EL DENUEDO DE LOS MISIONEROS | 1 Tesalonicenses 2:1-2 | David Burt
EL DENUEDO DE LOS MISIONEROS
1 TESALONICENSES 2:1-2
Porque vosotros mismos
sabéis, hermanos, que nuestra visita a vosotros no fue en vano, sino que
después de haber sufrido y sido maltratados en Filipos, como sabéis, tuvimos el
valor, confiados en nuestro Dios, de hablaros el evangelio de Dios en medio de
mucha oposición.
UN MANUAL DE TEOLOGÍA PASTORAL
A lo largo de los capítulos 1 a
3 de 1 Tesalonicenses, el apóstol Pablo reflexiona
sobre su estancia en Tesalónica y sobre la fundación de la iglesia en aquella
ciudad. Pero, al llegar al principio del capítulo 2,
aunque la reflexión sigue versando sobre el mismo tema general, su enfoque cambia. Hasta aquí, ha
contemplado su visita a la ciudad desde el punto de vista de los tesalonicenses
(v. 9): su énfasis ha recaído sobre su conversión y
sobre las consecuencias que ésta ha traído a su vida diaria. Ahora la contempla
desde el punto de vista del equipo misionero. En lo sucesivo (2:1–12), estará explorando las motivaciones, los intereses y el procedimiento de
los misioneros en su actividad evangelística.
Si, pues, el capítulo 1 constituye un texto clave para entender el
concepto bíblico de la conversión, el capítulo 2
es igualmente esencial para entender el ministerio evangelístico y pastoral.
Tanto es así que cualquier persona que desea saber cómo debe proceder en la
evangelización o en el pastoreo, cuáles deben ser sus motivaciones o con qué
espíritu y con qué virtudes debe relacionarse con las personas entre las cuales
ejerce su ministerio, no puede ignorar las enseñanzas de este capítulo.
Constituye lo que es posiblemente el más completo texto sobre el ministerio
pastoral en toda la Biblia.
¿Por qué dedica el apóstol doce versículos enteros a recapitular cosas que
podemos suponer que los primeros lectores sabían perfectamente, tanto por su
conocimiento personal de los misioneros como por el posterior ministerio de
Timoteo entre ellos? Ya hemos tenido ocasión para decir1 que se debe, sin
duda, a que los misioneros fueron en aquel momento el objeto de una campaña de
difamación por parte de sus enemigos. Quizás los mismos judíos que habían
conseguido su expulsión de Tesalónica y Berea (Hechos 17:5–14) o quizás algunos adversarios gentiles (2:14) estaban aprovechando la ausencia de los misioneros para intentar
descreditarlos ante los ojos de los nuevos creyentes. Si sólo hubiera sido
cuestión de su propia reputación personal, sin duda el apóstol no se habría
molestado en contestar a esas calumnias; pero lo que estaba en juego, más allá
de cualquier consideración personal, era la reputación del evangelio y la
perseverancia de los tesalonicenses en el camino de la salvación2.
Si éstos perdían confianza en los misioneros a causa de las insinuaciones de
los enemigos, perderían confianza también en el mensaje que predicaban. Fue a
causa de la urgente necesidad de confirmar a los tesalonicenses en su fe por lo
que el apóstol sintió la necesidad de escribir estas líneas.
¡Hay que ver cómo se sirve Dios de la maldad de los hombres para adelantar
sus propósitos salvíficos! Si los adversarios del evangelio no hubieran
encarcelado a Pablo en diferentes ocasiones, no tendríamos hoy algunas de sus
cartas más amadas, fruto de sus sufrimientos y maltratos. Y si sus enemigos en
Tesalónica no se hubiesen dedicado a difamarle y a perseguirle, no tendríamos
esta epístola con sus hermosas páginas que revelan el corazón del auténtico
pastor cristiano. Constituyen una auténtica apologia
pro vita sua3 y son lectura obligada para todo siervo del Señor que
quiera ejercer su ministerio en el temor de Dios, con el espíritu de Cristo y
para la edificación de los santos.
UNA VISITA FRUCTÍFERA (v. 1)
La primera frase del capítulo 2 —porque vosotros mismos sabéis, hermanos, que nuestra visita a vosotros no fue en vano— sugiere que los enemigos estaban intentando minimizar el impacto de la estancia misionera en Tesalónica diciendo que había sido inútil. Dirían algo así como lo siguiente: «Aquel Pablo vuestro y sus cómplices pasaron aquí unas pocas semanas, en las que no tuvieron éxito alguno en la sinagoga, porque no lograron convencernos a causa de nuestro amplio conocimiento de las Escrituras. Al contrario, tuvimos que obligarles a marcharse. Luego consiguieron arrastrar tras sí a unos cuantos de vosotros, prosélitos que os dejasteis engañar a causa de vuestra relativa ignorancia de la religión verdadera. Pero después, cuando comprendieron que no podían con nosotros, os dejaron abandonados y huyeron cobardemente de la ciudad. ¿Y a esto lo llamáis éxito? Más bien fue un fracaso rotundo».
Pablo acaba de apelar a lo que están diciendo otros testigos de signo contrario, testigos que están comentando el éxito de la visita apostólica (1:9a). Pero ¿qué necesidad tiene de acudir a ellos, si los propios creyentes de Tesalónica son los testigos mejor informados? Debemos comprender que el vosotros mismos del 2:1 está en contraste con el ellos mismos del 1:9; y debemos recordar que ambos versículos hacen referencia a la visita de los misioneros; pues, como ya hemos dicho4, la palabra traducida como acogida en el 1:9 es la misma traducida como visita en el 2:1 y significa literalmente entrada.
Sin embargo, ante tales distorsiones de la verdad, aun los testigos oculares son capaces de tambalearse y cambiar la historia. Hace falta mucha ecuanimidad y mucho amor a la verdad para resistir el zarandeo de esta clase de argumentos y no dejarse llevar por una nueva interpretación de lo que sucedió. Por eso, Pablo insiste una vez más (cf. 1:5) en que los mismos creyentes tesalonicenses no son ignorantes de la verdad de los hechos, sino que, como testigos oculares, saben mejor que nadie qué es lo que realmente ocurrió durante aquella visita. Ellos mismos son fruto de ella. O, como dice en 2 Tesalonicenses 1:10: Nuestro testimonio ha sido creído por vosotros. ¿Cómo, pues, pueden dudar del éxito de la visita? Ellos mismos son la prueba fehaciente de que no fue ningún fracaso.
No obstante, por las palabras empleadas en los versículos siguientes, parece ser que Pablo no mide el éxito de su visita principalmente por el número de personas incorporadas a la iglesia, sino por la integridad del ministerio de los propios evangelistas. No dice: Nuestra visita no fue en vano porque vimos muchas conversiones; sino: Nuestra visita no fue en vano porque tuvimos el valor de hablaros el evangelio de Dios y porque nuestra exhortación no procede de error ni de impureza. Contempla no la cantidad de convertidos, sino la calidad del ministerio.
Sin duda, la vista le habría resultado decepcionante si no hubiera habido ninguna conversión entre los tesalonicenses; pero Pablo sabe muy bien que le habría resultado infinitamente más «vana» si él mismo no hubiera tenido valor para seguir adelante con la proclamación del evangelio, si hubiera contemporizado con las expectativas de la sinagoga predicando un evangelio judaizante o si hubiera sucumbido ante la tentación de complacer a los gentiles presentando a Jesús como un dios más a añadir a sus altares. El éxito de la visita, al margen de los «resultados», estribó en la proclamación fiel, contundente y perseverante del evangelio de Dios en toda su pureza e integridad (cf. 1 Corintios 15:58).
El énfasis de Pablo debe servir como consuelo a todos los que, a pesar de llevar a cabo un ministerio evangelístico fiel, no ven conversiones o sólo ven muy pocas. La inutilidad o el éxito del servicio cristiano no depende en primer lugar de los resultados visibles, sino de la fidelidad e integridad del ministro, avaladas en última instancia por las palabras del Maestro en el día final: Bien, siervo bueno y fiel (Mateo 25:21).
ANTECEDENTES DIFÍCILES (v. 2a)
Ahora, al comenzar la defensa de su ministerio, Pablo recuerda a sus lectores cuál había sido la experiencia de los misioneros inmediatamente anterior a la visita a Tesalónica. Habían llegado a la ciudad procedente de Filipos. Probablemente fue el sábado después de su llegada cuando Pablo se levantó por primera vez para proclamar el evangelio en la sinagoga de Tesalónica. Hacía solamente unos pocos días que había salido de Filipos. Todavía podía sentir en su espalda el dolor de las llagas aún no curadas de los azotes sufridos en aquella ciudad (Hechos 16:22–24).
Pablo y Silas … habían sido
arrestados, arrastrados a la plaza ante las autoridades, calumniados, robadas
sus ropas, arrojados a una prisión con los pies metidos en el cepo; … sin haber
sido condenados, habían sido públicamente azotados5.
No sólo habían sufrido los dolores físicos del
azote y del cepo, sino que habían padecido la vergüenza de la humillación
pública y la indignidad de ver despreciados sus derechos como ciudadanos
romanos6.
De hecho, los dos verbos empleados por Pablo en nuestro versículo —sufrir y ser
maltratados— sin duda se refieren respectivamente al sufrimiento físico y a los
agravios morales a los que habían estado sujetos7. Por tanto, cuando
Pablo se puso de pie en la sinagoga de Tesalónica, todo conspiraba para que
sintiera miedo y desánimo y que estos sentimientos le hicieran extremar la
precaución y evitar correr riesgos en la evangelización. De hecho, cualquier
persona que no hubiera experimentado el inconfundible llamamiento de Pablo, o
que tuviera menos temor de Dios que él, habría preparado sus maletas para
volver a casa abandonando la comisión evangelística8. En Filipos, el
apóstol había podido palpar cómo a veces los intereses económicos se alzan en
contra del evangelio (16:19); pero ahora, al llegar a Tesalónica, entraba en
una ciudad cuya vida social giraba en torno a los intereses comerciales y
económicos. En Filipos había podido comprobar cómo el materialismo puede ir
cogido de la mano de los poderes demoníacos (16:16) y había experimentado el horror de las fuerzas del mal (16:17); ahora, ¿de qué nuevas maneras actuarían aquellas mismas fuerzas para
impedir que el evangelio de Cristo fuera anunciado en Tesalónica? Antes, en
Antioquía de Pisidia (Hechos 13:45–50), en Iconio (14:2, 5) y en Listra (14:19), Pablo había sufrido el antagonismo encarnizado de los judíos; pero ahora
se dirigía a una ciudad en la que la colonia judía era rica y poderosa. ¿Cómo
le recibirían? Con razón iba a escribir a los filipenses:
A vosotros se os ha
concedido por amor de Cristo no sólo creer en él, sino también sufrir por él,
sufriendo el mismo conflicto que visteis en mí [cuando estuve en Filipos], y que ahora oís que está en mí [en Tesalónica y en otros lugares] (Filipenses 1:29–30).
En Filipos, pues, los misioneros lo habían pasado muy mal. Y ahora, aquellas experiencias de sufrimiento a causa del evangelio les aconsejaban que fueran discretos y prudentes: que su evangelización no fuera tan abierta y directa como lo había sido en otros lugares; que se ganaran el afecto y el apoyo de los ancianos de la sinagoga y que omitieran de su predicación cualquier cosa que pudiera ofender las susceptibilidades de los judíos o lesionar los intereses materiales o sociales de los gentiles.
FUERZA EN DIOS (v. 2b)
Sin embargo, los tesalonicenses eran testigos (una
vez más, se repite la frase como sabéis;
cf. 1:5; 2:1, 5, 9, 10,
11)9 de que no habían reaccionado así. No
habían aguado el mensaje del evangelio. No se habían dejado acobardar, sino que
habían predicado con todo denuedo, aun a sabiendas del precio que quizás
tuvieran que pagar. ¿Por qué no se habían acobardado? ¿Cuál era su secreto?
Pablo mismo lo expresa por medio de la frase tuvimos valor en nuestro Dios. El verbo tuvimos valor (en griego, una sola palabra) se refiere a la
claridad, la llaneza, la confianza, la contundencia y el denuedo con los que
los misioneros presentaron las buenas nuevas. Suele ser traducido como tener denuedo y, esencialmente, indica
dos cosas: la ausencia de miedo y la plena confianza para hablar con toda
claridad10.
Los traductores de nuestra versión han tenido a bien explicar esta frase
mediante la adición de la palabra confiados:
tuvimos el valor, confiados en nuestro Dios. Sin embargo, creo que es importante
retener la fórmula empleada por Pablo: tuvimos
valor en nuestro Dios. La diferencia de matiz, aunque no muy grande, es
importante. Ciertamente, los misioneros habrían creído y confiado en Dios en el
momento de llegar a Tesalónica. Pero la idea no es que hubieran sido valientes
a causa de su fe en Dios (lo que les daría a ellos la gloria), sino que Dios
mismo suplió aquel valor que les sostuvo en medio de la oposición (lo que se la
da a Dios)11. Cobraron valor en
virtud de su relación con Dios12. Pablo mismo habla de la paz de Dios que sobrepasa todo
entendimiento (Filipenses 4:7); pues bien, en Tesalónica los misioneros
experimentaron una valentía similar, el «denuedo de Dios que sobrepasa todo
entendimiento».
En parte, ocurrió así porque en la medida en que tememos a Dios perdemos
nuestro temor a los hombres. Quien se sabe enviado por Dios se siente rodeado
por la providencia y la protección divinas. Dios es su fuerza, su protección,
su alta torre y su escudo. Con Dios como su luz y su salvación, ¿a quién
temerá? Con el Señor como la fortaleza de su vida, ¿de quién tendrá temor? (Salmo 27:1). Todo eso no es garantía, sin embargo, de que no nos pase nada. Esto está
claro si consideramos el caso de Pablo en Filipos. Pero sí garantiza que no
puede pasarnos nada que no caiga dentro de la voluntad del Señor y que no
redunde a la postre en nuestra madurez y en un medio de bendición para los
demás.
Aun a sabiendas de todo eso, lo cierto es que el valor concedido por Dios
no es el fruto sólo de una reflexión racional sobre su providencia. Va mucho
más allá. El denuedo que vence nuestros temores y proporciona valentía es obra
del Espíritu Santo en nosotros (2 Timoteo 1:7–8). Es algo sobrenatural que, finalmente, no se presta a explicaciones
humanas. Por tanto, es absolutamente sin jactancia como Pablo afirma que los
misioneros hallaron en Dios una fuente de valor que les mantuvo firmes en su
cometido a pesar de los sufrimientos y los maltratos que habían conocido.
El hecho de que el apóstol hable de nuestro Dios —es decir, el Dios no sólo de los misioneros, sino también de
los lectores— sugiere sutilmente que el mismo Dios que ha proporcionado de
valor al equipo misionero lo hará también en aquellos momentos en que los
tesalonicenses sufran persecución (2:14); y, por extensión, indica que ellos deben seguir estando dispuestos a
encajar padecimientos al dedicarse fielmente a la causa del evangelio (1:8).
UNA EVANGELIZACIÓN VALIENTE (v. 2c)
Gracias, pues, al fortalecimiento que les concedió
Dios, Pablo y sus compañeros proclamaron el evangelio en Tesalónica.
Notemos, sin embargo, que aquí no se emplea el verbo que asociamos habitualmente con el anuncio del evangelio —es decir, el verbo predicar—, sino un verbo más amplio en sus connotaciones: hablar. Quizás sea porque Pablo recuerda la diversidad de maneras y formas que tomó la evangelización en Tesalónica: además de la proclamación formal, hubo discusiones, exposición de las Escrituras, explicaciones y presentación de evidencias y argumentos en la sinagoga y en casa de Jasón (Hechos 17:2–3), sin contar las numerosas conversaciones particulares, reuniones en casas y en grupos reducidos que, sin duda, habrá habido.
Notemos también cómo Pablo se refiere al mensaje predicado: lo que antes había llamado nuestro evangelio (1:5) llega a ser ahora el evangelio de Dios (cf. vs. 8, 9 y 13; Romanos 1:1, etc.). Sin duda, emplea esta frase más solemne porque encaja mejor en el contexto: el valor que Dios infundió a los misioneros les llegó en el momento de ejercer su ministerio como heraldos, anunciando un mensaje que, aunque «suyo» por cuanto lo habían creído, adoptado y experimentado, en el fondo no era suyo (en el sentido de que no era invención suya, sino que procedía de Dios). Y, precisamente porque era evangelio de Dios, es por lo que no debían claudicar en cuanto a su perseverancia fiel en su proclamación. Además, podemos suponer que los enemigos estaban tildando el mensaje de Pablo de invención suya. Por tanto, él desea revestirlo de su máxima dignidad y autoridad: es evangelio de Dios.
Así pues, lo anunciaron con denuedo, y lo hicieron en medio de mucha oposición13. Ya hemos tenido ocasión de recordar el antagonismo que los misioneros tuvieron que soportar en Tesalónica (Hechos 17:5–14)14, por lo cual no es necesario repetirlo aquí. Pero sí conviene sentir la angustia que pesa en el corazón de Pablo al recordarlo. Quien haya conocido una furibunda oposición similar, agresiva y antipática, sabe que no es fácil olvidarla. La revives constantemente. Te quita el sueño. Te encuentras enzarzado en debates imaginarios con tus opositores. Te duele la injusticia de sus insultos y difamaciones. Te crispa la superficialidad de sus argumentos, la arrogancia de sus actitudes y la prepotencia de su discurso. Con el paso del tiempo, otras cosas intervienen para distraer tu atención; pero el recuerdo de su mucha oposición volverá periódicamente a tu mente hasta la tumba.
El sufrimiento causado por la oposición es una parte ineludible del precio que el ministro fiel tiene que pagar. La forma que estas cosas toman quizás varíe de generación en generación; pero el diablo es el mismo y las fuerzas del mal están siempre al acecho para fomentar alguna manifestación de oposición. Algunas veces, ésta procederá de las autoridades civiles. Otras, de la religión estatal. Desgraciadamente, en una generación como la nuestra en la que la oposición desde fuera queda mitigada por un espíritu de tolerancia, muchos de los sufrimientos del ministro fiel proceden desde el mismo seno de la congregación en la cual lleva a cabo su ministerio. Pero, comoquiera que sea, de un lado u otro nos vendrá la oposición. Nadie ha ejercido un fiel ministerio evangelístico o pastoral sin haber conocido diversas formas de sufrimiento como consecuencia.
CONCLUSIONES
Recordemos, pues, cuáles son algunas de las lecciones acerca del ministerio evangelístico y pastoral que hemos aprendido a través de estos dos versículos:
—El ministro fiel medirá el «éxito» de su ministerio no mirando en primer
lugar los resultados visibles, sino ante todo examinando la pureza de su propio
corazón y la entrega de su vida al servicio de Dios.
—El ministro fiel tendrá que estar dispuesto a pagar un alto precio: el
sufrimiento, la oposición e incluso el maltrato son las consecuencias
habituales de todo ministerio fiel.
—La reacción del ministro fiel ante el sufrimiento y la oposición no debe
ser retraerse, acobardarse, dejarse intimidar o renunciar al ministerio, sino
buscar en Dios el valor necesario para proseguir adelante sin desmayar. Tiene
que aprender que su poder está en Dios
(Salmo 84:5).
—El ministro fiel perseverará en su cometido, entre otras razones, porque
lo que tiene entre manos no es ni más ni menos que el evangelio de Dios. No es
una invención humana ni se presta a manipulaciones humanas. El Señor ha
depositado en él el tesoro de la revelación divina para que lo administre
fielmente para la salvación y edificación de los demás. Dar marcha atrás en el
cometido al que Dios le ha llamado sería un desprecio hacia el depósito
sagrado, un agravio al Señor que le ha encomendado el ministerio y un descuido
de las almas de las que el Señor le tiene por responsable.
