EN CUANTO AL AMOR FRATERNAL … | 1 Tesalonicenses 4:9-10 David Burt
EN CUANTO AL AMOR FRATERNAL …
1 TESALONICENSES 4:9-10
Mas en cuanto al amor fraternal, no tenéis necesidad de que nadie os escriba, porque vosotros mismos habéis sido enseñados por Dios a amaros unos a otros; porque en verdad lo practicáis con todos los hermanos que están en toda Macedonia. Pero os instamos, hermanos, a que abundéis en ello más y más …
EL AMOR FRATERNAL (v. 9a)
El tema cambia. Pablo procede de las demandas de la castidad a las de
la caridad, del amor ilícito al amor imprescindible. Si acaba de hablar acerca
de aquello de lo cual los tesalonicenses deben abstenerse (v. 3), ahora habla
de aquello en lo cual deben abundar (v. 10). Antes de su conversión, cuando
practicaban el paganismo, se caracterizaban por la inmoralidad; ahora deben
caracterizarse por el amor. Antes se dedicaban a defraudar al hermano y a
abusar de su prójimo (v. 6); ahora deben amarle (v. 9).
Ya hemos sugerido que el cambio de tema no es fortuito. En cierto
sentido, el amor fraternal es la «respuesta» cristiana a la inmoralidad del
mundo, pues la dureza de una vida de castidad vivida en medio de una sociedad
promiscua se suaviza cuando recibimos el apoyo de una comunidad caracterizada
por su amor. Si el cristianismo nos exige pagar el precio de la santidad
sexual, nos recompensa abundantemente mediante los ricos dones y las sólidas
experiencias de la comunión fraternal.
Esto se veía muy claramente en la iglesia primitiva. Los primeros
creyentes se caracterizaban por dos cualidades que les distinguían de sus
contemporáneos incrédulos: la pureza y el amor. No se entregaban a la
promiscuidad de sus conciudadanos, pero, por otra parte, tenían fama de ser
personas que practicaban el amor fraternal. A causa de su pureza eran tenidos
por antisociales: Los gentiles … se sorprenden de que no corráis con ellos en
el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan (1 Pedro 4:4). En cambio,
consiguieron buena reputación a causa de la calidad de sus relaciones
fraternales:
La congregación de los que creyeron era de un corazón y un alma; y
ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de
propiedad común (Hechos 4:32).
En este sentido Tertuliano, en su Apología, pudo hablar de la
admiración expresada por los incrédulos al ver cómo los cristianos se amaban
los unos a los otros (cf. Juan 13:34–35), mientras que el escéptico Luciano de
Samosata testificó a principios del siglo II: Es increíble ver el fervor con
que la gente de esa religión se ayudan unos a otros en sus necesidades; no
retienen nada para sí mismos; su primer legislador [Jesucristo] les ha hecho
creer que todos ellos son hermanos.
Desafortunadamente, los cristianos no siempre conseguimos esa
reputación. A veces tenemos fama de puritanos, pero no de amables. Somos
percibidos como personas austeras, pero frías; rectas, pero poco agradables.
Está bien que nuestros prójimos nos conozcan por nuestro repudio de la
inmoralidad, pero sólo si a la vez pueden envidiar la calidad positiva de
nuestras relaciones.
AGAPE Y FILADELFIA (v. 9)
El amor cristiano —agape— es un amor generoso, benévolo y abnegado que
debemos extender a todos los seres humanos, sean creyentes o no, sean amables y
dignos o no. Es el amor que Dios nos ha mostrado a nosotros en Cristo, un amor
inmerecido, lleno de misericordia. Agape hace acto de presencia en nuestro
versículo, pero no como sustantivo, sino en la forma verbal amaros. Al decir en
cuanto al amor fraternal, Pablo emplea otro vocablo, filadelfia, vocablo que
sólo vuelve a aparecer en los escritos paulinos en Romanos 12:10. Esta palabra
se refiere a la clase especial de amor que une a los miembros de la familia de
Dios. En el uso secular del siglo primero se refería habitualmente al amor
entre hermanos carnales. En el Nuevo Testamento se refiere siempre al amor
entre hermanos en Cristo.
Filadelfia, pues, es un amor cuyos vínculos brotan de una relación
familiar. Debe ser tan generoso y abnegado como agape, pero con más sentido de
obligación, además de un mayor sentimiento de cariño. Si miro a alguien como mi
hermano, sentiré los fuertes vínculos del afecto fraternal, pero también sabré
que tengo el deber de cuidarle y velar por su bien, porque pertenece a mi
familia y es una parte mía.
¿Sentimos esa obligación, esa preocupación y ese cariño? ¿O debemos
confesar, en palabras de un comentarista del siglo XIX, que muy pocos de
nuestros más perdurables sentimientos de afecto están determinados por la común
fe? Debería ser cierto que los creyentes somos conocidos por nuestro amor
fraternal. A fin de cuentas, nuestro Señor nos lo manda (Juan 13:34; 15:12, 17)
y su Espíritu nos capacita para ello (Gálatas 5:22), por lo cual podemos decir
que quien no ama a sus hermanos evidencia no ser de Dios ni conocerle (1 Juan
3:10; 4:8).
Desde luego, la carencia de amor fraternal no era la situación de los
tesalonicenses. Ellos ya habían dado claras pruebas de la calidad de su amor
(ver 1:3 y 3:6). Y así demostraban la autenticidad de la obra de gracia en sus
vidas.
ENSEÑADOS POR DIOS (v. 9b)
Pero ¿cómo podemos amar a nuestros hermanos en Cristo si muchas veces
no nos parecen muy amables o agraciados? Dios suele reunir en su familia a
personas que, según los criterios del mundo, tendrían que estar enfrentadas:
personas de diferentes etnias o estratos sociales, con diversos gustos y
opiniones y con diferentes niveles de educación y condicionantes culturales.
Entre los discípulos de Cristo estaban Simón llamado el Zelote (Lucas 6:15) y
Mateo el recaudador de impuestos (Mateo 10:3); uno había luchado contra los
romanos y otro se había enriquecido colaborando con ellos. ¿Cómo pueden
personas tan diversas amarse hasta el punto de considerarse hermanos y asumir
obligaciones fraternales?
Pablo dice que el secreto está en que habéis sido enseñados por Dios a
amaros unos a otros. La palabra que emplea es theodidaktoi, vocablo que sólo
aparece aquí en todo el Nuevo Testamento (aunque Juan 6:45 emplea una frase
parecida). Algunas personas son autodidactas; los creyentes somos
«teodidactos».
¿En qué sentido nos enseña Dios? En al menos tres sentidos diferentes. Mediante la amonestación, el ejemplo y el Espíritu Santo. Consideremos los tres:
1. Dios nos enseña por su amonestación
Dios nos ha revelado su
voluntad por medio de su Palabra. De hecho, en nuestra condición de seres
caídos nos resultaría difícil reconocer acertadamente el bien y el mal si no
fuera por la ley de Dios (Romanos 7:7). Las Escrituras nos ayudan a identificar
comportamientos egocéntricos e injustos y acciones amables y justas. Nos
enseñan inequívocamente que debemos amarnos unos a otros:
Amarás a tu prójimo como a
ti mismo; yo soy el Señor (Levítico 19:18).
Pablo, por tanto, sabía muy bien que la ley refleja fielmente la enseñanza de Dios acerca del amor fraternal. Sin embargo, puesto que muchos de los tesalonicenses procedían del mundo pagano (1:9; 2:14) y sólo una minoría había conocido en la sinagoga los preceptos de la ley divina, es probable que esta dimensión de la enseñanza divina no fuera la que tinía en mente aquí.
2. Dios nos enseña por su ejemplo
La medida del amor es la
obra salvadora de Dios en Cristo (Juan 3:16). Supremamente, aprendemos acerca
del alcance del amor fraternal cuando contemplamos la manera en que Dios nos ha
amado en Cristo. Dios nos enseña a amar por medio de su propio ejemplo:
En
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él
nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.
Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1
Juan 4:10–11).
Aprendemos a amar por
cuanto, como hijos fieles, contemplamos y seguimos el ejemplo de nuestro Padre
celestial:
Sed,
pues, imitadores de Dios como hijos amados; y andad en amor, así como también
Cristo os amó y se dio a sí mismo por nosotros (Efesios 5:1–2).
Los tesalonicenses habían
escuchado y abrazado el mensaje del amor de Dios en Cristo. Ellos mismos se
sabían los objetos del amor abnegado de Cristo. La cruz, de por sí, les había
enseñado a amar:
Éste es mi
mandamiento: que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado (Juan
15:12).
3. Dios nos enseña por su Espíritu
Sin embargo, aunque
tengamos por delante las instrucciones del Padre y el ejemplo del Hijo, si Dios
mismo no nos transforma por su Espíritu seguiremos siendo incapaces de amar
adecuadamente. En la carne somos egoístas. Sólo cuando hemos crucificado la carne
con sus pasiones y deseos puede el fruto de la nueva vida en el Espíritu
empezar a manifestarse en nosotros (Gálatas 5:22–24).
Pablo acaba de referirse
al don del Espíritu Santo (v. 8) y, sin duda, es sobre todo en la obra
transformadora del Espíritu en lo que piensa en estos momentos. Los santos del
Antiguo Testamento habían deseado ansiosamente la llegada del momento en que Dios
mismo se encargaría de la instrucción de su pueblo. Asociaban esa enseñanza
divina a la llegada del Mesías y el derramamiento del Espíritu Santo. No debe
sorprendernos, pues, que Jesucristo aplicara a sí mismo las palabras proféticas
de Isaías: Todos tus hijos serán enseñados por el Señor (Isaías 54:13; cf. Juan
6:45). El nuevo pacto se caracterizaría por nuevas dimensiones del conocimiento
de Dios y de su voluntad:
He aquí, vienen días
—declara el Señor— en que haré con la casa de Israel y con la casa de Judá un
nuevo pacto … Pondré mi ley dentro de ellos, y sobre sus corazones la
escribiré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no tendrán que enseñar
más cada uno a su prójimo y cada cual a su hermano, diciendo: «Conoce al
Señor», porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más
grande (Jeremías 31:33–34).
A partir del momento en
que Dios derramó su Espíritu sobre toda carne (Joel 2:28), el conocimiento de
la ley de Dios ya no depende de tablas de piedra, sino que queda impreso en los
corazones de los hombres (2 Corintios 3:3). A partir de Pentecostés, en un
sentido estricto ningún maestro humano es indispensable, porque cada creyente
tiene el testimonio íntimo del Espíritu Santo que le proporciona una especie de
«instinto divino» en cuanto al bien y el mal:
Vosotros tenéis unción del
Santo … La unción que recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis
necesidad de que nadie os enseñe; pero así como su unción os enseña acerca de
todas las cosas, y es verdadera y no mentira, y así como os ha enseñado, permanecéis
en él (1 Juan 2:20, 27; cf. 1 Corintios 2:12–13).
La instrucción intuitiva
del Espíritu se manifiesta en nosotros no tanto por un conocimiento teórico de
preceptos éticos como por la práctica espontánea de una vivencia conforme a la
de Cristo (Gálatas 5:22–23). Recibir y amar a los creyentes como hermanos
nuestros es la consecuencia natural del nuevo nacimiento y la señal fehaciente
de que hemos pasado de muerte a vida (1 Juan 3:14). Quien tiene el Espíritu
sabe intuitivamente que debe amar a sus hermanos. Quien no ama permanece en
muerte (1 Juan 3:14b).
Amados, amémonos
unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y
conoce a Dios (1 Juan 4:7).
¿Amas, pues, a tus
hermanos en Cristo? Si no, sométete a la enseñanza de Dios. Presta atención a
sus mandamientos. Medita en su ejemplo. Y no te resistas a la obra de su
Espíritu, sino entrégate para que él te llene del amor de Cristo.
LA PRÁCTICA PRESENTE DEL AMOR (v. 10a)
Pero el apóstol no quiere que los tesalonicenses piensen que él
desprecia el amor fraternal que ya practican. Al contrario. Ya los ha alabado y
ahora vuelve a hacerlo. Ellos se distinguen por la manera en que se aman y se
cuidan mutuamente como hermanos: En verdad practicáis [el amor fraternal] con
todos los hermanos que están en toda Macedonia.
Estas palabras no son una mera fórmula de cortesía. El testimonio
independiente de Pablo en sus cartas a los corintios avala la sinceridad con la
que escribe aquí:
Ahora, hermanos, deseamos haceros saber la gracia de Dios que ha sido
dada en las iglesias de Macedonia; pues en medio de una gran prueba de
aflicción, abundó su gozo, y su profunda pobreza sobreabundó en la riqueza de
su liberalidad. Porque yo testifico que según sus posibilidades, y aun más allá
de sus posibilidades, dieron de su propia voluntad, suplicándonos con muchos
ruegos el privilegio de participar en el sostenimiento de los santos; y esto no
como lo habíamos esperado, sino que primeramente se dieron a sí mismos al
Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios (2 Corintios 8:1–5).
No se trata de un brote excepcional de amor en los tesalonicenses, sino
de una práctica habitual y continuada. De hecho, el verbo empleado por el
apóstol en nuestro texto (practicáis) está en tiempo presente continuo.
Tampoco es un amor discriminatorio. Todos sentimos afecto hacia ciertos
hermanos. Lo grande del testimonio apostólico es que los tesalonicenses
practicaban el amor fraternal con todos. A todo aquel que había sido aceptado
por Dios como hijo, le recibían y cuidaban como hermano.
Además, su práctica del amor fraternal no se limitaba sólo al ámbito de
su propia iglesia local, sino que se hacía extensiva a todos los creyentes de
Macedonia. Los tesalonicenses se sentían responsables de todas las
congregaciones de la provincia. Según nuestro conocimiento cierto, las únicas
iglesias existentes en aquel momento eran las de Tesalónica, Filipos y Berea.
Pero el texto de nuestra epístola (ver 1:7–8) indica que, además de por la
misión apostólica, el evangelio había avanzado a causa del testimonio de los
propios tesalonicenses. La provincia había sido extensamente evangelizada por
ellos. Existían nuevos creyentes en toda Macedonia. Y los tesalonicenses habían
entablado una relación de amor fraternal con todos ellos.
Pablo no explica las formas concretas que tomó el amor fraternal de los
tesalonicenses, pero podemos suponer que incluían la práctica de la
hospitalidad (Hebreos 13:2), el alivio de las necesidades de los hermanos
pobres (Santiago 2:15–17), el consuelo de los afligidos, el cuidado de los
enfermos, la visitación de los necesitados (Hebreos 13:3), el respeto mutuo y
el afecto sincero (Romanos 12:10). Desde luego, aunque el amor fraternal deba
ser algo profundamente sentido, se expresa no sólo en sentimientos y palabras,
sino también en hechos:
El que tiene bienes
de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él,
¿cómo puede morar el amor de Dios en él? Hijos, no amemos de palabra ni de
lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17–18).
EL CRECIMIENTO FUTURO EN AMOR (v. 10b)
Sin embargo, los tesalonicenses no deben dormirse en los laureles.
Nosotros tampoco. Siempre hay espacio para que el amor crezca y vaya a más.
Siempre es posible mejorar nuestras relaciones fraternales. Nunca debemos
quedarnos satisfechos con lo que ya hemos alcanzado, sino que debemos proseguir
a la meta (Filipenses 3:14).
De hecho, es así en todas las áreas de nuestra santificación. En cuanto
a nuestra justificación y redención, la obra ya se ha llevado a cabo y la nota
dominante en la Biblia es: una vez para siempre (ver, por ejemplo, Hebreos
10:10, 12, 14). Pero, en cuanto a nuestra santificación y transformación, lo
que dice es: más y más (ver 4:1, 10). Como consecuencia, uno de los énfasis
principales de Pablo en las secciones éticas de 1 Tesalonicenses recae sobre la
idea de abundar o de crecer. Mientras estemos en esta vida, nunca llegaremos a
la meta de la perfección ética; siempre tenemos que avanzar. Por eso, Pablo
ahora dice: Os instamos, hermanos, a que abundéis en ello más y más. No deben
cansarse de hacer el bien.
Es posible que lo diga también porque sabe que los que empiezan bien,
amando mucho a sus hermanos, no siempre acaban bien. El diablo se encarga de
introducir abundantes motivos de desánimo y disgusto en la vida de todo aquel
que practica concienzudamente el amor fraternal. La propia ingratitud de los
hermanos que reciben nuestro amor puede conducir a que abundemos menos y menos
en él. Por eso, nos hace falta el estímulo de la exhortación. El hecho de haber
amado mucho en el pasado no garantiza que vayamos a seguir amando en el futuro.
Todo depende de cómo estamos creciendo en amor en el presente.
Si el amor es fruto del Espíritu, cabe preguntarse cómo y por qué
tenemos que actuar nosotros para que el amor abunde. ¿No basta con esperar que
Dios lo haga a su tiempo? Si él es quien hace abundar el amor en nosotros
(3:12), ¿para qué esforzarnos?
La respuesta se halla en el mismo plano que la plenitud del Espíritu
tiene en Efesios 5:18. El creyente no puede, por sí mismo, hacerlo; pero sí
puede rendirse completamente, sin escamoteos ni reservas, a la acción del
Espíritu, el cual obra eficazmente en todo aquel que no le pone estorbos.
Esforcémonos, pues. La lógica bíblica no es: Puesto que Dios es quien
obra en vosotros tanto el querer como el hacer, no necesitáis preocuparos por
vuestra salvación; sino: Precisamente porque Dios obra, ocupaos en vuestra
salvación con temblor y temor (Filipenses 2:12–13). No debemos decir: Puesto
que Dios me enseña y su Espíritu me fortalece, no necesito esforzarme por amar
a mis hermanos; sino: Precisamente porque estas cosas son ciertas, vale la pena
esforzarme; por la gracia de Dios, abundaré en amor fraternal más y más hasta
que el Señor me llame a su presencia.
Se ve que así ocurrió en la experiencia de los tesalonicenses. En su
primera epístola, Pablo les exhorta a abundar en el amor fraternal. En la
segunda, da gracias a Dios porque lo han hecho: Siempre tenemos que dar gracias
a Dios por vosotros, hermanos, como es justo, porque … el amor de cada uno de
vosotros hacia los demás abunda más y más (2 Tesalonicenses 1:3).
Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica