LA BONDAD | 1 Tesalonicenses 5:15 | David Burt


LA BONDAD

1 TESALONICENSES 5:15

Mirad que ninguno devuelva a otro mal por mal, sino procurad siempre lo bueno los unos para con los otros, y para con todos.

LAS RELACIONES FRATERNALES, ¿ENTRAÑABLES O DETERIORADAS?

Pablo sigue abordando temas que tienen que ver con la armonía en la iglesia local. Es cierto que las instrucciones de este versículo pueden (¡y deben!) caracterizar nuestra manera de vivir en la sociedad que nos rodea. Es decir, debemos desterrar de nuestras relaciones sociales el espíritu vengativo y debemos ser generosos y amables al tratar a nuestros vecinos y compañeros de trabajo incrédulos. Pero, por el contexto, está claro que las palabras del apóstol deben aplicarse antes que nada a las relaciones fraternales vividas en la iglesia.

Nuestro enemigo, el león rugiente, quiere «devorarnos» (1 Pedro 5:8). Es decir, quiere neutralizar la eficacia de nuestro testimonio e impedir nuestra participación activa en la edificación de la iglesia. Emplea un arsenal muy extenso para lograr sus fines. Algunas de sus armas son la indisciplina, el desaliento y la debilidad que el apóstol acaba de tratar en el versículo 14. Otra de ellas —una de las más eficaces y que utiliza con mucha frecuencia en nuestros días— es conseguir que hagamos el ridículo ante el mundo a causa de nuestras inconsecuencias: predicamos un evangelio de amor y tratamos a nuestros hermanos con indiferencia, cuando no con antagonismo; predicamos la reconciliación y practicamos la descalificación y la murmuración; predicamos la sanidad, pero no somos capaces de mostrar al mundo unas relaciones fraternales hermosas fruto de la obra restauradora y sanadora de Cristo. En vez de mostrarnos el uno al otro amor, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, consideración, genuino afecto y todas las demás manifestaciones del fruto del Espíritu, permitimos que el diablo siembre entre nosotros toda clase de raíz de amargura: celos, rivalidades, envidia, odio, enemistad, indiferencia, suspicacia, enojo, rencor, disensión, sectarismo … El mundo lo ve, se ríe de nosotros y desprecia el evangelio.

Ahora bien, ante este peligro, necesitamos vigilancia; y una de las cosas que más debemos cuidar es cómo respondemos cuando un hermano nos hace mal (o cuando sospechamos que nos ha hecho mal). Porque, según cómo respondamos, daremos o no lugar al diablo. El mal que hemos recibido despierta naturalmente en nosotros una justa indignación y un anhelo vengativo. Deseamos pagar con la misma moneda lo que el otro nos ha hecho. Pero si damos cauce a estos sentimientos y buscamos nuestra propia justicia y venganza, contribuiremos a la creación de un círculo vicioso de antagonismo que lesionará seriamente la comunión de la iglesia. En cambio, si somos capaces de superarlos y tratar a nuestro ofensor con gracia, romperemos el círculo, contribuiremos a la sanidad y reconciliación de la iglesia y venceremos al maligno.

Pero, si bien el énfasis principal del versículo recae sobre la importancia de que cada uno se mire a sí mismo y examine su propio corazón en este asunto, no es cuestión sólo de vigilar nuestras propias reacciones personales, sino también de velar por las de nuestros hermanos. Nuestro texto no empieza: no devolváis a otros mal por mal; sino: mirad que ninguno devuelva mal por mal. El cambio de la segunda persona en el versículo 14 (que amonestéis, etc.) a la tercera en el 15 (que ninguno devuelva), unido al imperativo inicial (mirad; es decir, velad, vigilad, averiguad, asegurad), indica que, en este asunto, todos debemos ser «guardianes de nuestros hermanos». Cuando hay roce entre dos hermanos de la congregación, los demás no podemos lavarnos las manos y decir: Esto es asunto suyo; que lo resuelvan ellos. Porque, de hecho, es un asunto que afecta a la salud espiritual de toda la iglesia.

El apóstol acaba de enseñarnos tres maneras en las que debemos intervenir en la vida de nuestros hermanos: amonestar a los indisciplinados, animar a los desalentados y sostener a los débiles. Ahora añade una cuarta: actuar para cortar la espiral de rencor, amargura y antagonismo que suele producirse cuando alguien se siente ofendido; es decir, ser pacificadores. Los miembros espirituales y maduros de la congregación, los que han aprendido ellos mismos a devolver bien por mal y se dan cuenta de cómo estas cosas pueden hacer un daño irreparable a la iglesia, no deben inhibirse, sino que deben buscar la reconciliación de los antagonistas.

Quizás alguien reaccione con escepticismo ante esta enseñanza por haber visto cómo una mala intervención de terceras personas sólo sirve para agravar el problema. Concluye, por tanto, que es mejor no «remover» la situación, sino dar tiempo al tiempo, que todo lo cura. Pero esta idea suele ser una falacia. Si acaso, el tiempo hace que el recuerdo de la ofensa sea cada vez más lejano. Pero sigue presente en el subconsciente del hermano ofendido y constituye una barrera cada vez más difícil de franquear en su relación con el hermano ofensor. Por eso, en algunas iglesias, aunque no existen conflictos abiertos entre los hermanos y todos se portan de maneras civilizadas y correctas, hay un ambiente mortecino de frialdad, distanciamiento y suspicacia. Detrás de la frialdad hay mucho pecado sin confesar, muchas relaciones deterioradas. La consecuencia es que tales congregaciones se estancan en vez de crecer y se introvierten en vez de evangelizar.

Es cierto que no podemos garantizar el éxito de nuestras intervenciones. El hermano ofensor quizás responda justificando su ofensa y atrincherándose detrás de una barricada de orgullo y obstinación. El hermano ofendido quizás responda acariciando su dolor y rencor. Los dos pueden volverse en contra de aquellos que queremos ayudarles. Y nosotros mismos podemos ser parciales, torpes o injustos en nuestra manera de intervenir. Pero, aun así, la intervención al menos ofrece una esperanza de sanidad, mientras que la inhibición garantiza que el mal no se cure.

Lo que nos compete a nosotros es asegurar que nuestra intervención se haga con el espíritu de Cristo. A veces intervienen los quisquillosos de la iglesia, mientras que los maduros se inhiben: el resultado es que las heridas se abren, pero no se sanan. Otras veces la intervención sólo persigue la resolución de un problema, y no la reconciliación y restauración de las personas afectadas. Entonces se aplican medidas disciplinarias injustas o desproporcionadas con el solo fin de mantener una impresión de buen orden y liderazgo firme. Por descontado, el apóstol sobrentiende que toda intervención debe llevarse a cabo con ternura, compasión, comprensión y mucho amor (ver 2 Timoteo 2:24–25); con ecuanimidad y imparcialidad; con humildad y mansedumbre, pues los que intervenimos somos también pecadores (Gálatas 6:1). Requiere sabiduría espiritual, discernimiento y mucha «mano izquierda».

Una mala intervención quirúrgica puede empeorar la condición del enfermo. Pero el remedio en tal caso no es la inacción, pues la enfermedad sólo irá de mal en peor, sino una intervención correcta.

EL FIN DE LA VENGANZA

La prohibición de vengarse se repite con cierta frecuencia en el Nuevo Testamento:

Nunca paguéis a nadie mal por mal … Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor … No seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal (Romanos 12:17, 19, 21).

Sed todos de un mismo sentir, … no devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, sino más bien bendiciendo (1 Pedro 3:8–9).

Esta prohibición arranca del Antiguo Testamento:

No andarás de calumniador entre tu pueblo; no harás nada contra la vida de tu prójimo; yo soy el Señor. No odiarás a tu compatriota en tu corazón; podrás ciertamente reprender a tu prójimo, pero no incurrirás en pecado a causa de él. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo; yo soy el Señor (Levítico 19:16–18).

Mía es la venganza y la retribución … El Señor vindicará a su pueblo (Deuteronomio 32:35–36; cf. Hebreos 10:30).

No digas: Yo pagaré mal por mal; espera en el Señor, y él te salvará (Proverbios 20:22).

No digas: Como él me ha hecho, así le haré; pagaré al hombre según su obra (Proverbios 24:29).

Luego fue confirmada y ampliada por el Señor Jesucristo, quien enseña a sus discípulos que su prioridad en la vida no debe ser su propia vindicación (ésta la pueden dejar confiados en manos de Dios), sino la salvación del otro:

Yo os digo: no resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, vuélvele también la otra … Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os vituperan (Mateo 5:39; Lucas 6:27–28; cf. Mateo 5:44).

Claramente, pues, la vía del desquite está cortada para el creyente. Toda venganza o represalia personal les está vetada a los seguidores de Jesús.

No es que la venganza sea mala en sí. En principio, corresponde al sentido de equidad y justicia que caracteriza a todo ser humano que no haya perdido su sensibilidad moral. De hecho, algo anda mal en nosotros si no experimentamos indignación ante los atropellos que cometen los hombres y si no queremos que los pecadores reciban su merecido. No en vano, nuestro Creador se revela como el Dios de las venganzas, y a eso ya hizo referencia el apóstol en el 4:6. Lo que ocurre es que los seres humanos caídos como nosotros no estamos en condiciones morales de alzarnos como jueces por encima de nadie. Bastantes problemas tenemos con nuestros propios pecados como para creernos dignos de enjuiciar a los demás y darles el pago. Por otro lado, nuestra visión de las cosas suele estar distorsionada, tanto por nuestro conocimiento limitado como por la parcialidad con la que juzgamos. Con la venganza ocurre lo mismo que con la ira: los hombres caídos somos incapaces de manejarla correctamente, sin hacer más daño que bien. Normalmente, cuando la venganza se deja en manos de la persona ofendida, ésta, en vez de dar el pago justo, busca una represalia exagerada. Sufrimos lo que podríamos llamar el síndrome de Lamec:

Y Lamec dijo a sus mujeres: Ada y Zila, oíd mi voz; mujeres de Lamec, prestad oído a mis palabras, pues he dado muerte a un hombre por haberme herido, y a un muchacho por haberme pegado. Si siete veces es vengado Caín, entonces Lamec lo será setenta veces siete (Génesis 4:23–24).

Por eso mismo, Dios se reserva para sí el derecho a ejercer la venganza: Mía es la venganza, yo pagaré.

Debemos recordar también que, si nosotros mismos nos encargamos de nuestra propia venganza, esto nos involucra en el mundo mezquino de hacer planes y tramar estrategias para hacer mal al otro, cosas que pueden volverse obsesivas y que, en todo caso, nos resultarán poco edificantes, porque servirán para adiestrarnos en la malicia. En nuestra condición caída, cuando hacemos daño al otro nos lo hacemos también a nosotros mismos.

Por otra parte, no debemos olvidar lo que ya vimos en el capítulo anterior: la prioridad de Cristo para su iglesia no es que se dedique a fiscalizar, condenar y vengarse del comportamiento de los demás, sino que busque su restauración y reconciliación. A los creyentes no nos corresponde ejercer juicio sobre nuestros hermanos, sino procurar su salvación.

Así pues, cuando recibimos una ofensa, nuestro sentido de justicia clama: Oh Señor, Dios de las venganzas, oh Dios de las venganzas, ¡resplandece! Levántate, Juez de la tierra; da su merecido a los soberbios (Salmo 94:1–2). Éste es un sentimiento legítimo que refleja nuestra aspiración de justicia, equidad y retribución. Pero todo aquel que conoce en su vida la dirección del Espíritu de Cristo descubre que aquella primera reacción primaria es compensada pronto por otra aun más fuerte: el anhelo de la salvación del ofensor. Antes que el castigo de sus enemigos, desea su reconciliación. Antes que la vindicación personal, le preocupa la restauración de las relaciones.

Pablo no da todas estas explicaciones en este versículo, sino que las presupone. Se limita a recalcar el mandamiento: que ninguno devuelva mal por mal. En la situación interna de la iglesia de Tesalónica en la que, como hemos visto, parece que existía cierto grado de tensión entre algunos miembros y los líderes y en la que los indisciplinados estaban causando malestar entre los demás, habría sido muy fácil que las desavenencias degenerasen hasta el punto de dejar a la iglesia dividida y, por tanto, paralizada. Lo que está en juego es el futuro de la congregación en cuanto a la eficacia de su propio crecimiento y de su testimonio entre los incrédulos (1:8). Por eso, no deben de ninguna manera permitir que las tensiones vayan en aumento ni entrar en el triste juego de las venganzas: murmuraciones, descalificaciones, calumnias, caras largas, espíritu amargo, pequeñas rivalidades y críticas destructivas. Deben aprender a perdonarse los unos a los otros (Lucas 6:37; Efesios 4:32; Colosenses 3:13), si es necesario, cuatrocientas noventa veces (Mateo 18:21–22). Y deben aprender a frenarse en cuanto el deseo de venganza empieza a controlar sus actitudes y acciones.

LA BÚSQUEDA DEL BIEN DEL OTRO

Pero aun el perdón y la negativa a emplear la venganza no son suficientes. De la misma manera en que Cristo no se conformó con prohibir a los discípulos que devolvieran mal por mal, sino que les enseñó positivamente a amar a sus enemigos, Pablo se vuelve ahora de lo negativo a lo positivo: procurad siempre lo bueno. La mejor manera de asegurar que no estamos buscando vengativamente el mal de nuestro hermano es buscar activamente su bien.

En este contexto, lo bueno tiene que entenderse en contraste con el mal y se refiere no tanto a lo que resulta bueno para uno mismo (a diferencia del 5:21) como a lo que es beneficioso para el otro. Corresponde al mandamiento del Señor de devolver bendición por maldición. Ante la soberbia y prepotencia del otro, debemos responder con mansedumbre y humildad. Ante su agresión y animosidad, con afecto fraternal y amabilidad. Ante su calumnia y crítica, con palabras de aliento y edificación.

De hecho, la búsqueda del bien del otro tendría que formar una parte tan intrínseca de nuestra vivencia cristiana que la suave respuesta sea una constante en nuestra conversación, aun ante las palabras hirientes (Proverbios 15:1), y las buenas acciones sean nuestra respuesta normal a las bofetadas recibidas (Mateo 5:39). Por eso, Pablo dice que en nuestro trato con los demás siempre debemos procurar lo bueno.

Este proceder debe caracterizar no sólo nuestras relaciones con los hermanos (los unos para con los otros), sino también con los incrédulos (y para con todos). Al menos, ésta es la manera en que la mayoría de comentaristas entienden estas frases. Dijimos al principio que en este versículo el apóstol contempla mayormente las relaciones fraternales en el seno de la iglesia, pero es ahora cuando hace extensivos estos preceptos a nuestras relaciones con «los de fuera». El auténtico amor cristiano no se puede limitar a ciertos círculos, sino que debe alcanzar a todos los hombres. No basta con sostener buenas relaciones con algunos miembros de la congregación, sino, en la medida de nuestras posibilidades, con todos. Y no basta con buscar el bien de todos los creyentes, sino que debemos hacerlo en nuestra relación con todo ser humano.

Así que entonces, hagamos bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe (Gálatas 6:10).

¡Qué difícil habrá resultado esto para los tesalonicenses! Conocían la oposición de la sinagoga y de las autoridades civiles gentiles. Habían padecido a manos de sus compatriotas (2:14). Pero el Señor les llamaba a seguir su ejemplo: cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia (1 Pedro 2:23).

No nos resulta nada fácil obedecer las demandas de este versículo. Pero tampoco le resultó fácil al Señor Jesucristo. ¿Y qué del apóstol Pablo? Escuchemos su propio testimonio:

Cuando nos ultrajan, bendecimos; cuando somos perseguidos, lo soportamos; cuando nos difaman, tratamos de reconciliar; hemos llegado a ser, hasta ahora, la escoria del mundo, el desecho de todo (1 Corintios 4:12–13).

El mismo apóstol que escribió este versículo y el mismo Señor Jesucristo que lo inspiró constituyen para nosotros ejemplos vivos de lo que significa renunciar a la venganza y seguir la bondad, así como del precio que hay que estar dispuestos a pagar para vivir así.


Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica

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