EL CUIDADO FRATERNAL | 1 Tesalonicenses 5:14 | David Burt
EL CUIDADO FRATERNAL
1 TESALONICENSES 5:14
Y os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a los indisciplinados, animéis a los desalentados, sostengáis a los débiles y seáis pacientes con todos.
LA PAZ Y LA PASIVIDAD
Hay un tipo de interferencia en la vida de los demás que destruye la buena convivencia. Para poder vivir en paz con nuestros hermanos (v. 13b), una de las condiciones es que nos ocupemos en nuestros propios asuntos (4:11) sin inmiscuirnos en asuntos ajenos (2 Tesalonicenses 3:11). Entrometernos allí donde no nos llaman puede crispar a los demás y resultar lesivo para la buena comunión fraternal. Pero esto no significa que tenemos que inhibirnos del todo. En el Señor somos guardianes de nuestros hermanos (Génesis 4:9), nos guste o no. Es verdad que debemos ejercer nuestra vigilancia con prudencia y discreción, respetando la integridad, la madurez y la intimidad del otro. Pero también lo es que el Señor nos llama a la edificación mutua (v. 11), la cual incluye la exhortación y, a veces, la amonestación.
Hay dos extremos igualmente peligrosos para las relaciones armoniosas en la iglesia local. Uno es el de la intromisión indebida: el evangelio no nos da derecho a invadir la intimidad de nadie sin su consentimiento, ni a avergonzar a nadie, ni a faltarle respeto. El otro es la inhibición despreocupada: practicar el individualismo exacerbado hasta el extremo de vivir como si cada uno fuera una isla independiente. La paz no es el aislamiento y la segregación, sino la convivencia en armonía. Y no durará mucho tiempo si persiste sin resolverse alguna situación que puede provocar tensiones. En tal caso, la solución no consiste en lavarnos las manos o en no remover la situación por temor a perder la paz, sino en intervenir precisamente para salvaguardarla. Se perderá de todas maneras si no intervenimos.
Por tanto, Pablo procede de hablarnos de la paz y la buena convivencia entre hermanos a hablarnos de la necesaria intervención fraternal en la vida de los demás. Y empieza, precisamente, con aquella clase de intervención que puede conducir a la confrontación, provocar resistencia y tensión y, aparentemente, acabar con la paz: la amonestación.
O, para abordar el tema de este versículo desde otro ángulo, podemos decir que, si la relación entre los líderes y los demás puede crear tensiones (vs. 12–13), existe también la posibilidad de que la paz de la iglesia sea perturbada a causa de la presencia en ella de elementos discordantes. En toda congregación solemos topar con hermanos «indisciplinados, desalentados o débiles». Las buenas relaciones fraternales sufren como consecuencia de sus desórdenes, su pesimismo y sus caídas. Las enfermedades espirituales que tales hermanos padecen pueden afectar gravemente a la salud de toda la asamblea. Por tanto, después de darnos su receta para aliviar las posibles tensiones y desavenencias con los pastores, Pablo procede a prescribir maneras en que debemos tratar a los miembros enfermos para el saneamiento de todo el cuerpo.
Habitualmente vemos a tales miembros como «un problema». A veces los marginamos o los eludimos. Pero, para Pablo, lejos de ser un problema, constituyen una oportunidad; es decir, una oportunidad para expresar el amor de Cristo y para poner en práctica nuestra responsabilidad de edificar su iglesia (v. 11). Los miembros con dificultades no deben ser menospreciados, ignorados o desatendidos; al contrario, hay que prestarles un cuidado y una atención especiales. En vez de evitarlos, debemos ayudarles.
Naturalmente, los que tienen la principal responsabilidad de atender a estos miembros son aquellos que han sido puestos como pastores para cuidar del rebaño. En este sentido, el versículo 14 es la contrapartida de los versículos 12 y 13. Los miembros deben honrar y amar a sus líderes; los líderes deben prestar la necesaria atención pastoral a los miembros. Sin embargo, es de observar que Pablo no hace explícita esta distinción entre los pastores y los demás. Al contrario, se dirige a los hermanos en general, tal y como lo hizo en el versículo 12. Y, como en el 11, parece contemplar los ministerios del 14 como responsabilidad de todos, no sólo de los pastores. En otras palabras, Pablo está abogando a favor del ejercicio de la exhortación y la disciplina mutuas en la vida de la iglesia.
Veamos, pues, de qué maneras debemos prestar ayuda a los «miembros problemáticos» de la iglesia. Pablo los divide en tres grupos, cada uno de los cuales requiere un trato diferente. ¡Qué importante es, pues, discernir entre los tres y saber identificar la naturaleza de cada situación!
AMONESTAR A LOS INDISCIPLINADOS
Al primer grupo, Pablo los llama los indisciplinados o desordenados. Son desordenados no porque dejen las cosas fuera de su sitio, sino porque ellos mismos lo están.
Hay varias situaciones que el apóstol podría estar contemplando aquí, pero sobre todas destacan dos posibilidades. En primer lugar, podría estar refiriéndose a los que están «fuera de su sitio» en su trabajo secular. Tienen una vida laboral irregular. Han abandonado sus empleos por creer en la inminencia de la parusía. El que esta clase de «desorden» haya sido un problema en Tesalónica se ve no sólo en que Pablo lo ha tratado ya en el 4:11–12, sino en que tendrá que ponerse serio y severo al respecto en 2 Tesalonicenses 3:6–15. Allí, precisamente, los que no quieren trabajar son llamados los que andan desordenadamente (vs. 6, 11); o sea, allí Pablo emplea el adverbio equivalente al sustantivo de nuestro texto. Esta lectura recibe apoyo también a través de diversos documentos de la época en los cuales los «desordenados» son claramente personas perezosas que rehuyen el trabajo4.
En segundo lugar, los desordenados podrían ser aquellos que cuestionaban la autoridad de los pastores y no querían someterse a su dirección. No aceptaban el «orden» establecido por Cristo. Se rebelaban contra él y estaban «fuera de su sitio» en la iglesia. Esta segunda lectura encaja bien en el contexto: Pablo acaba de dirigirse (vs. 12–13) a los insubordinados. También recibe apoyo del significado original de la palabra empleada por el apóstol, porque ésta era inicialmente un término militar y se refería al soldado que no guarda la fila. Es decir, se aplicaba a casos de indisciplina o insubordinación en el ejército, a todos aquellos que no querían acatar las órdenes de sus oficiales o someterse a la disciplina militar. De igual manera, parece obvio que existían en Tesalónica ciertos miembros no dispuestos a acatar el gobierno de los ancianos.
Hoy día, la insumisión es percibida casi como una virtud. Lo es cuando la autoridad no es lícita. Pero en la iglesia, somos llamados a estar en sujeción … a todo aquel que ayuda en la obra y trabaja (1 Corintios 16:16). La sumisión es una virtud y señal de fuerza y madurez; la insubordinación es señal de inmadurez y un acto de desobediencia al Señor.
Por supuesto, no es necesario elegir sólo una de estas dos lecturas, porque es bien posible que los que no querían trabajar y los que no se sometían a los ancianos constituyeran un mismo grupo. Los que habían abandonado el trabajo por amor a la parusía se habrán creído los miembros más espirituales de la iglesia. ¿Quiénes eran ellos para tener que someterse al criterio de unos ancianos cuya falta de auténtica espiritualidad se veía en que seguían en sus trabajos seculares a pesar de la pronta llegada del Señor? La superespiritualidad y la insubordinación suelen ir cogidas de la mano, porque aquélla conduce al orgullo y el orgullo a ésta.
Sin embargo, puesto que la palabra empleada por Pablo es de orden general y puesto que él no hace mención explícita de ninguna de estas situaciones, es lícito aplicar el principio establecido aquí a toda clase de «desorden» en la iglesia. El hermano que no se sujeta a los líderes, que no quiere colaborar lealmente en la obra de la iglesia, que no quiere trabajar, sino que vive a expensas de los demás, o que por sus acritudes o su comportamiento irregular está provocando desconcierto o división en la congregación, debe ser advertido: os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a los indisciplinados.
Ciertamente, la iglesia debe tratar al desordenado con paciencia, como veremos al final de este versículo; pero la paciencia no equivale a la inacción o a la pasividad. Hay que intervenir cuanto antes para llamarle al orden, para explicarle el daño que su comportamiento está causando a los demás y para impedir que su mala influencia aumente en la congregación. Y, si no responde bien ante las advertencias, dadas una y otra vez (Tito 3:10), debe ser señalado ante la iglesia para que todos se aparten de él (2 Tesalonicenses 3:6, 14); y esto no para excluirle definitivamente de la congregación, sino en la esperanza de que se avergüence, vuelva en sí, cambie de actitud y sea restaurado a la comunión de los santos.
Como dijimos con respecto a este mismo verbo al verlo empleado en el versículo 12, amonestar significa literalmente poner en mente y suele emplearse en las Escrituras en situaciones negativas de desorden. La amonestación consiste, pues, en hablar con el indisciplinado para intentar abrirle los ojos en cuanto a su mal comportamiento. A veces, los hermanos que actúan mal lo hacen sin darse cuenta del daño que están causando. Otras veces no comprenden la seriedad de la situación o las consecuencias que traerán sobre sí si persisten en su comportamiento. Es de justicia, pues, razonar con ellos, exponerles con paciencia (poner en su mente) las implicaciones de sus malas actitudes y exhortarles a que cambien. Pero, por amor a la paz y la armonía de la iglesia, esto debe hacerse con miras a adoptar mayores medidas disciplinarias si la advertencia no es escuchada.
ANIMAR A LOS DESALENTADOS
El segundo grupo contemplado por Pablo es muy diferente. No se trata de los desordenados, sino de los desanimados (literalmente, los de alma pequeña). Éstos, aunque actúan sin malicia, pueden igualmente causar daño a la vida de la iglesia en general. El desánimo es contagioso. Toda la congregación puede acabar abrumada por un espíritu pesimista. Una reunión potencialmente edificante puede estropearse por la cara larga o la intervención derrotista de un solo hermano. Por tanto, los desalentados deben ser atendidos con vistas a solucionar su desánimo, a fin de que no arrastren a otros consigo hacia la apatía o la desesperación.
La palabra empleada por el apóstol tiene dos acepciones principales. Por un lado, puede referirse a los que están desanimados por naturaleza o por temperamento; es decir, a los pusilánimes y apocados, a los que carecen de valentía o se inhiben a causa de su timidez. A los tales es necesario «alentarles» recordándoles que su vigor en la obra no depende sólo de ellos mismos, sino principalmente del Espíritu de Cristo que mora en ellos. Él no es cobarde, ni tímido, ni apocado (ver 2 Timoteo 1:7). Ellos, en la carne, no tienen valor para afrontar ciertas situaciones y obligaciones. Por temperamento quieren rehuirlas. Pero en Cristo son una nueva creación y Cristo-en-ellos es poderoso para vencer sus temores y llevarles a la victoria. No tienen por qué seguir siendo esclavos de sus inhibiciones, complejos o temores.
Por otro lado, esta palabra puede referirse a los que caen puntualmente en el desánimo. Hay muchas circunstancias que tenemos que afrontar que pueden inducirnos al desaliento y el maligno siempre está dispuesto a quitarnos la esperanza. En el caso de los tesalonicenses, los desalentados bien podrían ser aquellos que habían perdido a seres queridos (4:13), que habían sufrido persecución (2:14) o que habían sucumbido ante las calumnias de los enemigos del evangelio (2:1–12).
En esta clase de situación, la advertencia y la reprensión no ayudan. Sólo sirven para agravar el problema y para hundir más al hermano. Lo que éste necesita son palabras de ánimo, consuelo y aliento (cf. 2:11). Naturalmente, estas palabras pueden ser tan variadas como las situaciones a las que se dirigen. Pero, por encima de todo, deben destacar aquellas palabras (4:18) que tienen que ver con la esperanza cristiana: el pronto retorno de Cristo, el fin de las aflicciones presentes y nuestra permanencia con el Señor para siempre (5:9–11).
Desde luego, no todos los creyentes caen en la categoría de los indisciplinados. Pero es posible que todos, en algún momento u otro, nos encontremos entre los desalentados. El propio Pablo dio síntomas de desaliento estando a solas en Atenas y en Corinto, hasta que fue reavivado por las buenas noticias acerca de los tesalonicenses traídas por Timoteo (3:5–8). Y si el gran apóstol no se salvó de este mal, tampoco deben considerarse exentos los líderes de una iglesia local. Quizás ésta sea la razón por la que Pablo dirige ahora su exhortación a todos los hermanos: porque los pastores son tan propensos como los demás miembros a caer en el desaliento y necesitan, igual que los demás, una palabra de ánimo en su ministerio.
SOSTENER A LOS DÉBILES
Pablo, quizás consciente de sus propias flaquezas (1 Corintios 10:12–13; 2 Corintios 12:7–10), tuvo siempre una especial sensibilidad hacia los débiles. Naturalmente, en este contexto como en Romanos 14:1–23 y 1 Corintios 8:1–13, la referencia no es a los que padecen alguna debilidad física, sino a los débiles en la fe, los que son propensos a caídas morales y espirituales, los que dan síntomas de poder apartarse fácilmente del evangelio y sucumbir ante las tentaciones. Tampoco se trata del hermano que persiste en el pecado y justifica con arrogancia su desvarío; aquél necesita ser reprendido, no sostenido. Se trata más bien del hermano consciente de su debilidad, que intenta vivir en santidad pero cae vez tras vez, o que desea tener una fe robusta a prueba de toda clase de ataque del maligno pero se encuentra abrumado frecuentemente por terribles dudas y temores.
Lo que los pertenecientes a este grupo necesitan —dice Pablo—es ser sostenidos. Es el mismo verbo traducido como apegarse en Lucas 16:13 (ningún siervo puede servir a dos señores, porque … se apegará a uno y despreciará al otro). La idea que trasmite aquí es la de colocarse al lado del débil para proporcionarle el apoyo que necesita y no permitir que vaya a la deriva.
Los débiles necesitan sentir que no están solos. Consecuentemente, los fuertes deben sostenerlos, dándoles así el apoyo que pueden necesitar.
Es como si Pablo escribiera a los creyentes más fuertes diciendo: «Sujetad a los débiles, aferraos a ellos, incluso poned el brazo alrededor de ellos y abrazadlos».
¡Qué lejos estamos aquí del espíritu duro y falto de toda compasión y solidaridad que ha invadido algunas congregaciones de hoy! Bien entendida, esta enseñanza abre la puerta a toda clase de ministerio de apoyo y de cuidado fraternal en la iglesia local. Por supuesto, presupone que las debilidades de cada miembro deben ser conocidas (no necesariamente por todos los demás, pero al menos por algunos); lo cual, a su vez, presupone que los miembros practicarán la confesión de sus pecados, sus luchas y sus temores de unos a otros. Esto, a su vez, presupone que existirá aquel ámbito de aceptación mutua y libertad en Cristo que es un requisito indispensable para que la confesión se lleve a cabo sin temor a repercusiones insoportables. Desgraciadamente, en muchas iglesias no es así. Algunos hermanos, muchas veces los propios líderes, se «escandalizan» ante los pecados, especialmente ante las caídas sexuales (como si ellos mismos no tuvieran nada de qué avergonzarse) y, en consecuencia, contribuyen a crear un ambiente inquisitorial e hipócrita. Allí donde los líderes no son honestos y realistas en cuanto a sus propias luchas morales y espirituales, es difícil que lo sean los demás. En consecuencia, todos participan en la iglesia llevando máscaras de rectitud y piedad que no corresponden a la realidad. De esta manera, la iglesia piensa ahorrarse la zozobra y la vergüenza de la confesión, pero de hecho lo que se consigue es mermar también la autenticidad y la sinceridad de los creyentes, por lo cual se frena toda posibilidad de sanidad y de crecimiento espiritual.
Ésta, por descontado, no es la situación contemplada por el Nuevo Testamento. Los apóstoles esperaban y exigían que hubiera confesión de pecados en un ámbito de libertad y aceptación (Hechos 19:18; Santiago 5:16). Cuando hay confesión sincera y un verdadero deseo de santificación, la iglesia no existe para reprender y castigar al pecador, sino para prestarle la ayuda y la solidaridad que le facilitará la victoria en sus luchas morales. Allí donde hay endurecimiento ante el pecado, desde luego, la iglesia tiene que ejercer disciplina, pero no cuando el hermano en cuestión ha confesado su pecado y demuestra el sincero deseo de vencerlo. Entonces lo que necesita no es ser apartado de la comunión de los demás, sino justo lo contrario: que los demás le arropen y le apoyen. En este sentido, la iglesia local, según las necesidades, tendría que ser capaz de proveer grupos de apoyo a los que intentan salir de la esclavitud de determinados pecados sexuales o vicios sociales (el alcohol, la droga, el tabaco, la ludopatía, la violencia doméstica …), mientras que todos los hermanos, en la medida en que cada uno va conociendo la liberación de Cristo, deben estar disponibles para colocarse al lado de otros que padecen las mismas debilidades con el fin de ayudarles, animarles, fortalecerles y consolarles. La iglesia es llamada a ser ante todo una comunidad de salvación, no de juicio (Juan 3:17; 12:47); de aceptación, no de exclusión; de apoyo y solidaridad, antes que de descalificación y rechazo. Repito: sólo allí donde hay endurecimiento y resistencia debe la iglesia poner medidas disciplinarias; puede que sea necesario alejarnos de los soberbios y los prepotentes (cf. 2 Timoteo 3:1–5), pero no de los débiles. En cuanto a éstos, debemos recibirlos en Cristo con toda humildad, conscientes de nuestra propia debilidad (Gálatas 6:1), de lo mucho que Cristo ya nos ha perdonado y de lo lejos que todos estamos de vivir en perfecta santidad. La caña cascada no debe ser quebrada, ni el pábilo mortecino apagado (Isaías 42:3).
SER PACIENTES CON TODOS
La cuarta frase de la exhortación no contempla un cuarto grupo de miembros problemáticos, sino que incluye a todos los miembros sin excepción. Si a algunos les resulta fácil despreciar a los líderes porque —dicen— «no son mejor que yo» (v. 12), les resultará aun más fácil despreciar a determinados hermanos porque «son peores que yo». Muchas veces nos comportamos como aquel siervo de la parábola que, olvidando la gran deuda que su señor le había condonado, trató con brutalidad a otro siervo que le debía una cantidad ínfima (Mateo 18:23–35). Nos mostramos irritables e impacientes con nuestros hermanos, a menudo por tonterías, y nos olvidamos de la paciencia y misericordia que Dios nos ha mostrado a nosotros. Desde luego, la paciencia no nos resulta fácil.
Aunque, como ya hemos visto, es importante que todos los miembros aprendan y ejerzan paciencia los unos con los otros, es especialmente importante que la ejerzan los pastores. Muchos hermanos son torpes y lentos para aprender y caen vez tras vez en los mismos errores. A veces, el crecimiento de la iglesia parece ser cuestión de tres pasos hacia adelante y dos hacia atrás (¡o al revés!). Con frecuencia hay necesidad de repetir las mismas enseñanzas una y otra vez, porque la gente no las escucha o no las asimila.
El ministerio pastoral, por definición, es lento y paulatino. Sólo de vez en cuando se dan avances espectaculares en la santidad, y éstos suelen venir, si acaso, al comienzo del camino. Ya se trate, pues, de actitudes insubordinadas por parte de los desordenados, de otro bajón más de algún hermano depresivo o de la enésima caída en el mismo pecado por parte de alguno de los débiles, necesitamos mucha paciencia. Ninguna de estas cosas puede justificar el abandono de nuestro ministerio o el rechazo del hermano. De la misma manera en que el Señor ha mostrado paciencia con nosotros16, exige que se la mostremos al prójimo, con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros en amor (Efesios 4:2).
Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica