CRECER EN AMOR | 1 Tesalonicenses 3:11-12 David Burt

 

CRECER EN AMOR

1 TESALONICENSES 3:11-12

Ahora, pues, que el mismo Dios y Padre nuestro, y Jesús nuestro Señor, dirijan nuestro camino a vosotros; y que el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros, y para con todos, como también nosotros lo hacemos para con vosotros; …

DIOS MISMO (v. 11)

Después de su pregunta retórica acerca de la oración, Pablo pasa a la oración propiamente dicha1. Pide dos cosas al Señor, una referida a los tesalonicenses y la otra a los misioneros: en cuanto a éstos, pide que puedan volver pronto a Tesalónica (v. 11); y en cuanto a aquéllos, que puedan crecer en amor fraternal (v. 12).

Su oración, pues, tiene dos peticiones y dos beneficiarios. Pero también tiene dos destinatarios: se dirige igualmente a Dios Padre y a Dios Hijo. Al primero, Pablo le llama el mismo Dios y Padre nuestro. La palabra mismo ha dado mucho que hablar a los comentaristas. Evidentemente, es una palabra que tiene una función enfática. Pero ¿por qué quiere Pablo insistir en Dios en este contexto?

Algunos piensan que el énfasis tiene más que ver con el cambio de orientación en el discurso que con un deseo de llamar la atención especialmente a la persona de Dios: hasta aquí, Pablo ha estado hablando a los tesalonicenses acerca de la oración; ahora dirige sus palabras a Dios mismo.

Otros piensan que Pablo hace hincapié en Dios en contraste con el esfuerzo humano descrito en el versículo anterior, como si dijera: Nosotros, los misioneros, hemos intentado por todos los medios volver a visitaros; pero si Dios mismo no nos allana el camino, nunca llegaremos a vosotros.

Otros buscan el contraste más lejos, en la oposición del maligno: hasta aquí, Satanás ha impedido nuestro retorno (2:18); pero acudimos a aquel que es más poderoso que él, a Dios mismo.

Personalmente, aunque soy consciente de la necesidad de extremar la precaución en la interpretación de esta idea, me inclino a pensar que Dios mismo está en contraste con Jesús. No porque Jesús no sea «Dios mismo» —Pablo está a punto de emplear una frase que ensalza su divinidad—, sino por la idea siguiente: cuando hablamos del Padre, estamos pensando en Dios en su esencia eterna, trascendente y sublime, en el Yo-soy-el-que-soy, cuyos pensamientos se escapan de nuestra pobre inteligencia humana. Estamos pensando en «Dios mismo», en el Dios que realmente existe, pero cuyo conocimiento es demasiado alto para nosotros. En cambio, cuando hablamos de Jesús, estamos pensando en Dios encarnado, en el Dios-hecho-hombre, Dios-con-nosotros, Dios velado en carne mortal y sujeto a las limitaciones de nuestra humanidad y, por tanto, en el Dios cognoscible revelado en el hombre Jesús. Al primero le conocemos, en base a la obra reconciliadora de Jesucristo, como nuestro Padre celestial. Al segundo le reconocemos, en virtud de su obra redentora, como nuestro legítimo Señor.

Así pues, Pablo dirige su oración al mismísimo Dios, al Dios tres veces santo vestido en majestad, al que conocemos en Cristo como nuestro Padre; y también al Dios encarnado, Jesús, al que reconocemos como nuestro Señor. Si alguien nos preguntara por qué el apóstol se dirige a estos dos y no al Espíritu Santo también, contestaríamos: sin duda, porque el Padre y el Hijo están sentados en el trono del universo y juntos sujetan las riendas de la historia; mientras que el Espíritu es el agente divino que lleva a cabo la voluntad del Padre y del Hijo y la pone por obra en nuestro mundo. Si los misioneros logran volver finalmente a Tesalónica, y si los tesalonicenses crecen en amor, será por designio del Padre y del Hijo y por obra del Esíritu.

Como alternativa a esta lectura, podemos añadir que el texto griego admite traducirse como: que Dios mismo, [es decir] nuestro Padre y nuestro Señor Jesús2. En ese caso, la frase Dios mismo se aplica no sólo al Padre, sino también a Jesús, y la fuerza de la palabra mismo tiene el propósito de indicar que el Padre y el Hijo, juntos, constituyen Dios verdadero.

En todo caso, Pablo describe al Hijo como Jesús nuestro Señor3, frase enormemente significativa porque viene a demostrar que la iglesia creía en la divinidad de Cristo desde las fechas más tempranas. La frase confirma la naturaleza divina de Jesús por al menos cuatro razones:

— El solo hecho de llamar Señor a Jesús es elocuente, pues Señor es la manera habitual en que los judíos de la época traducían al griego las palabras hebreas Jehová (Yahvé) y Adonai. De por sí, nuestro Señor es un título divino.

— La oración de Pablo se eleva igualmente ante el Padre y ante Jesús, indicando su estrecha unidad y su autoridad compartida. En las Escrituras, a Dios solamente se dirige la oración; además, únicamente alguien divino podía ser identificado en esta manera tan concluyente con el Padre4.

— La implicación de la oración es que el Padre y el Hijo supervisan conjuntamente los caminos de los hombres5. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría pedirles a ambos su ayuda y dirección en oración? Los dos están unidos no sólo en dignidad, sino también en sus acciones. Como Jesús mismo dijo: En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que hace el Padre, eso también hace el Hijo de igual manera (Juan 5:19).

— En el griego, el verbo dirijan, aunque tiene un sujeto plural, está en singular (kateuthynai). Tendríamos que traducir literalmente la primera parte del versículo: que … el Padre nuestro y Jesús nuestro Señor dirija nuestro camino6 El uso del singular no puede ser un desliz gramatical, porque en 2 Tesalonicenses 2:16–17 encontramos una sorprendente estructura similar (los mismos dos sujetos delante de un verbo en singular). Si no se trata de un desliz, entonces debemos suponer que el uso del singular es deliberado; en cuyo caso, la explicación obvia es que el apóstol entendía que existe una relación tan estrecha de unidad entre el Padre y el Hijo que pudo tratarlos como lo que realmente son: uno (Juan 10:30)7. Es como si el apóstol se diera cuenta que las leyes gramaticales habituales no hacen justicia a la realidad de Dios. Normalmente tiene que haber una correspondencia entre el verbo y el sujeto. Pero la relación única que existe entre las personas divinas hace que un sujeto plural introduzca correctamente un verbo en singular.

En resumidas cuentas, pues, Pablo asocia a Cristo con Dios de tal manera que se le ve como quien comparte las prerrogativas divinas8. La gran importancia de este versículo estriba en que demuestra que la doctrina de la divinidad de Jesucristo no es una invención tardía de la iglesia, como pretenden algunos, sino que fue enseñada por los apóstoles desde el principio. Recordemos, a este respecto, lo que ya hemos dicho: que 1 Tesalonicenses es probablemente el documento más antiguo del Nuevo Testamento, escrito escasamente veinte años después de la muerte de Jesús. Por su contenido, está claro que los misioneros habían enseñado a los tesalonicenses que Jesucristo es uno con el Padre en cuanto a su divinidad, aunque se distingue de él en su personalidad9.

PETICIÓN DE REENCUENTRO (v. 11)

Lo que Pablo pide a Dios mismo es que él dirija el camino de los misioneros hacia los tesalonicenses. Es el mismo verbo traducido como guiar o encaminar en Lucas 1:79. Sin duda, en este contexto, es la contrapartida de la acción de Satanás, quien ha puesto impedimentos en el camino (2:18). Pablo pide que éstos sean quitados. El maligno coloca estorbos que el ser humano es impotente para eliminar. Sólo Dios puede enderezar y despejar el camino (cf. Romanos 1:10; 15:32).

En esta sencilla oración del apóstol aprendemos dos grandes lecciones. Por una parte, puesto que tenemos un enemigo temible y mucho más poderoso que nosotros que coloca dificultades y obstáculos en nuestro camino de fe y testimonio, necesitamos orar. Dependemos de Dios. Sin su poderosa ayuda, no podemos llevar a buen término el cometido que ha entregado en nuestras manos.

Por otra parte, puesto que servimos al Dios sabio y omnipotente que controla las circunstancias y hace que aun los contratiempos resulten para bien, podemos confiar. Descansamos en la sabia providencia de Dios. Pablo desea volver a Tesalónica. Pero sabe que, en última instancia, esta posibilidad depende de Dios. Si él no lo quiere, el camino de los misioneros nunca conducirá a la ciudad10. Pero si él lo desea, ningún obstáculo de Satanás lo impedirá.

La mente del hombre planea su camino, pero el Señor dirige sus pasos (Proverbios 16:9; cf. Jeremías 10:23).

Según sabemos, la petición de Pablo no fue contestada inmediatamente, sino sólo después de bastante tiempo11 durante el tercer viaje misionero del apóstol (Hechos 20:1–2). Sin embargo, podemos dar gracias a Dios por la demora: si no fuera por ella, ¡no existirían las dos Epístolas a los Tesalonicenses! Si el Señor no contesta inmediatamente nuestras oraciones, siempre hay una razón.

PETICIÓN DE CRECIMIENTO EN AMOR (v. 12)

El versículo 12, que contiene la segunda petición del apóstol, empieza con una frase enfática: pero en cuanto a vosotros, que el Señor os haga crecer12 Es como si Pablo dijera: ya sea que volvamos a Tesalónica o no, ya sea que el Señor nos conceda nuestra primera petición o no, en todo caso seguiremos pidiendo para que él complete su obra de amor en vosotros. En cuanto a los planes de Dios para los misioneros puede haber cierta duda; pero no hay ninguna en cuanto a sus planes para los tesalonicenses. Ni tampoco en cuanto a su capacidad para hacerles crecer, porque él es quien da el crecimiento (1 Corintios 3:6).

Desde un punto de vista estrictamente gramatical, lo más probable es que la frase el Señor mire atrás, a Jesús nuestro Señor (en el versículo anterior). Esta lectura enlaza con el uso habitual de Señor en los escritos paulinos, en los que casi siempre se refiere a Cristo (ver, por ejemplo, el 3:13 y el 4:15). Él, desde luego, encamina a sus siervos (es de observar, por ejemplo, que, según Hechos 16:7, quien impidió que Pablo visitara Bitinia fue el Espíritu de Jesús) y se encarga del crecimiento espiritual de los creyentes. Sin embargo, en otras ocasiones parece probable que, por el Señor, el apóstol entienda sencillamente Dios (ver, por ejemplo, el 1:8 a la luz de Isaías 38:4, o el 5:2 a la luz de Joel 2:1). Por tanto, quizás sea preferible entender que el Señor se refiere a aquel que es el sujeto singular del verbo dirija (v. 11); es decir, al Padre y al Hijo conjuntamente.

En cuanto a la petición en sí, caben dos posibles lecturas, porque el verbo crecer puede entenderse como unido a la frase en amor o como independiente de ella. En este último caso, Pablo estaría pidiendo dos cosas diferentes: en primer lugar, que los tesalonicenses crecieran, es decir, que adquirieran cada vez más madurez espiritual (o incluso que la congregación creciera numéricamente13); y, en segundo lugar, que abundaran en amor. Sin embargo, la mayoría de comentaristas opta por la otra interpretación, según la cual los verbos crecer y abundar son prácticamente sinónimos14 y Pablo está pidiendo una sola cosa: el aumento del amor fraternal.

Si acaso podemos detectar alguna diferencia entre crecer y abundar, diríamos que, aunque ambos verbos indican la idea de aumentar, crecer sugiere un aumento del sabio uso del amor y abundar sugiere la generosidad sacrificada. Para que el amor fraternal aumente, necesitamos crecer en discernimiento: tener los ojos abiertos ante las necesidades materiales, sociales y espirituales de nuestros hermanos y ante los abundantes recursos que Dios nos ha dado con los que atenderlas. Crecer en amor sugiere esto: aumentar en nuestra capacidad de amar debido a la creciente sabiduría que Dios nos da en nuestras relaciones.

En cambio, abundar en amor (o excederse, ir más allá, rebosar) sugiere una generosidad espléndida, una dimensión de amor que se entrega sin mirar el coste y sobrepasa los límites de una estricta prudencia. Los tesalonicenses necesitan amarse sabiamente, intensamente y desinteresadamente. Nosotros también.

Por supuesto, esta petición no representa una crítica implícita a los lectores. Pablo ya ha dado fe del gran amor de los unos por los otros (1:3; 3:6) y volverá a alabarles por lo mismo (4:9–10). Pero, en eso del amor, todos necesitamos crecer más y más y, mientras estemos en esta vida, nunca alcanzaremos el límite ni daremos la talla de Jesucristo.

A esta oración básica —que el Señor os haga crecer y abundar en amor—, Pablo añade tres frases más, y cada una de las cuales señala la dirección en la que debe dirigirse el amor:

1.    Unos para con otros.

2.    Y para con todos.

3.    Como también nosotros para con vosotros.

Con la primera frase, el apóstol nos recuerda que no basta con amar a Dios, sino que tenemos obligación de amarnos los unos a los otros:

Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros (Juan 13:34; cf. 15:12, 17).

Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros (1 Juan 3:23; cf. 2:7–8; 3:11).

De hecho, éste es el segundo precepto más básico de toda comunidad de creyentes, después de nuestra obligación de amar, honrar y servir a Dios. Es repetido vez tras vez por los escritores del Nuevo Testamento15. La esencia de nuestra vieja naturaleza es el egocentrismo, que conduce a toda clase de injusticia; la esencia de la nueva vida en Cristo es el amor, antítesis del egoísmo, que conduce a toda clase de virtud. En gran medida, la autenticidad de nuestra conversión, de la obra de gracia en nuestras vidas y de nuestra perseverancia en el camino de santidad ha de juzgarse por la realidad del amor fraternal y sus manifestaciones prácticas entre nosotros:

Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en muerte … El que no ama no conoce a Dios (1 Juan 3:14; 4:8).

Con la segunda frase, el apóstol indica que el mandamiento de Cristo es de aplicación universal, no selectiva. Debe abarcar a todos los hermanos sin excepción. De hecho, debe abarcar a todos los seres humanos, incluso a los enemigos del evangelio16. Si sólo amamos a ciertos miembros de la congregación —a los que nos caen mejor, comparten nuestros gustos o son de nuestro «nivel» social o académico—, no somos mejores que los gentiles que no conocen a Dios (Mateo 5:47). Aun los incrédulos son capaces de mostrar amor a algunos; el amor de Dios nos capacita para amar a todos.

El amor cristiano … no es un impulso que brota de nuestros sentimientos; no corresponde siempre a nuestras inclinaciones naturales, ni tampoco se dirige hacia aquellos con los que compartimos alguna afinidad. El amor busca el bienestar de todos17.

En resumidas cuentas, debemos amar a todos los hombres, incluso a nuestros enemigos y a los que nos hacen mal (Mateo 5:44), pero debemos amar especialmente a los de la familia de la fe (Gálatas 6:10). El todos incluye, por tanto, a los compartriotas de los tesalonicenses que les habían causado sufrimientos (2:14). No es fácil amar a los tales18.

Y, efectivamente, el amor del que habla el apóstol no es normal en el hombre caído, pero debe manifestarse en todo hijo de Dios.

La específica calidad cristiana del «agapé» nunca es natural para el hombre, y únicamente le llega cuando ha sido transformado por el poder de Dios19.

De ahí que Pablo ore por los tesalonicenses. Si fuera cuestión sólo de esfuerzo humano, le habría bastado con exhortarles directamente, como de hecho lo hará más adelante (4:9–10). Pero se trata también —y fundamentalmente— de una obra de la gracia divina. El amor es fruto del Espíritu Santo en nosotros (Gálatas 5:22). La oración no hace innecesario el esfuerzo humano; al contrario, hace que valga la pena esforzarnos. Pero tampoco la exhortación al esfuerzo humano hace innecesaria la oración. Si Dios mismo no nos transforma y capacita, jamás seremos capaces de amar como debemos hacerlo.

¿Y cómo debemos amarnos? Bueno, el Padre y el Señor Jesucristo constituyen nuestro gran modelo a seguir (Juan 3:16; 15:3; 1 Juan 4:9–11):

Os he dado ejemplo, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis … que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros (Juan 13:15, 34).

Aprendemos a amar supremamente por medio de la capacitación de Dios y el ejemplo de Jesús. Pero ahora Pablo se hace eco del como yo os he amado de Jesús al decir como también nosotros para con vosotros. Si Jesucristo mismo es nuestro gran ejemplo de amor, también lo fueron en menor medida los misioneros para los tesalonicenses.

Ya vimos, en el 1:6, que el apóstol dice que vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, indicando que todos los creyentes, además de las exhortaciones de la Palabra de Dios, tenemos por delante dos fuentes de ejemplaridad para asistirnos en nuestro crecimiento espiritual: el ejemplo de Cristo mismo y el ejemplo de los que nos han precedido en la fe. Ahora el apóstol repite el mismo principio, pero aplicándolo específicamente al amor. Con esta frase les recuerda que ya han visto un vivo ejemplo del amor en acción durante la estancia de los misioneros en Tesalónica, y les asegura que aquel amor sigue tan vivo como siempre.

No les pide nada que él mismo no esté dispuesto a dar. Si quiere exhortar a otros, tiene que asegurarse de que él mismo está practicando lo que predica (cf. 1 Corintios 11:1; Filipenses 4:9).

Así pues, la preocupación que Pablo eleva en forma de oración delante de Dios es que los tesalonicenses sigan amándose y creciendo en amor. En eso, el apóstol no hace más que seguir el ejemplo del Señor Jesucristo, cuya preocupación en cuanto a los discípulos, expresada en el gran mandamiento dado en vísperas de su muerte, era que se amaran unos a otros.

Todo eso nos invita a la reflexión. ¿Cómo va el amor entre nosotros? ¿Nos limitamos a entablar relaciones amistosos con los que nos caen bien, o procuramos el bien de todos? ¿Qué hay de los miembros marginados de nuestras congregaciones? Muchos sufren la soledad y distintas formas de desamparo: ¿qué estamos haciendo para aliviar su sufrimiento y para mostrarles el amor de Cristo? En otras palabras, ¿qué es lo que caracteriza a nuestras congregaciones: las tensiones, las rivalidades, la envidia, la murmuración, la apatía, la frialdad …, o el amor de Cristo, entrañable, generoso, sacrificado y glorioso?

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica

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