume sus
actividades durante sus prisiones en Roma con las palabras: predicando el reino de Dios y enseñando todo
lo concerniente al Señor Jesucristo (Hechos 28:31). Ya hemos dicho que, sin duda, fue la predicación del reino y del Señor
Jesucristo como Rey la que habría dado pie a la denuncia de los apóstoles ante
los magistrados de Tesalónica (Hechos 17:3).
Sin embargo, la frase reino de Dios
no es frecuente en las cartas paulinas, ni tampoco tenemos ningún escrito suyo
en el que describa en detalle su interpretación del reino. Para ello tenemos
que acudir más bien a las enseñanzas del propio Señor Jesucristo registradas en
los Evangelios. Allí aprendemos que:
—El reino de Dios no es tanto un lugar como una
realidad espiritual (Lucas 17:21); no es un reino territorial, sino el
señorío de Dios. Está presente allí donde se acata el gobierno de Dios, se
reconoce su soberanía y se obedece su voluntad.
—En cierto sentido, el
«reino» de Dios sigue siendo universal y, en última instancia, absoluto. A
pesar de la rebelión humana y demoníaca, las riendas del universo están
firmemente en sus manos. Él no ha abdicado su trono (Daniel 2:44; 7:14; 1 Corintios 15:24–25). Pero, puesto que la sociedad humana
está en abierta rebelión contra él y puesto que el poder fáctico que opera
temporalmente en este mundo es el del usurpador (Lucas 4:5–6; 1 Juan 5:19; Apocalipsis 11:15–18), el gobierno divino se manifiesta más claramente
allí donde los hombres reconocen su gobierno y, por tanto, la frase reino de Dios suele referirse al ámbito
de su gobierno reconocido.
—El reino es inseparable de
la presencia del Rey. Donde está el Rey, allí está el reino (Lucas 17:21). Cuando Cristo se manifestó por primera vez, el reino de Dios irrumpió en
la historia humana (Mateo 3:2; 4:17). Y cuando venga por segunda vez, el reino será establecido en plenitud,
definitiva, visible y gloriosamente (Mateo 25:31–34; Filipenses 2:9–11; 2 Timoteo 4:1, 18). En el tiempo intermedio —es decir, entre las
dos venidas de Cristo—, Dios abre las puertas de su reino a todos los que creen
en Cristo y se someten voluntariamente a su señorío. Puesto que en estos
momentos el reino se concreta sólo en los corazones de los que aman al Señor,
su manifestación actual es secreta e invisible. Se trata de un «misterio» (Marcos 4:11), algo escondido excepto a los ojos de la fe de la persona regenerada (Juan 3:3), algo que no se manifiesta ahora mediante señas visibles, sino que está
presente sin que la mayoría se percate de su existencia (Lucas 17:20–21).
—Por tanto, en cierto
sentido el reino de Dios ya está presente entre los hombres (1 Corintios 4:20), mientras que, en otro sentido, queda aún por
manifestarse (Mateo 6:10; 25:34). A la vez, es una posesión presente y una herencia futura. Por eso, es
correcto decir que el creyente ya pertenece al reino (Colosenses 1:13) y, sin embargo, entrará en él en un día futuro (2 Pedro 1:10–11; Hechos 14:22; cf. 1 Corintios 6:9–10; Gálatas 5:21; Efesios 5:5). El reino estaba presente en poder cuando Cristo
hizo sus señales y milagros (Mateo 12:28). Está presente hoy en día allí donde los hombres reconocen su señorío y
se someten a su gobierno. Pero alcanzará su manifestación perfecta y definitiva
cuando Cristo vuelva en poder y gloria (2 Tesalonicenses 1:9)4.
—Así pues, el acceso el
reino queda ya abierto. De hecho, cuando venga el Novio celestial, se cerrarán
las puertas para siempre (Mateo 25:10). Sin embargo, los que ahora entramos en
el reino sólo conocemos las primicias, y no la plenitud, de sus glorias y
bendiciones.
—La entrada en el reino es
por medio de la conversión (Mateo 18:3; 1 Tesalonicenses 1:9) y del nuevo nacimiento (Juan 3:5). El ser humano no puede hacer nada con sus propias fuerzas por merecer
entrar: la carne y la sangre no pueden
heredar el reino de Dios (1 Corintios 15:50). Pero, puesto que la finalidad de la conversión
y de la regeneración es capacitar al hombre para vivir en santidad, también es
cierto que sólo entrarán los que hacen la voluntad del Padre (Mateo 7:21)5.
—El reino no es una fabricación
humana. Quien establece el reino es Dios por medio de Cristo, no nosotros. Es
un don de Dios, una obra milagrosa (Lucas 12:32; Marcos 4:26–29). Como mucho, somos colaboradores de Dios en su
obra de extender el reino.
—El creyente ya es
ciudadano del reino (Filipenses 3:20), pero aún tiene que vivir en una
sociedad en rebelión contra Dios y dominada por Satanás (1 Juan 5:19). Vive aquí como peregrino y extranjero, sirviendo al Señor como embajador
suyo, comportándose conforme a la ética del reino y esperando el retorno de
Cristo (1:9).
Así pues, el reino de Dios ya se ha manifestado en
la persona de Cristo y ya está presente en la experiencia del creyente; pero, a
la vez, está aún por manifestarse en plenitud (2 Tesalonicenses 1:5; 1 Corintios 6:9). Cuando Pablo dice que los tesalonicenses han sido llamados por Dios a su reino y a su gloria, está hablando
de una realidad que está ya presente y es todavía futura. Ya son hijos de Dios,
pero aún están a la espera de lo que habrán de ser (1 Juan 3:2). Ya han sido trasladados del reino de las tinieblas al reino del Hijo (Colosenses 1:13), pero aún esperan el retorno del Hijo (1:9).
Vivir vidas dignas del reino entraña, pues, al menos dos ideas esenciales:
vivir anticipadamente la manifestación futura del reino, o sea, vivir tal y
cómo viviremos cuando Cristo vuelva y el reino se establezca en forma
definitiva; y vivir en consecuencia con el reino en su manifestación actual.
Ya somos ciudadanos del reino futuro. Como dirá el propio apóstol: Nuestra ciudadanía está en los cielos, de
donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo (Filipenses 3:20). Por tanto, aunque vivimos en medio de la sociedad humana, no nos
consideramos parte de ella, sino extranjeros y peregrinos sobre la tierra,
embajadores que viven lejos de casa, pero conforme al estilo de vida distintivo
y los valores diferentes de nuestra auténtica patria. Puesto que el reino es
nuestro destino y puesto que esta vida es una preparación para la vida
venidera, somos llamados a vivir aun en este mundo perdido según las
directrices, los valores, las prioridades y la gloria de nuestro destino final.
Por ejemplo, debemos desarrollar la clase de relaciones —leales, afectivas,
intensas y espirituales— que esperamos conocer entonces. Debemos vivir con la
misma sencillez de motivaciones (1:9) que tendremos entonces. Aunque en estos momentos el reino es invisible,
debe manifestarse en nosotros, a través de nuestra manera distintiva de vivir.
Por otro lado, ser llamados al reino significa que hemos de vivir en la
comunión de la auténtica iglesia en Dios
(1:1), pues ella constituye la manifestación actual
del reino en la tierra. Nuestro Padre celestial espera que vivamos en
solidaridad con los demás miembros de su familia sin avergonzarnos de ellos,
preocupándonos por nuestros hermanos y sirviéndolos con espíritu sacrificado, y
a esto nos llama.
Así pues, ya somos hijos de Dios y ciudadanos del reino. Debemos vivir a la
altura de nuestra dignidad en Cristo, como príncipes y princesas en la casa de
Dios.
OS LLAMA A SU GLORIA
Existe una estrecha relación entre el reino de
Dios y la manifestación de su gloria. Tanto es así que, en el texto griego, reino y
gloria comparten una misma preposición y
un solo artículo6. Cuando Cristo vuelva, vendrá para
instaurar el reino en plenitud, pero también aparecerá en gloria. Vino la
primera vez en humildad trayendo consigo salvación; vendrá la segunda vez en
majestad, trayendo consigo la
manifestación de la gloria (Tito 2:11–13).
Pero, como en el caso del reino, la gloria
es un concepto que contiene muchos matices y muchas dimensiones. Para empezar,
la frase gloria de Dios puede
referirse tanto a aquella gloria que emana de Dios mismo, que le pertenece
exclusivamente a él y que él no comparte con nadie (Isaías 42:8), como a aquella gloria que Dios concede a los hombres. Puede referirse al
radiante esplendor, personal e intransferible, que le rodea eternamente, o a la
gloria que procede de él y con la cual glorifica a sus criaturas. Por un lado,
es la gloriosa majestad contemplada por Israel en Sinaí o por Isaías en su
visión:
Vi yo al Señor sentado sobre
un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo. Por encima de
él había serafines; cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con
dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo:
Santo, Santo, Santo, es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de
su gloria. Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que
clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! Porque perdido
estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios
inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos (Isaías 6:1–5).
Pero, por otro lado, la frase gloria de Dios puede referirse a aquella gloria que Dios concede al
ser humano. Éste fue creado como gloria y corona de la creación. Fue creado a
la imagen de Dios y debería ser un espejo en el que se refleja la gloria suya.
Por tanto, cuando las Escrituras dicen que los hombres, por haber caído en
pecado, ya no alcanzan la gloria de Dios
(Romanos 3:23), es difícil saber si quieren decir que el hombre
ya no puede contemplar a Dios en su gloria o si quieren decir que el hombre no
está a la altura de aquella gloria que Dios tenía en mente para él. Igualmente,
cuando dicen que nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de Dios (Romanos 5:2) es difícil saber si la meta puesta delante del creyente es la de ver a
Dios en su gloria o la de ver plenamente restaurada la gloria que es propia del
hombre. Pero, en realidad, no es cuestión de elegir entre estas dos opciones.
Las dos son ciertas y las dos son inseparables. Por eso, el apóstol Juan puede
afirmar (en 1 Juan 3:2) que, cuando Cristo se manifieste en
majestad, no sólo le veremos como él es (en gloria), sino que seremos
semejantes a él (con nuestra gloria
humana plenamente restituida).
En segundo lugar, ambos matices de la gloria de Dios tienen una
manifestación presente y otra futura. En cuanto a la gloria que es propia de
Dios mismo, los creyentes ya hemos empezado a contemplarla en la faz de
Jesucristo (2 Corintios 4:6). Vimos
su gloria (Juan 1:14). Sin embargo, nuestra visión actual es
pobre y pequeña: depende de la fe, no de la vista. Pero tenemos por delante la
enorme esperanza de llegar a aquel día en que veremos al Señor en su gloria,
cara a cara, y le conoceremos como somos conocidos (1 Corintios 13:12).
Y, en cuanto a la gloria que Dios nos concede a los creyentes, ya es cierto
que vamos siendo transformados de gloria en gloria hacia la imagen de la plena
humanidad de Cristo por obra del Espíritu Santo (2 Corintios 3:18). Ya conocemos algo de la gloria de Dios en
nosotros. Pero esto no es nada en comparación con lo que seremos un día:
Considero
que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados
con la gloria que nos ha de ser
revelada … la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Romanos 8:18, 21).
Esta
aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación (2 Corintios 4:17).
Cuando
Cristo, nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria (Colosenses 3:4).
¡Oh, la gloria, la gloria! Hermano mío, ¿qué
significa esta palabra para ti? Todos fuimos creados para la gloria. Todos,
pues, en nuestro fuero interior añoramos la gloria, sentimos el vacío y la
insatisfacción de nuestra condición actual y gemimos deseando el cumplimiento
de nuestra esperanza de gloria. Ver el rostro de un creyente anciano que ha
sabido andar en consecuencia con su fe durante largos años y ha ido
consiguiendo cada vez más de la hermosura de Cristo es ver un pequeño destello
de la gloria de Dios. ¿Pero qué será cuando veamos no un pobre reflejo, sino la
realidad misma? Todos, en el fondo, aspiramos a contemplar la gloria de Dios y
a volver a reflejarla en nuestras propias vidas. Ése es nuestro destino. Para
eso tenemos las primicias del Espíritu: Cristo
en vosotros, la esperanza de la gloria (Colosenses 1:27).
Así las cosas —dice Pablo—, puesto que somos llamados a la gloria, vivamos
ahora en consecuencia. Vivamos a la altura de nuestro llamamiento. Vivamos en
dignidad. No somos del mundo, como tampoco Cristo es del mundo (Juan 17:16); no nos adaptemos, pues, a las formas de vida de este mundo (Romanos 12:2). Nuestra ciudadanía está en los
cielos (Filipenses 3:20); vivamos, pues, como ciudadanos del
cielo. Hemos sido hechos hijos de Dios, príncipes y princesas de su casa real.
Desechemos, pues, toda clase de miseria moral y espiritual y vivamos para la
gloria de Dios.
CONCLUSIONES
—El ministro fiel tendrá como meta conseguir que
todos los creyentes entre los cuales ejerce su ministerio alcancen plena
madurez espiritual, conforme a la medida
de la estatura de la plenitud de Cristo (Efesios 4:13), y anden como dignos de su Padre celestial.
—Con este fin, actuará con aquella mezcla de amor
y firmeza, de ternura y disciplina, que vemos en el trato que un padre sabio da
a sus hijos, procurando eludir los dos extremos: la severidad arisca y los
mimos que todo lo consienten.
—Tendrá siempre por delante la meta final del
reino de Dios y su gloria y ayudará a conducir a los creyentes hacia ella,
enseñándoles a vivir aquí y ahora como ciudadanos del cielo.
Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica