LA ELECCIÓN DE LOS TESALONICENSES | 1 Tesalonicenses 1:4 | David Burt



LA ELECCIÓN DE LOS TESALONICENSES

… sabiendo, hermanos amados de Dios, su elección de vosotros, …” (1Ts.1:4)

Este versículo se une estrechamente a los anteriores. En realidad, del verbo principal «damos gracias» (v. 2) dependen tres gerundios: (1) haciendo mención de vosotros en nuestras oraciones (v. 2); (2) teniendo presente vuestra obra de fe, etc. (v. 3); y (3) sabiendo su elección de vosotros (v. 4). Prosigue, pues, el tema de la oración de los misioneros. Éstos dan gracias a Dios no sólo por las buenas obras que ven en los tesalonicenses, sino también porque han conocido su elección.

Antes de considerar lo que quiere decir esta frase y de enzarzarnos en el espinoso tema de la elección divina, tomemos buena nota de cómo Pablo se dirige ahora a sus lectores …

HERMANOS AMADOS DE DIOS

Debe emocionarnos considerar que aquel que utiliza esta frase había tenido a los gentiles por «perros inmundos». ¡Qué cambios más grandes efectúa el evangelio! Hasta hacía unos pocos años, Pablo era hebreo de hebreos, en cuanto a la ley fariseo (Filipenses 3:5), y rehuía todo contacto con el mundo gentil. Ahora recibe como hermanos amados a los creyentes de Tesalónica, en su mayoría gentiles.

Y lo cierto es que el evangelio de Jesucristo forja una nueva clase de fraternidad. Todos los que hemos adquirido derecho de llegar a ser hijos de Dios por haber nacido no de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios (Juan 1:12–13), descubrimos que no sólo tenemos un nuevo Padre, sino una nueva serie de hermanos. Por así decirlo, corre por nuestras venas la sangre de nuestros padres carnales y de nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y así sucesivamente hasta Adán. Esto quiere decir que hay vínculos genéticos que nos unen con toda la raza humana. Cada ser humano es un primo nuestro más o menos lejano. En este sentido, es correcto decir que «todos los seres humanos somos hermanos» o hablar de la «confraternidad de las naciones». Todo lo cual debería conducir a un fuerte sentido de solidaridad humana, aunque tristemente no siempre es así. Pero ahora, los que hemos creído en Cristo hemos sido incorporados a una nueva familia, la familia de Dios. Somos una nueva creación, una nueva humanidad cuya cabeza no es Adán, sino Cristo. Entre nosotros existe un nuevo parentesco. Los vínculos que nos unen a nuestros nuevos familiares en Cristo son aun más fuertes que los de la carne (es decir, lo son en la medida en que nuestra unión con Cristo es cierta). Existe entre nosotros una gozosa comunión fraternal en el Espíritu Santo que el mundo sólo puede contemplar de lejos con extrañeza. Vayamos donde vayamos en esta tierra, allí nos encontraremos con personas que, por pertenecer a la familia de la fe, nos recibirán como amados hermanos suyos.

Pablo sentía tan vivamente la emoción de estos nuevos vínculos afectivos en Cristo que se deleitaba en emplear la palabra hermano. No la utilizaba como un mero título rutinario, sino como la expresión verdaderamente sentida de una nueva relación que le conmovía profundamente. La emplea nada menos que diecisiete veces en esta epístola 1.

Igualmente, a nosotros ¡qué alegría debe producirnos el saber que, en medio de las relaciones familiares trágicamente deterioradas de este mundo, no estamos condenados a la soledad; sino que podemos contar con la fraternidad de todos aquellos que verdaderamente aman al Señor y viven por su Espíritu!

Esta realidad estuvo especialmente viva durante los primeros siglos de la Iglesia, compuesta por miembros de todas las razas y condiciones sociales (1 Corintios 1:26–31) y sujeta a mucha oposición y persecución. Muchos de los miembros habían conocido el ostracismo social a causa de su fe. Otros habían sido rechazados por sus familias y amigos. Pero en la comunidad de creyentes encontraban una nueva aceptación y amor fraternal que compensaba con creces los que habían perdido. ¡Lástima cuando esto no sigue siendo cierto de nuestras iglesias!

Sin embargo, lo que el apóstol más destaca aquí no es la realidad de la comunión fraternal implícita en la palabra hermanos, sino la del amor divino hecho explícito en la frase amados de Dios (cf. 2 Tesalonicenses 2:13; Romanos 1:7). Si el hecho de pertenecer a una nueva fraternidad nos conmueve, el hecho de ser amados nada menos que por Dios debe hacer vibrar las fibras más íntimas de nuestro ser y hacernos estallar en gozosa emoción y glorioso asombro.

Sin duda, el amor de Dios se extiende al mundo entero (ver, por ejemplo, Mateo 5:45; Juan 3:16). Pero igualmente indudable es el hecho de que su amor se manifiesta de un modo especial a los que están en Cristo:

El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él (Juan 14:21; cf. 14:23).

El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí del Padre (Juan 16:27).

Para los escritores del Nuevo Testamento, la grandeza del amor de Dios fue motivo constante de alegría y asombro. Y debe serlo también para nosotros. Así, presenciamos el gran gozo de Juan cuando nos invita a mirar cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y luego, para que no nos quepa ninguna duda al respecto, exclama: ¡Y eso somos! (1 Juan 3:1). O testificamos (y compartimos) la entrañable emoción de Pablo cuando considera que él también tiene un espacio particular en el corazón de Cristo: El Hijo de Dios … me amó a mí y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20).

Parece ser que los judíos sólo aplicaban la frase amados de Dios a ciertos hombres especialmente destacados, como por ejemplo Moisés, Josué, David o Salomón 2. De ser así, el uso de esta frase por parte de Pablo se reviste de un significado aun más especial. El más pequeño de los creyentes gentiles es digno en Jesucristo de recibir un título antes reservado sólo para los más grandes siervos de Dios. ¡El más pequeño en el reino de los cielos es mayor que el más grande de los profetas! (Mateo 11:11).

SABIENDO SU ELECCIÓN DE VOSOTROS

Sin duda hay una estrecha relación entre ser amado de Dios y ser elegido por él. Aunque es cierto que en un sentido general Dios ama al mundo entero, también lo es que los miembros de la nueva creación (es decir, los elegidos) gozan de un grado especial de su afecto. Por tanto, si los misioneros tienen plena seguridad en cuanto al amor de Dios para con los tesalonicenses, es por las mismas razones por las que no pueden dudar de su elección: es decir, por las evidencias patentes de la obra de gracia en sus vidas (v. 3), por el impacto poderoso que tuvo el evangelio en ellos (v. 5) y por haber presenciado aquel momento en el que se convirtieron al Señor (v. 4). Tanto el poder de la evangelización inicial como la santidad de las vidas de los creyentes son evidencias de la presencia en ellos del Espíritu Santo, luego también de la elección divina.

Sí. Obviamente, lo que el equipo apostólico había visto con sus ojos y de lo que ahora tenían conocimiento 3 fue el momento de la conversión de los tesalonicenses, cuando recibieron el evangelio no como la palabra de hombres, sino como la palabra de Dios (2:13) y se convirtieron de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero (1:9). Los misioneros habían estado presentes. Lo habían contemplado y palpado.

Sin embargo, Pablo no emplea la palabra conversión, sino elección. ¿Por qué?

La conversión nos habla de la responsabilidad humana en el proceso de la salvación. La elección, en cambio, arroja el énfasis firmemente sobre la iniciativa divina. Ciertamente, los tesalonicenses tomaron una decisión en aquel momento: ellos «eligieron» a Dios. Pero, mucho más significativo, su conversión tomó una forma tan clara y contundente, acompañada por marcas tan inequívocas de la gracia divina, que los misioneros se atreven a ver en ella no sólo una decisión humana, sino la segura elección divina.

Por supuesto, la identificación final de los «elegidos» es un asunto que pertenece sólo a Dios. Incluso muchos líderes destacados en la obra del Señor han seguido el ejemplo de Himeneo y Fileto desviándose de la fe (2 Timoteo 2:17–18) o han seguido el ejemplo de Demas y han vuelto atrás amando más el mundo presente que el reino venidero (2 Timoteo 4:10). En última instancia, sólo el Señor conoce a los que son suyos (2 Timoteo 2:19). Igualmente, es cierto que sólo los que perseveran hasta el fin serán salvos (Mateo 10:22; 24:13). Pero esto no quiere decir que la salvación sea una especie de lotería, en la cual hasta el día final no se podrá saber a quién le ha tocado ser salvo y a quién no. Por sus frutos los conoceréis, dijo Jesucristo (Mateo 7:16). Nuestro conocimiento actual no es absoluto, pero sí razonable. Habrá equivocaciones y sorpresas. Algunos que dan muestras de una conversión sólida y una elección segura nos causarán decepciones. Otros que parecen creyentes raquíticos y endebles perdurarán. Pero, en general, se puede decir que los que se convierten en medio de un mover poderoso del Espíritu de Dios (v. 5) y dan fe de ello a través de vidas transformadas (v. 3) evidencian una elección segura (v. 4).

Éste no es el momento de adentrarnos en un largo debate sobre la elección divina. Nos limitaremos a señalar ciertas ideas que se desprenden del contexto inmediato.

1. La elección divina es claramente enseñada en las Escrituras

Dios se revela en las Escrituras como un Dios que ejerce su prerrogativa de elegir a un pueblo para sí. Por ejemplo, fue Dios el que tomó la iniciativa en el llamamiento de Abraham:

Y el Señor dijo a Abram: Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una nación grande y te bendeciré (Génesis 12:1–2).

No hay nada en el texto bíblico que nos indique que Abraham no tuviera que responder libremente al llamamiento de Dios. Es de suponer que podría haberse negado a obedecer. La iniciativa divina no fue una coacción sobre él que le dejó sin libertad. Pero, por otra parte, la elección partió claramente de Dios.

Lo mismo es cierto de la elección de Israel en el momento del éxodo. Está claro que los israelitas tuvieron que decidir si iban a obedecer a Dios o no, pero esto sólo fue después de que Dios mismo tomara la iniciativa de redimirles de Egipto.

Vosotros habéis visto lo que he hecho a los egipcios, y cómo os he tomado sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi especial tesoro entre todos los pueblos (Éxodo 19:4–5).

Y lo mismo es cierto del creyente de hoy:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo (Efesios 1:3–5).

Aunque se ha aseverado que la idea de la elección divina nunca es empleada en el Nuevo Testamento en el sentido de elección para la salvación final 4, parece evidente que éste es el sentido llano detrás de las palabras que Pablo dirige ahora a los tesalonicenses. Esto se ve claramente si las comparamos con el texto paralelo de 2 Tesalonicenses 2:13: Pero nosotros siempre tenemos que dar gracias a Dios por vosotros, hermanos amados por el Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para salvación mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad.

2. En última instancia, la operación de la elección divina siempre es un misterio insondable, arraigado en la eternidad de Dios

Ante el tema de la elección divina, surgen muchas preguntas para las que no tenemos respuestas. Verdaderamente, las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios y debemos conformarnos con las cosas que Dios ha tenido a bien revelarnos (Deuteronomio 29:29). Nos ha revelado el hecho mismo de su elección divina, pero no la manera en la que funciona, ni tampoco nos ha dado explicaciones sobre cómo reconciliar su elección soberana con la evidente libertad del hombre para abrazar o rechazar el evangelio. Nos ha revelado las cualidades fundamentales de su carácter —el amor (Juan 3:16), la compasión y la paciencia (2 Pedro 3:9), la justicia (Romanos 9:14–15) y la soberanía de su elección (Efesios 1:4)—, pero no la manera en la que se relacionan entre sí. Descansemos, pues, en estas cualidades y dejemos en sus manos el funcionamiento de la elección.

3. En las Escrituras, la elección divina siempre es percibida como expresión del amor de Dios y de su inmensa condescendencia hacia el ser humano; nunca es motivo por el cual acusar a Dios de arbitrariedad, injusticia o tiranía

Si acaso la Biblia revela la causa profunda de la elección divina, la identifica con el amor y la bondad de Dios: En amor nos predestinó, … conforme a la buena intención de su voluntad (Efesios 1:4). O sea, Dios nos elige porque nos ama, y nos ama sólo porque nos ama. No nos ama porque nosotros somos amables, sino porque él es amor. Y con este misterio debemos conformarnos 5.

Esto también fue cierto de la elección de Israel en el Antiguo Testamento:

El Señor tu Dios te ha escogido para ser pueblo suyo de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra. El Señor no puso su amor en vosotros ni os escogió por ser vosotros más numerosos que otro pueblo, pues erais el más pequeño de todos los pueblos; mas porque el Señor os amó y guardó el juramento que hizo a vuestros padres, el Señor os sacó con mano fuerte y os redimió (Deuteronomio 7:7–8).

Notemos la «redundancia» de este texto: el Señor puso su amor en vosotros porque os amó. Más allá del amor de Dios es imposible sondear. Nos ama porque nos ama. No se nos ofrece ninguna otra explicación.

Con amor eterno te he amado; por eso te he atraído con misericordia (Jeremías 31:3).

Con todo, vale la pena recordar que en las Escrituras la elección divina suele tener un enfoque positivo. No se contempla como un mecanismo mediante el cual Dios consigna a los hombres al tormento eterno, sino como medio por el cual los rescata de sus fauces 6. Evidentemente, los habitantes de Tesalónica que rechazaron el evangelio, y especialmente los judíos de la sinagoga, lo hicieron bajo su propia responsabilidad. Ellos mismos fueron los culpables de su endurecimiento, no Dios; y se merecían la suerte que les esperaba. Pero, al contemplar positivamente la conversión de los creyentes tesalonicenses, los misioneros comprenden que todo se ha debido a una obra de la gracia de Dios.

4. La doctrina de la elección centra nuestra atención en Dios como el origen y consumador de nuestra salvación

No sólo es cierto que el ser humano no puede ganarse la salvación por los méritos de sus propias obras, sino que sería incapaz hasta de responder con fe y arrepentimiento a la invitación gratuita a la salvación en Cristo si no fuera por la gracia de Dios. En otras palabras, si miramos atrás al momento de nuestra conversión y nos preguntamos; ¿por qué creí yo el mensaje del evangelio cuando otros compañeros míos respondieron con incredulidad?, hemos de reconocer que no se debe a ninguna virtud en nosotros mismos. No somos ni más inteligentes ni más ingenuos que los demás. No somos ni mejores ni peores. No éramos especialmente desgraciados ni afortunados. La razón se nos escapa escondida en el misterio de la gracia de Dios. Dios es el alfa y la omega de nuestra salvación. Todo se lo debemos a él.

Esto, como señala con frecuencia el propio apóstol Pablo, pone fin a toda jactancia nuestra (Romanos 3:27–28; 1 Corintios 1:28–29; 4:7). Sencillamente, no tenemos ninguna base sobre la cual construir un motivo de soberbia personal. No podemos enorgullecernos de nada, salvo del hecho de ser objetos de un amor tan inexplicable y abrumador.

Si por nosotros mismos fuera, no tendríamos ningún interés en abandonar nuestra condición de pecaminosidad inconsciente. Sólo cuando Dios nos convence de pecado y nos capacita para la conversión podemos empezar siquiera a desear dejar nuestros pecados 7.

Es cierto que el apóstol está a punto de describir en tonos altamente positivos la manera en que los tesalonicenses abrazaron el evangelio, como también que acaba de dar gracias por las virtudes y las buenas obras que ve en sus vidas. Pero no deben pensar que su conversión sea motivo legítimo de orgullo personal, pues todo es de gracia. Y Pablo tampoco les expresa su gratitud a ellos mismos al contemplar los frutos de su fe, amor y esperanza, sino a Dios. La salvación y sus manifestaciones en la vida del creyente son obra de Dios desde el principio hasta el final. La conversión y sus consecuencias nunca son motivo de autocomplacencia, sino de gozo en el Señor, humildad, asombro y acción de gracias.

5. La elección divina nunca atenta contra la necesidad de la conversión humana, sino que la complementa

Sin embargo, todo lo dicho no quiere decir que, al convertirse, los tesalonicenses hayan actuado como meros títeres manipulados desde el cielo para la salvación. Dentro de los límites de la condición humana, han actuado de una manera libre y responsable. No haber respondido con fe y conversión habría sido un acto culpable de desobediencia.

La voluntad soberana de Dios no invalida la voluntad humana. Ni la elección divina hace inoperante o innecesaria la decisión humana de volver a Dios.

6. La elección no hace innecesaria la evangelización, sino que la hace indispensable

Lo mismo ocurre con la evangelización. El argumento del apóstol nunca es: puesto que Dios ya ha elegido a los suyos, serán salvos hagamos lo que hagamos; por lo tanto no vale la pena sacrificarnos por evangelizarlos. Sino, al contrario, su celo evangelístico era alimentado por la fuerte convicción de que, precisamente porque Dios tiene designados a sus elegidos, vale la pena evangelizar.

7. En las Escrituras, la elección divina siempre es motivo de seguridad, alivio y confianza, no de contención

Si el tema de la elección divina despierta tantas preguntas sin respuestas, ¿por qué lo abordan los autores bíblicos? Desde luego, no para desconcertarnos ni para que sea motivo de conflicto teológico, sino porque entienden que es necesario que nuestra seguridad en la salvación descanse no sobre nuestra voluble decisión humana, sino sobre la firme elección de Dios. Lo que nos proporciona seguridad en nuestra salvación, aun a pesar de nuestra debilidad humana, es saber que hay un Dios soberano que vela por nuestra plena salvación. Lo que él ha empezado, ya antes de la fundación del mundo, lo completará (Filipenses 1:6). Bajo la soberanía de Dios, los eslabones de la cadena de la salvación no se rompen (ver Romanos 8:28–30, 33; Efesios 1:4–14).

En resumidas cuentas, pues, los misioneros pueden dar gracias por tres motivos: ven en los tesalonicenses un celo evangelístico que ratifica la autenticidad de su fe, un cuidado fraternal que manifiesta el carácter genuino de su amor, y una constancia y tenacidad ante la persecución que habla elocuentemente de su viva esperanza en el pronto retorno del Señor Jesucristo.

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica: (pp. 85-95)

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