TRES VIRTUDES PERMANENTES | 1 Tesalonicenses 5:16-18| David Burt
TRES VIRTUDES PERMANENTES
1 TESALONICENSES 5:16-18
"Estad siempre gozosos; orad sin cesar; dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para vosotros en Cristo Jesús."
CARAS LARGAS O CARAS RADIANTES
Hasta aquí, al prescribir medidas que debemos tomar para salvaguardar la unidad de la iglesia, Pablo ha centrado nuestra atención en lo negativo: en aquellas cosas que, si no se toman medidas para impedirlas, lesionarán la comunión y convertirán la iglesia en un mar de conflictos y rencores.
Ahora se vuelve de lo negativo a lo positivo. En vez de decirnos lo que no debemos hacer, señala diferentes medidas que podemos tomar para contribuir positivamente a la armonía y buena marcha de la congregación. Pide que nuestras vidas se caractericen por tres virtudes: el gozo, la intercesión y la gratitud.
Desde luego, ¡qué transformación más grande se produciría en algunas congregaciones si los hermanos se tomaran en serio estas exhortaciones! ¿Podemos imaginarnos lo que sería pertenecer a una iglesia en la que todos los miembros orasen los unos por los otros y manifestasen constantemente un espíritu de genuino gozo y agradecimiento? ¡Esperaríamos con ilusión la próxima reunión en vez de afrontarla con aprensión! En vez de acudir a los cultos como si de una pesada obligación religiosa se tratara, iríamos con expectación para disfrutar de la comunión fraternal. En vez de caras largas y un ambiente triste, veríamos caras afectuosas y nos encontraríamos en un ambiente amistoso. Así debe ser. Pablo no está prescribiendo requisitos para congregaciones extraordinarias, sino para la iglesia local normal.
Así pues, las tres exhortaciones de los versículos tienen esto en común:
—Todas son positivas y contribuyen a la creación de un ámbito acogedor, amable y edificante en la iglesia local.
Pero también tienen en común otros factores:
—El apóstol insiste en que deben ser practicadas en todo momento. No basta con que a veces experimentemos gozo, intercedamos puntualmente por algún hermano o expresemos gratitud de vez en cuando. Éstas deben ser características permanentes nuestras. La nota dominante del texto recae en siempre … sin cesar … en todo.
—A primera vista, las tres exhortaciones parecen utópicas, imposibles de guardar. ¿Quién es capaz de mantenerse siempre gozoso, cuando la vida cristiana está llena de contratiempos y pruebas? ¿Quién puede orar sin cesar, cuando tiene que atender también a otras muchas responsabilidades? ¿Y quien puede dar gracias en todo, cuando muchas circunstancias son fruto del pecado y llegan por iniciativa del maligno?
—Sin embargo, las tres exhortaciones juntas forman una parte importante e ineludible de la voluntad de Dios para nosotros.
Veamos, pues, en más detalle cuáles son, a sabiendas de que, según cómo las apliquemos a nuestras vidas, contribuiremos a que el ambiente de nuestras congregaciones sea sano y sanador o malsano y deprimente.
EL GOZO (v. 16)
La escueta exhortación estad siempre gozosos resulta especialmente sorprendente si recordamos quién la escribió y a quiénes fue dirigida. Pablo era un hombre llamado a sufrir continuamente. Como escribiría poco después a los corintios:
Cinco veces he recibido de los judíos treinta y nueve azotes. Tres veces he sido golpeado con varas, una vez fui apedreado, tres veces naufragué, y he pasado una noche y un día en lo profundo. Con frecuencia en viajes, en peligros de ríos, peligros de salteadores, peligros de mis compatriotas, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajos y fatigas, en muchas noches de desvelo, en hambre y sed, a menudo sin comida, en frío y desnudez. Además de tales cosas externas, está sobre mí la presión cotidiana de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién es débil sin que yo sea débil? ¿A quién se le hace pecar sin que yo me preocupe intensamente? (2 Corintios 11:24–29).
La vida del apóstol era un rosario de preocupaciones, aflicciones y motivos de temor. Los tesalonicenses, por su parte, estaban afrontando una situación de persecución en la que habían tenido que soportar la expulsión violenta de los misioneros de su ciudad, la virulenta animosidad de la sinagoga, la injusticia de las autoridades civiles y continuos conflictos con antiguos amigos y con parientes.
El hombre natural experimenta gozo, si acaso, cuando todo va bien. ¿Cómo, pues, puede el apóstol, él mismo sujeto a grandes aflicciones, escribir a lectores rodeados por circunstancias adversas, pidiéndoles que estén siempre gozosos? La respuesta está clara: el gozo del cristiano no depende en primer lugar de sus circunstancias inmediatas, sino de su relación con Cristo. Está gozoso porque está en Cristo. Aun cuando le asedian motivos de dolor y tristeza, siguen en pie las grandes verdades de la fe y se regocija en el Señor (Filipenses 3:1; 4:4). El gozo profundo que el Señor le proporciona, inefable y lleno de gloria (1 Pedro 1:8), no es incompatible con las adversidades ni desaparece en medio de las pruebas. Por eso mismo, el apóstol puede describirse a sí mismo y a sus compañeros como entristecidos, mas siempre gozosos (2 Corintios 6:10) y puede afirmar que se gloría en las tribulaciones (Romanos 5:3; cf. Santiago 1:2). ¿No había sido ésta su experiencia en la cárcel de Filipos? Aunque malheridos e injustamente tratados, él y Silas habían cantado alabanzas a Dios (Hechos 16:25). ¿Y los tesalonicenses no habían recibido la palabra en medio de mucha tribulación, con el gozo del Espíritu Santo (1:6)? Si habían comenzado así la vida de fe, así debían también seguir en ella. La vida cristiana es esencialmente una vida gozosa.
Pero ¿cómo puede esto ser posible? A lo que ya hemos dicho podemos añadir dos razones más. En primer lugar, es posible porque el gozo depende menos de lo que alguien tiene que de lo que es; menos del hombre exterior que del interior; menos de las circunstancias y las posesiones que del carácter de la persona en cuestión y, más explícitamente, de la obra del Espíritu Santo en su vida. Algunas personas son quejumbrosas aunque tengan abundancia de posesiones, gocen de buena salud y vivan una vida aparentemente cómoda y sin problemas. Otras son afables, agradecidas y optimistas aun viviendo en penuria y rodeadas de desgracias. Aun para el hombre natural el contentamiento no depende tanto de sus circunstancias como de su carácter: dos personas, puestas en circunstancias idénticas, reaccionarán de maneras diferentes según cómo sean. ¡Cuánto más debemos notar esta diferencia cuando se trata del creyente en contraste con el incrédulo! El incrédulo es egocéntrico. Al vivir barriendo siempre para dentro, se frustra cada vez que no se sale con la suya. Nunca se conforma con lo que ya tiene, sino que siempre busca más. Va de placer en placer, de diversión en diversión, siempre intentando apagar su sed de «gozo» bebiendo en cisternas rotas que no pueden satisfacerla. En cambio, el creyente ya no vive para sí. Ha descubierto que la felicidad no consiste en la abundancia de posesiones (Lucas 12:15). Y bebe de aquella fuente de agua viva que da profunda satisfacción. El Espíritu de Cristo que mora en él va transformando su carácter, haciéndole capaz de amar a los demás en lugar de ser esclavo de su propio egoísmo, y dándole gozo (Gálatas 5:22). Como creyentes, pues, podemos experimentar el gozo aun en pruebas y adversidades porque éste no brota de las circunstancias en sí, sino del carácter de Cristo que el Espíritu está formando en nosotros.
La segunda razón por la que podemos (y debemos) estar siempre gozosos es parecida a la primera: el gozo del creyente no depende de situaciones físicas transitorias, sino de realidades espirituales permanentes. El creyente, ciertamente, tiene que afrontar muchos contratiempos, pero lo hace a sabiendas de que constituyen una aflicción leve y pasajera en comparación con el eterno e incomparable peso de gloria que, por la gracia de Dios, será su fruto (2 Corintios 4:17). En otras palabras, detrás de las pequeñas circunstancias inmediatas de la vida, el creyente siempre vislumbra la gran «circunstancia» que la enmarca: la mano providencial de Dios trazando un plan mucho mayor y más glorioso. Sabe que no es llamado a sufrir en vano, sino que las aflicciones sirven, bajo la providencia divina, para adelantar el proceso de su santificación y transformación. Consciente de que Dios obra todas las cosas, aun las más adversas, para su bien, puede experimentar gozo incluso en los momentos más oscuros.
La exhortación del apóstol, pues, no es utópica, sino realista y realizable. Su cumplimiento dependerá de nuestra fe (la capacidad de depender de Dios y descansar en su providencia) y de nuestra esperanza (la capacidad de creer la palabra de Dios y aferrarnos a sus promesas). Se verá reforzado por la comunión con nuestros hermanos (cf. 2:19–20; 3:6–9). Pero en sí es fruto de la obra del Espíritu Santo en nosotros, obra que consiste en al menos dos cosas especialmente relevantes para nuestro tema: en la transformación de nuestro hombre interior, para que el gozo brote de nuestro carácter y no tenga que depender de nuestras circunstancias inmediatas; y en la confirmación de nuestra esperanza, impartiéndonos una firme confianza en cuanto a nuestra herencia futura (Efesios 1:14). Sostenidos por esta esperanza descubrimos que nadie ni nada nos quita nuestro gozo (Juan 16:22).
Si tenemos que confesar que no nos caracterizamos habitualmente por el gozo, sino por un espíritu triste y derrotado, debemos entender que el problema no está en nuestras circunstancias ni en las personas que nos rodean, sino en nosotros mismos. O estamos estorbando la obra transformadora del Espíritu en nuestras vidas o nos hemos olvidado de las glorias de nuestra esperanza. Dios no nos pide cosas imposibles. Si nos exhorta a estar siempre gozosos es porque en Cristo tenemos los recursos que necesitamos para vivir así. No debemos hundirnos bajo el peso de nuestros problemas actuales, porque esto sería padecer una miopía espiritual enorme, al no ver el peso de gloria que Dios está obrando en nosotros y al perder de vista la esperanza del retorno de Cristo. Tampoco es cuestión, por supuesto, de colocarnos una máscara de alegría y fingir estar gozosos cuando estamos llorando por dentro. Es cuestión de poner cada cosa en su lugar correcto y tener ojos para ver todas las realidades: tanto las inmediatas, que pueden ser motivo de dolor; como las eternas, que son una fuente inagotable de consuelo y gozo. Cuando consideramos lo que éramos antes de conocer el evangelio, lo que seríamos si no fuera por el Señor, lo que ya hemos llegado a ser por su gracia y lo que esperamos ser en aquel día gracias a su poder sustentador y transformador, entonces podemos y debemos experimentar gozo siempre.
Huelga decir que aquel que conoce la plenitud de esta esperanza y de este gozo es una bendición para la vida de la iglesia. Se le ve habitualmente con una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos, y en su trato con los demás nunca le faltan palabras de consuelo y ánimo. Y, por supuesto, cuanto más avanzamos en la vida de fe, tanto más cierto debe ser de nosotros que nuestra fortaleza es el gozo del Señor (Nehemías 8:10). ¿Qué nos pasa, pues, cuando en nuestras iglesias se ve cierta alegría entre los jóvenes pero los miembros veteranos se caracterizan más por la amargura de espíritu que por el gozo?
LA ORACIÓN (v. 17)
El gozo es fruto de la fe. La fe es esencialmente una actitud de dependencia de Dios. Y la dependencia de Dios se expresa en la oración. Puesto que el creyente sabe que hay un Dios omnipotente que le cuida y le sostiene, puede superar con gozo las dificultades de la vida. Y porque lo sabe, también expone al Señor sus necesidades y peticiones.
A primera vista, la segunda exhortación —orad sin cesar (cf. Efesios 6:18)— también parece poco realista. A fin de cuentas, el creyente tiene muchas obligaciones que llevar a cabo. El apóstol ya nos hablado de nuestras responsabilidades tanto en el ministerio de la iglesia (1:3; 5:14) o en la evangelización (1:8) como en el trabajo secular (4:11–12). Éstas son difíciles de cumplir si, a la vez, tenemos que estar pensando conscientemente en aquellas necesidades que requieren nuestra intercesión y estar formulando oraciones explícitas para expresarlas. ¿Cómo pronunciar palabras de aliento a otros si simultáneamente estamos pronunciando palabras de intercesión a Dios? ¿Cómo tener la mente puesta en nuestro trabajo si la estamos dedicando a la comunión con el Señor en los lugares celestiales?
Una de dos: o bien tenemos que suponer que la frase sin cesar es una hipérbole y significa con mucha frecuencia, o bien el imperativo orad no se refiere solamente a la composición de oraciones elaboradas, sino a aquella elevación de espíritu por la cual nuestra mente nunca deja de estar en la presencia y comunión de Dios, aun cuando no esté formulando peticiones concretas.
De hecho, ambas cosas deben ser ciertas de nosotros. Por un lado debemos practicar la intercesión con frecuencia. En gran medida, podemos decir que la razón por la que la comunión fraternal en nuestras iglesias dista de ser intensa y edificante es porque no oramos los unos por los otros. Los judíos hacían sus oraciones tres veces al día. No es cuestión de imponernos legalismos (¡aunque lo cierto es que un poco de disciplina en este área no nos vendría mal!), pero sí de reconocer que la obra de Dios no prosperará si no nos tomamos tiempo para estar a solas con el Señor orando por nuestras necesidades, por nuestros hermanos y por la extensión del evangelio en el mundo entero. Ante los contratiempos de la vida, especialmente si éstos persisten aparentemente sin solución, nos desanimamos fácilmente y abandonamos la perseverancia en la oración. Lejos de esto, debemos orar en todo tiempo y no desfallecer (Lucas 18:1).
Pero, además, necesitamos cultivar el hábito de vivir conscientemente en la presencia de Dios a lo largo del día. Cuando dos amigos emprenden juntos un largo viaje, es natural que pasen algunos tramos sin dirigirse la palabra; pero cada dos por tres se harán pequeños comentarios acerca del trayecto y las cosas que ven en la carretera y, cuando se presenta algún obstáculo, en seguida lo comentarán. Así ocurre con nosotros y el Señor. Constantemente le comentaremos las situaciones que se van produciendo a lo largo del día. A veces tendremos que parar con el fin de consultarle largamente sobre las complicaciones de la ruta. Y otras veces los quehaceres del camino impedirán que le dirijamos audiblemente la palabra. Pero siempre estaremos conscientes de su presencia a nuestro lado; siempre disfrutaremos de la comunión con él.
No es posible que pasemos todo el tiempo con palabras de oración en los labios; pero sí podemos pasar todos nuestros días en espíritu de oración, reconociendo nuestra dependencia de Dios para todo lo que tenemos y para todo lo que somos, reconociendo su compañía en cualquier lugar donde nos encontremos y entregándonos continuamente a él para hacer su voluntad.
LA GRATITUD (v. 18)
La intercesión y la acción de gracias suelen ir juntas siempre en el pensamiento de Pablo. No nos sorprende, pues, que proceda ahora de la una a la otra: dad gracias en todo.
Con la gratitud ocurre lo mismo que con el gozo: podemos obcecarnos de tal manera a causa de los problemas inmediatos que perdamos nuestra visión de larga distancia; o nos fijamos tanto en el medio que perdemos de vista el fin. Como ya hemos visto, absolutamente todas nuestras circunstancias, en la buena providencia de Dios, contribuyen para nuestro bien (Romanos 8:28) y aun las horas más negras de nuestra vida persiguen una finalidad positiva de santificación, maduración espiritual y transformación a la imagen de Cristo (ver Romanos 5:3–5; Hebreos 12:11). Así las cosas, no hay razón por la que no podemos dar gracias en todo.
Algunos comentaristas, ante esta tercera exhortación, se apresuran a señalar que debemos dar gracias en todo, no por todo. Pero quizás su prisa sea excesiva, porque Pablo no rehuye decir esto último a los efesios (dando siempre gracias por todo; Efesios 5:20). Lo cierto es, por supuesto, que ni Pablo ni nosotros mismos somos masoquistas; no nos causan placer el dolor y la tribulación. Pero, puesto que Dios no permite que ninguna de estas cosas forme parte de nuestra experiencia sin el propósito positivo de finalmente hacernos bien (Deuteronomio 8:16), podemos darle gracias tanto en todo (por cuanto no hay circunstancia en medio de la cual Dios no vaya a cumplir sus propósitos en nosotros) como por todo (por cuanto Dios se servirá para ello aun de las cosas que parecen más desagradables). No damos gracias por el sufrimiento en sí, sino porque es un instrumento para bien en las manos de Dios.
Cierto que a veces es difícil ver el lado resplandeciente de una prueba particular. Pero si nuestra profunda convicción es que Dios domina sobre todo y que su mano está en la tribulación particular que padecemos en ese momento, entonces no podemos sino reconocer su bondad y hacer de ello un motivo de acción de gracias.
La ingratitud es una de las marcas del mundo incrédulo (Romanos 1:21). En cambio, el creyente, limpiado por Cristo como los diez leprosos, debería expresarle constante gratitud (Lucas 17:11–19). Desgraciadamente, a veces parece que el pueblo de Dios sigue más el ejemplo de los nueve que se fueron que el de aquel que se acercó a agradecérselo. Necesitamos el espíritu del salmista:
Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios (Salmo 103:1–2).
LA VOLUNTAD DE DIOS
Probablemente, la última frase del versículo 18 —porque esta es la voluntad de Dios para vosotros en Cristo jesús— se refiera a las tres frases anteriores (vs. 16–18), no solamente a la última de ellas. La voluntad de Dios para sus hijos es que continuamente, en todo tiempo y en toda circunstancia, experimenten el gozo, practiquen la oración y expresen gratitud. Las tres frases no corresponden a tres actitudes alternativas, sino a tres facetas de una misma actitud, la de la fe.
Por supuesto, estas tres cosas no constituyen la totalidad de la voluntad de Dios para el hombre, ni siquiera la parte más importante, sino que forman una parte intrínseca de su voluntad total. Hay otras muchas virtudes que debemos mostrar como creyentes: la santificación (4:3, 7), la devoción al Señor, el amor al prójimo, el testimonio ante los incrédulos … Pero estas tres también son «voluntad de Dios». En el texto griego, voluntad no lleva artículo, indicando esto mismo: que se trata sólo de una parte de la voluntad de Dios, pero de una parte ineludible.
La adición de la frase en Cristo Jesús es un rasgo típicamente paulino y se presta a varios matices de interpretación. Puede referirse a la revelación de la voluntad divina (… la voluntad de Dios tal y como se nos ha dado a conocer en Cristo Jesús), o a los que hemos recibido este conocimiento (… la voluntad de Dios para los que están en Cristo Jesús; desde luego, los que no están en Cristo no conocen de manera permanente el gozo, la oración y la gratitud), o a la manera en la que tenemos que cumplir esa voluntad (sólo en Cristo recibimos el poder y el entendimiento para ponerla por obra). Todas estas cosas son ciertas y lo mejor es dar espacio a todas ellas. Puesto que en Cristo hemos recibido la revelación de cuál es la voluntad de Dios, debemos vivir no como necios, sino como entendidos (Efesios 5:17). Puesto que estamos en Cristo, no debe sorprendernos que Dios nos pida una vida radicalmente diferente de la del mundo: gozosa, intercesora y agradecida, en vez de quejumbrosa, egoísta e ingrata. Y, puesto que en Cristo recibimos las fuerzas necesarias para vivir conforme a la voluntad de Dios, no tenemos excusa si el gozo, la oración y la gratitud no son marcas características de nuestra vida.
Determinemos, pues, que por la gracia de Dios vamos a crecer en estas virtudes y así participar en la vida de nuestra iglesia local. Ante los disgustos que nos depara la vida (y con frecuencia éstos nos llegan en la vivencia de la propia iglesia), no vamos a perder nuestro gozo, sino que vamos a proseguir adelante con la mirada puesta en Jesús, quien por el gozo puesto delante de él soportó la cruz (Hebreos 12:2). Si algún hermano nos ofende, no vamos a devolverle mal por mal (v. 15), sino que vamos a orar por él (Lucas 6:28). Si la comunión fraternal resulta decepcionante o las actividades de la iglesia nos parecen poco edificantes, no vamos a dedicarnos a la murmuración, sino que vamos a ser personas agradecidas.
Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica