ACERCA DE LOS QUE DUERMEN | 1 Tesalonicenses 4:13 David Burt
ACERCA DE LOS QUE DUERMEN
1 TESALONICENSES 4:13
Pero no queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como lo hacen los demás que no tienen esperanza.
IGNORANCIA Y REVELACIÓN
Los autores bíblicos nunca quieren que sus lectores sean ignorantes en
torno a aquellos temas sobre los cuales Dios se ha pronunciado con claridad.
Ven la ignorancia como un mal y procuran eliminarla, porque produce
malentendidos, confusión y conflictos. Eso es cierto ya se trate de nuestra
ignorancia de los pensamientos, planes o motivos de las personas (ver, por
ejemplo, Romanos 1:13; 2 Corintios 1:8; Filipenses 1:12; Colosenses 2:1) o de
los de Dios (Romanos 11:25; 1 Corintios 10:1; 11:3; 12:1).
Los tesalonicenses eran «ignorantes». No por culpa suya, sino porque la
marcha repentina de los misioneros les había dejado sin todo el conocimiento
necesario acerca de la fe (3:10). Específicamente, andaban cojos en cuanto a
las doctrinas cristianas de la muerte, el más allá y el retorno de Cristo.
Sabían perfectamente que Cristo iba a volver. Pablo, evidentemente, les había
enseñado desde el principio acerca de las últimas cosas (2 Tesalonicenses 2:5).
De ahí que pueda hacer referencias a la «parusía» (2:19; 3:13; 5:23), al
retorno de Cristo (1:10), al juicio final (2:16) o al reino eterno (2:12) sin
entrar en detalles y dando por sentado que sus lectores ya son conocedores de
estos hechos. Pero no habían entendido bien algunas de las implicaciones de la
segunda venida. Como acabamos de ver (en los versículos 11 y 12), algunos
creían que el pronto retorno de Cristo hacía innecesario o desaconsejable
seguir en sus empleos seculares. Ahora (en los versículos 13 a 18), Pablo
aborda un segundo malentendido que estaba provocando consternación entre los
creyentes: ¿qué pasa con los creyentes que fallecen antes de la llegada de
Cristo? No quiere que los tesalonicenses sean ignorantes, porque la ignorancia
conduce a prácticas erróneas y a toda clase de desconcierto en la vida de la
iglesia.
Parece ser que el equívoco consistía en lo siguiente. Los
tesalonicenses —o al menos algunos de ellos— habían comprendido bien que la
esperanza cristiana consiste en que Cristo volverá pronto para llevar a los
creyentes a estar siempre con él; pero habían dado por sentado que su retorno
iba a ser tan inmediato que todos ellos quedarían con vida hasta aquel momento.
No habían contemplado la posibilidad de que algunos muriesen antes de la
parusía y, por tanto, les había desconcertado que algún miembro de la congregación
se hubiera ido. ¿Qué significaba eso? ¿Qué les había pasado a los fallecidos?
¿Dónde estaban? ¿Qué les pasaría en el momento de la parusía? ¿Cómo iban a
poder salir al encuentro del novio y entrar en el reino celestial si ya estaban
muertos? ¿Quedarían excluidos de las bendiciones del retorno de Cristo? ¿O sólo
las conocerían en forma incorpórea? ¿Significaba su muerte —idea espantosa— que
Dios no los había aceptado como sus santos redimidos y como herederos de las
promesas? ¿O, peor aún, significaba que la esperanza de la parusía no era más
que una quimera, una ilusión sin fundamento negada por los hechos reales?
Pablo debe contestar a estas preguntas y corregir las ideas equivocadas
que corrían entre los tesalonicenses. Pero, aun más, debe reforzar su fe,
socavada por los temores infundados despertados por su ignorancia. Por tanto,
se dirige a ellos no solamente como teólogo, sino también como pastor,
consciente de la angustia anímica que están pasando y deseando aliviar su
tristeza y traerles consuelo. Les trata con paciencia y con ternura. No les
reprende por su ignorancia, sino que vuelve a llamarles repetidamente hermanos
(4:13; 5:1, 4).
EL CREYENTE ANTE LA MUERTE
Perder a un ser querido es siempre una experiencia desgarradora. No
importa la firmeza de nuestra fe ni los muchos años que llevamos absorbiendo
las gloriosas promesas sobre las cuales descansa nuestra esperanza cristiana,
la llegada del momento de la separación nos llega siempre como un golpe cruel e
«inesperado».
Por supuesto, la intensidad del dolor de la separación depende de
varios factores, de los que es necesario destacar aquí dos. Depende, en primer
lugar, de la intensidad de nuestro amor. Si la relación que hemos sostenido con
el difunto ha sido más bien superficial, el dolor que experimentamos, aun
tratando de un hermano en Cristo, será superficial también. En muchas iglesias
de hoy, las relaciones fraternales no son profundas, por lo cual el difunto
desaparece sin pena ni gloria y su ausencia apenas se acusa en la congregación.
Nos ponemos caras adecuadamente largas al asistir al entierro, pero dos horas
después nos hemos olvidado de él y no le echaremos mucho de menos.
En cambio, allí donde existe la clase de relaciones que son fruto del
Espíritu Santo, donde ha habido auténtica preocupación mutua, donde hemos
participado juntos en la obra del ministerio y en la defensa del evangelio,
donde nos hemos atrevido a compartir nuestras luchas espirituales, confesar
nuestras debilidades, entendernos, consolarnos, animarnos y ayudarnos
mutuamente, donde la comunión fraternal ha sido intensa, hermosa y larga, la
pérdida del hermano es tan dolorosa como la relación fraternal fue entrañable
(recordemos que lo «entrañable» es lo que se siente en las entrañas: un afecto
tan profundo y tan vivamente sentido que nos conmueve físicamente). Sentimos su
muerte como si hubiéramos perdido una parte de nuestro propio ser. El vacío
dejado por el hermano fallecido queda con nosotros para siempre y tardamos
semanas, quizás meses y hasta años, antes de que el intenso dolor de los
primeros momentos se suavice y se convierta en una profunda, pero lejana,
añoranza. Cuanto más has amado, tanto más intensamente te duele la separación
de la muerte.
Si nunca hemos sentido el desgarro de la separación, haremos bien,
antes de apresurarnos a atribuirlo a la firmeza de nuestra confianza en Cristo,
en preguntarnos si no se debe más bien a la pobreza de nuestro amor. El Señor
lloró ante la tumba de Lázaro y se conmovió profundamente en su espíritu (Juan
11:33, 35, 38; cf. la experiencia de Pablo en Filipenses 2:27), ¡y eso que
estaba a punto de resucitarle! Nuestra entereza emocional en los entierros de
hoy habla poco favorablemente acerca de la autenticidad y la intensidad de
nuestras relaciones fraternales.
Los tesalonicenses amaban mucho. Pablo acaba de alabarles porque son
ejemplares en su práctica del amor fraternal (1:3; 3:6; 4:9–10). Pero,
precisamente por eso mismo, les duele la pérdida de los hermanos fallecidos y
les aterra la idea de que, de alguna manera, pudieran perderse los beneficios
de la parusía.
En segundo lugar, nuestro dolor queda condicionado por lo que creemos
acerca de la muerte y el más allá. Cuando un ser querido se va de viaje, el
momento de la despedida es emocionante, aunque sólo se vaya durante unas
semanas. Pero el dolor es intolerable cuando se va definitivamente y no tenemos
ninguna esperanza de volver a verle. Si creemos que el adiós de la muerte
representa una separación definitiva con respecto a la persona amada, entonces
nuestro dolor se convertirá en desesperación, a no ser que lo mitiguemos por
medio del egocentrismo, procurando utilizar mecanismos como el activismo y la
diversión que nos hagan olvidar pronto al fallecido. En cambio, si entendemos
que la separación sólo es temporal —y es a eso a lo que Pablo dirigirá ahora
nuestra atención—, entonces, aunque la intensidad de nuestro amor haga casi
insoportable la pérdida temporal, nuestro dolor no tiene por qué llevarnos a la
desesperación.
Sin embargo, antes de considerar más ampliamente el consuelo del
apóstol, debemos hacer justicia a lo que dice cuando emplea la frase los que
duermen para describir a los difuntos (vs. 13, 14, 15).
DORMIR
¿Cómo debemos entender esta frase? ¿Como eufemismo o en un sentido
literal?
Los que sostienen que se trata de un eufemismo (es decir, que duermen
significa están muertos, y durmieron significa murieron; cf. Juan 11:11–13)
suelen enfatizar que la Biblia enseña que hay una «vida intermedia» entre la
vida terrenal y la vida de resurrección; es decir, que los que mueren en Cristo
pasan directamente a su presencia en gloria, donde viven en un estado
consciente de bienaventuranza, aunque de forma incorpórea, a la espera del día
de la resurrección.
Algunas escrituras dan apoyo a la idea de la «vida intermedia». Por
ejemplo, ciertos personajes del Antiguo Testamento aparecen vivos en el
escenario de la historia aun después de su muerte: Samuel, cuando es convocado
por la adivina de Endor (1 Samuel 28:11–19); o Moisés y Elías en la
transfiguración de Cristo (Mateo 17:1–8). Asimismo, Jesús sostuvo que Abraham,
Isaac y Jacob vivían en el momento en el que hablaba (Mateo 22:32), enseñó en
la parábola del rico y Lázaro que el hombre, después de muerto, entra en un
estado consciente de bendición o de dolor (Lucas 16:19–31), y prometió al
«ladrón bueno» que, al morir, estaría con él en el paraíso (Lucas 23:43). Todos
estos textos parecen enseñar que el creyente, después de muerto, sigue estando
consciente y disfruta ya de una nueva dimensión del conocimiento de Dios. Esta
misma idea aparece también en los escritos de Pablo, quien afirmaba que estar
ausente del cuerpo (o sea, morir) era habitar con Cristo (2 Corintios 5:8), por
lo cual partir y estar con Cristo … era mucho mejor que continuar en la carne,
pues para él el vivir era Cristo y el morir era ganancia (Filipenses 1:21–23).
Difícilmente podría haber hablado así si hubiera creído que la muerte no era
más que un dormir inconsciente hasta el día de la resurrección. Al contrario,
sus palabras suponen que la muerte le traerá una experiencia más cercana, más
rica y más plena de Cristo que la que ya disfrutaba en la tierra.
En cambio, los que sostienen que el dormir del difunto debe entenderse
con más literalidad y no como un mero eufemismo señalan que la expresión los
que duermen (en contraste con la expresión que Pablo podría haber empleado, los
que durmieron; cf. vs. 14, 15) parece indicar un estado presente de
inconsciencia o una actividad continuada más que una frase eufemística. Esta
lectura queda reforzada por textos como Daniel 12:2: Muchos de los que duermen
en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la
ignominia, para el desprecio eterno. O por las palabras de Jesús camino de
Betania: Nuestro amigo Lázaro se ha dormido; voy a despertarlo (Juan 11:11); o
en casa de Jairo: La niña no ha muerto, sino que está dormida (Marcos 5:39).
Estos textos parecen ignorar una vida intermedia. Jesús no dice: Lázaro ha ido
a la gloria, pero voy a traerle a la tierra otra vez. Y la idea de despertar
(explícita tanto en Juan 11 como en Daniel 12) no parece compatible con la idea
de un estado consciente de bienaventuranza, sino que sugiere un estado de
inconsciencia. Igualmente, si la esperanza cristiana consiste en estar con el
Señor a partir del mismo momento de morir, ¿cómo es que Pablo no consuela a los
tesalonicenses con esta idea, en vez de arrojar todo el énfasis de su consuelo
sobre el día de la resurrección (v. 14)? Si el tiempo que media entre el
fallecimiento del creyente y el día de su resurrección es tan hermoso en sí,
¿por qué no dice: No queremos que os entristezcáis, porque debéis saber que vuestros
seres queridos están ya en la gloria disfrutando de la presencia del Señor
Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Debemos entender la idea de dormir como
una metáfora o como una realidad? El tema es complejo y, quizás, lo único que
podemos afirmar categóricamente es que ¡no conviene ser categóricos! Pero
algunas cosas parecen ciertas:
1.Desde el punto de vista de los que estamos
vivos y que permanecemos (v. 17), los difuntos parecen estar dormidos y el
momento de expirar se asemeja al momento de dormirse (ver, por ejemplo, Hechos
7:60; 1 Corintios 7:39; 15:6). Por esto llamamos el lugar de su entierro
cementerios, palabra que significaba originalmente (en el griego koimeterion)
lugar de dormir. Decimos que duermen porque tienen el aspecto quieto y
tranquilo de personas dormidas. También porque descansan de sus trabajos
(Apocalipsis 14:13). Pero la razón principal por la que los creyentes
utilizamos la palabra dormir en vez de morir es porque sabemos que el hermano
difunto no ha llegado a su destino final. Como ocurre con el sueño, la muerte
sólo es una experiencia temporal: después vendrá el despertar, la resurrección.
Así pues, la gran esperanza de los vivos en cuanto a los muertos se centra en
el día de la resurrección cuando acabe el dormir y llegue el momento del gran
despertar. Por eso, el Antiguo Testamento habla de los que durmieron con sus
padres12 y el Nuevo habla de los que duermen en Cristo. Para nosotros duermen,
pero les contemplamos con la firme esperanza de que volverán a despertar cuando
suene la voz del Señor14.
2.Pero está igualmente claro por las Escrituras
que, desde el punto de vista de los fallecidos, la muerte les introduce
inmediatamente en una nueva dimensión de disfrute de la presencia del Señor.
Con toda razón, pues, podemos asegurar al creyente moribundo que «hoy estarás
con el Señor en el paraíso».
3.Cualquiera que sea la
manera correcta de resolver la ambivalencia de las dos afirmaciones anteriores,
lo cierto es que, según las Escrituras, la culminación de la esperanza
cristiana no consiste en la «vida intermedia», sino en la resurrección16. Sólo
es cuando esto corruptible (es decir, el cuerpo decaído y descompuesto) se
revista de incorrupción cuando la victoria de Cristo sobre la muerte se verá
como completa (1 Corintios 15:54–57). El énfasis bíblico recae sobre la gloria
del momento del despertar, no sobre la del tiempo intermedio:
Viene las hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su
voz, y saldrán: los que hicieron lo bueno, a resurrección de vida, y los que
practicaron lo malo, a resurrección de juicio (Juan 5:28–29).
Y ésta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que él me ha
dado yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día final. Porque ésta es la
voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida
eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final (Juan 6:39–40).
Si no hay resurrección de
muertos, … vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe … Si
los muertos no resucitan, … vuestra fe es falsa … Entonces también los que han
dormido en Cristo han perecido … Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los
muertos, primicias de los que durmieron (1 Corintios 15:13–20).
Y es la
resurrección de los muertos la que Pablo está a punto de ofrecer a los
tesalonicenses como la esencia de su esperanza y consuelo en torno a sus
muertos.
TRISTEZA O ESPERANZA
Ahora, al entrar de lleno en las palabras consoladores que Pablo ofrece
a los tesalonicenses, notemos en primer lugar que no les prohíbe sentir
tristeza ante la muerte de sus hermanos, sino que les dice que su tristeza no
debe caracterizarse por la desesperación de los que no conocen el evangelio. No
dice: No queremos que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os
entristezcáis, punto y aparte; sino: … para que no os entristezcáis como lo
hacen los demás que no tienen esperanza. Su finalidad no es eliminar la
tristeza, sino la tristeza desorbitada.
El duelo es cosa natural. De hecho, durante un tiempo puede ser
necesario para nuestra sanidad emocional. Sería antinatural e inhumano no
llorar cuando perdemos a un ser querido cercano a nosotros. Ciertamente, en los
funerales cristianos es apropiado celebrar gozosamente la victoria decisiva de
Cristo sobre la muerte, pero lo hacemos sólo a través de las lágrimas de
nuestra pena personal.
Por supuesto, la muerte de un ser querido nos resultará motivo de
tristeza, a no ser que nos hayamos vuelto totalmente insensibles o
egocéntricos. Ya hemos dicho que, cuanto más amamos, tanto más nos dolerá la
separación del ser amado. Toda ausencia es motivo de añoranza y dolor en la
vida cristiana (recordemos lo que vimos en tomo al 2:17 y al 3:6–8), mucho más
la larga separación de la muerte. El papel del Espíritu Santo no es hacernos
insensibles ante los sufrimientos —si acaso, nos hace mucho más tiernos—, sino
proporcionarnos esperanza en medio de ellos. La viuda cristiana llora a su
marido tanto o más que su vecina incrédula. El padre cristiano siente el dolor
de la pérdida de su hijo tanto o más que el padre incrédulo. Todo creyente
hecho sensible por el Espíritu lamenta la pérdida de un hermano amado más,
mucho más, de lo que el hombre de la calle lamenta la pérdida de un amigo.
En el mejor de los casos, los incrédulos sostienen vagas nociones
sentimentales acerca del más allá o se aferran a las nebulosas promesas sin
fundamento que el sacerdote de turno les ofrece en cuanto al reencuentro con el
ser querido. Pero éstas son especulaciones lejanas que no aguantan una
investigación seria. Son similares a la clase de expectativas en torno al más
allá que existían en el mundo antiguo. Aunque algunos de los filósofos griegos
reconocían que no tenían esperanza alguna de cara al más allá —Teócrito, por
ejemplo, afirmó: Las esperanzas son para los vivos; los muertos no tienen
esperanza20—, otros creían en la inmortalidad del alma y postulaban una esfera
de existencia en la que los difuntos mantenían una tenue supervivencia en forma
de «sombras» o espíritus. Así pues, cuando Pablo dice que los demás … no tienen
esperanza (cf. Efesios 2:12), debemos entender que unos no tienen esperanza
alguna y otros no tienen ninguna esperanza bien fundada:
Tales nociones [de los filósofos] no se prestaban a ser calificadas por
la palabra cristiana «esperanza», que significa «una expectación gozosa y
confiada de la vida eterna a través de Jesucristo» … Al contrario, en la
antigüedad no había, de cara a la muerte, ni gozo ni triunfo ni celebración, ni
nada que se asemeja al reto desafiante: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?»
En vez de eso, existía una desesperación generalizada.
Hasta tal punto existía la idea generalizada de que no había esperanza
de vida después de la muerte que, cuando Pablo mencionó la resurrección de
Cristo en su discurso en el Areópago, la respuesta de los filósofos fue echarse
a reír (Hechos 17:32). Muchos comentaristas ilustran la diferencia entre la
esperanza cristiana y la desesperación de aquel entonces por medio del
contraste que existía (y existe) entre las tumbas de la Vía Apia de Roma y las
de las catacumbas cristianas:
Por un lado, encontramos el cansino lamento de la desesperación, cuyo
impacto sólo aumenta a causa de la pompa del esplendor exterior de las tumbas
de las cuales procede. Por otro, encontramos el salmo exultante de la
esperanza, que brilla con luz aun más resplandeciente a causa de la pobreza de
sus inscripciones mal deletreadas que aparecen en la oscuridad de cavernas
subterráneas.
Al hombre de hoy, como al de aquel entonces, le gusta la idea de la
vida eterna, pero para él no es más que una remota posibilidad. Por lo cual, se
vuelve cuanto antes a lo que sí puede palpar de verdad: la vida real de aquí y
ahora; y procura enterrar los recuerdos del difunto bajo las prisas y las
distracciones, los placeres y las preocupaciones de la vida cotidiana. Así
logra una apariencia de serenidad ante la muerte. Pero es una apariencia
superficial. Detrás, sólo hay desesperación. Y esa desesperación toma formas
más abiertas cuando los incrédulos son un poco honestos y se niegan a
refugiarse en sentimentalismos o a practicar la evasión.
No así vosotros, dice Pablo. Si el creyente se entrega a la
desesperación, se debe a la ignorancia (o a la falta de fe en la Palabra de
Dios). Sólo el conocimiento de la verdadera esperanza cristiana puede
proporcionar esperanza de cara a la muerte. Sólo el conocimiento como Señor y
Salvador de aquel que es la resurrección y la vida puede librarnos de su
angustia. Ésta fue la experiencia de los primeros cristianos y debe ser la
nuestra. Dice una carta escrita por un tal Arístides a principios del siglo II:
Si algún justo de entre [los cristianos] pasa de este mundo, se
regocijan y dan gracias a Dios, y escoltan el cadáver como si aquél estuviese
saliendo hacia algún lugar cercano.
Es a las grandes verdades de nuestra esperanza cristiana a las que el apóstol dirige nuestra atención en el versículo siguiente.
Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica