ACERCA DE LOS QUE DUERMEN | 1 Tesalonicenses 4:13 David Burt

   

ACERCA DE LOS QUE DUERMEN

1 TESALONICENSES 4:13

Pero no queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como lo hacen los demás que no tienen esperanza.

IGNORANCIA Y REVELACIÓN

Mucho de nuestro desconcierto en la vida cristiana se debe a nuestra ignorancia de los propósitos de Dios; y mucha de nuestra ignorancia se debe a que no conocemos bien lo que Dios ha revelado en las Escrituras. No dedicamos tiempo a la meditación y al estudio de la Palabra y, como consecuencia, no tenemos criterios adecuados para poder entender y encajar las diversas circunstancias que se nos presentan en la vida. Ciertamente, hay cuestiones —entre ellas, muchos aspectos de la muerte y el más allá— sobre las cuales el Señor ha tenido a bien no arrojar su luz (las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios; Deuteronomio 29:29), en cuyo caso tenemos que andar por fe, confiando en la sabiduría y providencia de Dios. Pero hay otras sobre las cuales Dios nos ha hablado (mas las cosas reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre), en cuyo caso la ignorancia es culpa nuestra.

Los autores bíblicos nunca quieren que sus lectores sean ignorantes en torno a aquellos temas sobre los cuales Dios se ha pronunciado con claridad. Ven la ignorancia como un mal y procuran eliminarla, porque produce malentendidos, confusión y conflictos. Eso es cierto ya se trate de nuestra ignorancia de los pensamientos, planes o motivos de las personas (ver, por ejemplo, Romanos 1:13; 2 Corintios 1:8; Filipenses 1:12; Colosenses 2:1) o de los de Dios (Romanos 11:25; 1 Corintios 10:1; 11:3; 12:1).

Los tesalonicenses eran «ignorantes». No por culpa suya, sino porque la marcha repentina de los misioneros les había dejado sin todo el conocimiento necesario acerca de la fe (3:10). Específicamente, andaban cojos en cuanto a las doctrinas cristianas de la muerte, el más allá y el retorno de Cristo. Sabían perfectamente que Cristo iba a volver. Pablo, evidentemente, les había enseñado desde el principio acerca de las últimas cosas (2 Tesalonicenses 2:5). De ahí que pueda hacer referencias a la «parusía» (2:19; 3:13; 5:23), al retorno de Cristo (1:10), al juicio final (2:16) o al reino eterno (2:12) sin entrar en detalles y dando por sentado que sus lectores ya son conocedores de estos hechos. Pero no habían entendido bien algunas de las implicaciones de la segunda venida. Como acabamos de ver (en los versículos 11 y 12), algunos creían que el pronto retorno de Cristo hacía innecesario o desaconsejable seguir en sus empleos seculares. Ahora (en los versículos 13 a 18), Pablo aborda un segundo malentendido que estaba provocando consternación entre los creyentes: ¿qué pasa con los creyentes que fallecen antes de la llegada de Cristo? No quiere que los tesalonicenses sean ignorantes, porque la ignorancia conduce a prácticas erróneas y a toda clase de desconcierto en la vida de la iglesia.

Parece ser que el equívoco consistía en lo siguiente. Los tesalonicenses —o al menos algunos de ellos— habían comprendido bien que la esperanza cristiana consiste en que Cristo volverá pronto para llevar a los creyentes a estar siempre con él; pero habían dado por sentado que su retorno iba a ser tan inmediato que todos ellos quedarían con vida hasta aquel momento. No habían contemplado la posibilidad de que algunos muriesen antes de la parusía y, por tanto, les había desconcertado que algún miembro de la congregación se hubiera ido. ¿Qué significaba eso? ¿Qué les había pasado a los fallecidos? ¿Dónde estaban? ¿Qué les pasaría en el momento de la parusía? ¿Cómo iban a poder salir al encuentro del novio y entrar en el reino celestial si ya estaban muertos? ¿Quedarían excluidos de las bendiciones del retorno de Cristo? ¿O sólo las conocerían en forma incorpórea? ¿Significaba su muerte —idea espantosa— que Dios no los había aceptado como sus santos redimidos y como herederos de las promesas? ¿O, peor aún, significaba que la esperanza de la parusía no era más que una quimera, una ilusión sin fundamento negada por los hechos reales?

Pablo debe contestar a estas preguntas y corregir las ideas equivocadas que corrían entre los tesalonicenses. Pero, aun más, debe reforzar su fe, socavada por los temores infundados despertados por su ignorancia. Por tanto, se dirige a ellos no solamente como teólogo, sino también como pastor, consciente de la angustia anímica que están pasando y deseando aliviar su tristeza y traerles consuelo. Les trata con paciencia y con ternura. No les reprende por su ignorancia, sino que vuelve a llamarles repetidamente hermanos (4:13; 5:1, 4).

EL CREYENTE ANTE LA MUERTE

Perder a un ser querido es siempre una experiencia desgarradora. No importa la firmeza de nuestra fe ni los muchos años que llevamos absorbiendo las gloriosas promesas sobre las cuales descansa nuestra esperanza cristiana, la llegada del momento de la separación nos llega siempre como un golpe cruel e «inesperado».

Por supuesto, la intensidad del dolor de la separación depende de varios factores, de los que es necesario destacar aquí dos. Depende, en primer lugar, de la intensidad de nuestro amor. Si la relación que hemos sostenido con el difunto ha sido más bien superficial, el dolor que experimentamos, aun tratando de un hermano en Cristo, será superficial también. En muchas iglesias de hoy, las relaciones fraternales no son profundas, por lo cual el difunto desaparece sin pena ni gloria y su ausencia apenas se acusa en la congregación. Nos ponemos caras adecuadamente largas al asistir al entierro, pero dos horas después nos hemos olvidado de él y no le echaremos mucho de menos.

En cambio, allí donde existe la clase de relaciones que son fruto del Espíritu Santo, donde ha habido auténtica preocupación mutua, donde hemos participado juntos en la obra del ministerio y en la defensa del evangelio, donde nos hemos atrevido a compartir nuestras luchas espirituales, confesar nuestras debilidades, entendernos, consolarnos, animarnos y ayudarnos mutuamente, donde la comunión fraternal ha sido intensa, hermosa y larga, la pérdida del hermano es tan dolorosa como la relación fraternal fue entrañable (recordemos que lo «entrañable» es lo que se siente en las entrañas: un afecto tan profundo y tan vivamente sentido que nos conmueve físicamente). Sentimos su muerte como si hubiéramos perdido una parte de nuestro propio ser. El vacío dejado por el hermano fallecido queda con nosotros para siempre y tardamos semanas, quizás meses y hasta años, antes de que el intenso dolor de los primeros momentos se suavice y se convierta en una profunda, pero lejana, añoranza. Cuanto más has amado, tanto más intensamente te duele la separación de la muerte.

Si nunca hemos sentido el desgarro de la separación, haremos bien, antes de apresurarnos a atribuirlo a la firmeza de nuestra confianza en Cristo, en preguntarnos si no se debe más bien a la pobreza de nuestro amor. El Señor lloró ante la tumba de Lázaro y se conmovió profundamente en su espíritu (Juan 11:33, 35, 38; cf. la experiencia de Pablo en Filipenses 2:27), ¡y eso que estaba a punto de resucitarle! Nuestra entereza emocional en los entierros de hoy habla poco favorablemente acerca de la autenticidad y la intensidad de nuestras relaciones fraternales.

Los tesalonicenses amaban mucho. Pablo acaba de alabarles porque son ejemplares en su práctica del amor fraternal (1:3; 3:6; 4:9–10). Pero, precisamente por eso mismo, les duele la pérdida de los hermanos fallecidos y les aterra la idea de que, de alguna manera, pudieran perderse los beneficios de la parusía.

En segundo lugar, nuestro dolor queda condicionado por lo que creemos acerca de la muerte y el más allá. Cuando un ser querido se va de viaje, el momento de la despedida es emocionante, aunque sólo se vaya durante unas semanas. Pero el dolor es intolerable cuando se va definitivamente y no tenemos ninguna esperanza de volver a verle. Si creemos que el adiós de la muerte representa una separación definitiva con respecto a la persona amada, entonces nuestro dolor se convertirá en desesperación, a no ser que lo mitiguemos por medio del egocentrismo, procurando utilizar mecanismos como el activismo y la diversión que nos hagan olvidar pronto al fallecido. En cambio, si entendemos que la separación sólo es temporal —y es a eso a lo que Pablo dirigirá ahora nuestra atención—, entonces, aunque la intensidad de nuestro amor haga casi insoportable la pérdida temporal, nuestro dolor no tiene por qué llevarnos a la desesperación.

Sin embargo, antes de considerar más ampliamente el consuelo del apóstol, debemos hacer justicia a lo que dice cuando emplea la frase los que duermen para describir a los difuntos (vs. 13, 14, 15).

DORMIR

¿Cómo debemos entender esta frase? ¿Como eufemismo o en un sentido literal?

Los que sostienen que se trata de un eufemismo (es decir, que duermen significa están muertos, y durmieron significa murieron; cf. Juan 11:11–13) suelen enfatizar que la Biblia enseña que hay una «vida intermedia» entre la vida terrenal y la vida de resurrección; es decir, que los que mueren en Cristo pasan directamente a su presencia en gloria, donde viven en un estado consciente de bienaventuranza, aunque de forma incorpórea, a la espera del día de la resurrección.

Algunas escrituras dan apoyo a la idea de la «vida intermedia». Por ejemplo, ciertos personajes del Antiguo Testamento aparecen vivos en el escenario de la historia aun después de su muerte: Samuel, cuando es convocado por la adivina de Endor (1 Samuel 28:11–19); o Moisés y Elías en la transfiguración de Cristo (Mateo 17:1–8). Asimismo, Jesús sostuvo que Abraham, Isaac y Jacob vivían en el momento en el que hablaba (Mateo 22:32), enseñó en la parábola del rico y Lázaro que el hombre, después de muerto, entra en un estado consciente de bendición o de dolor (Lucas 16:19–31), y prometió al «ladrón bueno» que, al morir, estaría con él en el paraíso (Lucas 23:43). Todos estos textos parecen enseñar que el creyente, después de muerto, sigue estando consciente y disfruta ya de una nueva dimensión del conocimiento de Dios. Esta misma idea aparece también en los escritos de Pablo, quien afirmaba que estar ausente del cuerpo (o sea, morir) era habitar con Cristo (2 Corintios 5:8), por lo cual partir y estar con Cristo … era mucho mejor que continuar en la carne, pues para él el vivir era Cristo y el morir era ganancia (Filipenses 1:21–23). Difícilmente podría haber hablado así si hubiera creído que la muerte no era más que un dormir inconsciente hasta el día de la resurrección. Al contrario, sus palabras suponen que la muerte le traerá una experiencia más cercana, más rica y más plena de Cristo que la que ya disfrutaba en la tierra.

En cambio, los que sostienen que el dormir del difunto debe entenderse con más literalidad y no como un mero eufemismo señalan que la expresión los que duermen (en contraste con la expresión que Pablo podría haber empleado, los que durmieron; cf. vs. 14, 15) parece indicar un estado presente de inconsciencia o una actividad continuada más que una frase eufemística. Esta lectura queda reforzada por textos como Daniel 12:2: Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el desprecio eterno. O por las palabras de Jesús camino de Betania: Nuestro amigo Lázaro se ha dormido; voy a despertarlo (Juan 11:11); o en casa de Jairo: La niña no ha muerto, sino que está dormida (Marcos 5:39). Estos textos parecen ignorar una vida intermedia. Jesús no dice: Lázaro ha ido a la gloria, pero voy a traerle a la tierra otra vez. Y la idea de despertar (explícita tanto en Juan 11 como en Daniel 12) no parece compatible con la idea de un estado consciente de bienaventuranza, sino que sugiere un estado de inconsciencia. Igualmente, si la esperanza cristiana consiste en estar con el Señor a partir del mismo momento de morir, ¿cómo es que Pablo no consuela a los tesalonicenses con esta idea, en vez de arrojar todo el énfasis de su consuelo sobre el día de la resurrección (v. 14)? Si el tiempo que media entre el fallecimiento del creyente y el día de su resurrección es tan hermoso en sí, ¿por qué no dice: No queremos que os entristezcáis, porque debéis saber que vuestros seres queridos están ya en la gloria disfrutando de la presencia del Señor

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Debemos entender la idea de dormir como una metáfora o como una realidad? El tema es complejo y, quizás, lo único que podemos afirmar categóricamente es que ¡no conviene ser categóricos! Pero algunas cosas parecen ciertas:

    1.Desde el punto de vista de los que estamos vivos y que permanecemos (v. 17), los difuntos parecen estar dormidos y el momento de expirar se asemeja al momento de dormirse (ver, por ejemplo, Hechos 7:60; 1 Corintios 7:39; 15:6). Por esto llamamos el lugar de su entierro cementerios, palabra que significaba originalmente (en el griego koimeterion) lugar de dormir. Decimos que duermen porque tienen el aspecto quieto y tranquilo de personas dormidas. También porque descansan de sus trabajos (Apocalipsis 14:13). Pero la razón principal por la que los creyentes utilizamos la palabra dormir en vez de morir es porque sabemos que el hermano difunto no ha llegado a su destino final. Como ocurre con el sueño, la muerte sólo es una experiencia temporal: después vendrá el despertar, la resurrección. Así pues, la gran esperanza de los vivos en cuanto a los muertos se centra en el día de la resurrección cuando acabe el dormir y llegue el momento del gran despertar. Por eso, el Antiguo Testamento habla de los que durmieron con sus padres12 y el Nuevo habla de los que duermen en Cristo. Para nosotros duermen, pero les contemplamos con la firme esperanza de que volverán a despertar cuando suene la voz del Señor14.

    2.Pero está igualmente claro por las Escrituras que, desde el punto de vista de los fallecidos, la muerte les introduce inmediatamente en una nueva dimensión de disfrute de la presencia del Señor. Con toda razón, pues, podemos asegurar al creyente moribundo que «hoy estarás con el Señor en el paraíso».

    3.Cualquiera que sea la manera correcta de resolver la ambivalencia de las dos afirmaciones anteriores, lo cierto es que, según las Escrituras, la culminación de la esperanza cristiana no consiste en la «vida intermedia», sino en la resurrección16. Sólo es cuando esto corruptible (es decir, el cuerpo decaído y descompuesto) se revista de incorrupción cuando la victoria de Cristo sobre la muerte se verá como completa (1 Corintios 15:54–57). El énfasis bíblico recae sobre la gloria del momento del despertar, no sobre la del tiempo intermedio:

Viene las hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán: los que hicieron lo bueno, a resurrección de vida, y los que practicaron lo malo, a resurrección de juicio (Juan 5:28–29).

Y ésta es la voluntad del que me envió: que de todo lo que él me ha dado yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día final. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final (Juan 6:39–40).

  Si no hay resurrección de muertos, … vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe … Si los muertos no resucitan, … vuestra fe es falsa … Entonces también los que han dormido en Cristo han perecido … Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron (1 Corintios 15:13–20).

Y es la resurrección de los muertos la que Pablo está a punto de ofrecer a los tesalonicenses como la esencia de su esperanza y consuelo en torno a sus muertos.

TRISTEZA O ESPERANZA

Ahora, al entrar de lleno en las palabras consoladores que Pablo ofrece a los tesalonicenses, notemos en primer lugar que no les prohíbe sentir tristeza ante la muerte de sus hermanos, sino que les dice que su tristeza no debe caracterizarse por la desesperación de los que no conocen el evangelio. No dice: No queremos que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis, punto y aparte; sino: … para que no os entristezcáis como lo hacen los demás que no tienen esperanza. Su finalidad no es eliminar la tristeza, sino la tristeza desorbitada.

El duelo es cosa natural. De hecho, durante un tiempo puede ser necesario para nuestra sanidad emocional. Sería antinatural e inhumano no llorar cuando perdemos a un ser querido cercano a nosotros. Ciertamente, en los funerales cristianos es apropiado celebrar gozosamente la victoria decisiva de Cristo sobre la muerte, pero lo hacemos sólo a través de las lágrimas de nuestra pena personal.

Por supuesto, la muerte de un ser querido nos resultará motivo de tristeza, a no ser que nos hayamos vuelto totalmente insensibles o egocéntricos. Ya hemos dicho que, cuanto más amamos, tanto más nos dolerá la separación del ser amado. Toda ausencia es motivo de añoranza y dolor en la vida cristiana (recordemos lo que vimos en tomo al 2:17 y al 3:6–8), mucho más la larga separación de la muerte. El papel del Espíritu Santo no es hacernos insensibles ante los sufrimientos —si acaso, nos hace mucho más tiernos—, sino proporcionarnos esperanza en medio de ellos. La viuda cristiana llora a su marido tanto o más que su vecina incrédula. El padre cristiano siente el dolor de la pérdida de su hijo tanto o más que el padre incrédulo. Todo creyente hecho sensible por el Espíritu lamenta la pérdida de un hermano amado más, mucho más, de lo que el hombre de la calle lamenta la pérdida de un amigo.

En el mejor de los casos, los incrédulos sostienen vagas nociones sentimentales acerca del más allá o se aferran a las nebulosas promesas sin fundamento que el sacerdote de turno les ofrece en cuanto al reencuentro con el ser querido. Pero éstas son especulaciones lejanas que no aguantan una investigación seria. Son similares a la clase de expectativas en torno al más allá que existían en el mundo antiguo. Aunque algunos de los filósofos griegos reconocían que no tenían esperanza alguna de cara al más allá —Teócrito, por ejemplo, afirmó: Las esperanzas son para los vivos; los muertos no tienen esperanza20—, otros creían en la inmortalidad del alma y postulaban una esfera de existencia en la que los difuntos mantenían una tenue supervivencia en forma de «sombras» o espíritus. Así pues, cuando Pablo dice que los demás … no tienen esperanza (cf. Efesios 2:12), debemos entender que unos no tienen esperanza alguna y otros no tienen ninguna esperanza bien fundada:

Tales nociones [de los filósofos] no se prestaban a ser calificadas por la palabra cristiana «esperanza», que significa «una expectación gozosa y confiada de la vida eterna a través de Jesucristo» … Al contrario, en la antigüedad no había, de cara a la muerte, ni gozo ni triunfo ni celebración, ni nada que se asemeja al reto desafiante: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» En vez de eso, existía una desesperación generalizada.

Hasta tal punto existía la idea generalizada de que no había esperanza de vida después de la muerte que, cuando Pablo mencionó la resurrección de Cristo en su discurso en el Areópago, la respuesta de los filósofos fue echarse a reír (Hechos 17:32). Muchos comentaristas ilustran la diferencia entre la esperanza cristiana y la desesperación de aquel entonces por medio del contraste que existía (y existe) entre las tumbas de la Vía Apia de Roma y las de las catacumbas cristianas:

Por un lado, encontramos el cansino lamento de la desesperación, cuyo impacto sólo aumenta a causa de la pompa del esplendor exterior de las tumbas de las cuales procede. Por otro, encontramos el salmo exultante de la esperanza, que brilla con luz aun más resplandeciente a causa de la pobreza de sus inscripciones mal deletreadas que aparecen en la oscuridad de cavernas subterráneas.

Al hombre de hoy, como al de aquel entonces, le gusta la idea de la vida eterna, pero para él no es más que una remota posibilidad. Por lo cual, se vuelve cuanto antes a lo que sí puede palpar de verdad: la vida real de aquí y ahora; y procura enterrar los recuerdos del difunto bajo las prisas y las distracciones, los placeres y las preocupaciones de la vida cotidiana. Así logra una apariencia de serenidad ante la muerte. Pero es una apariencia superficial. Detrás, sólo hay desesperación. Y esa desesperación toma formas más abiertas cuando los incrédulos son un poco honestos y se niegan a refugiarse en sentimentalismos o a practicar la evasión.

No así vosotros, dice Pablo. Si el creyente se entrega a la desesperación, se debe a la ignorancia (o a la falta de fe en la Palabra de Dios). Sólo el conocimiento de la verdadera esperanza cristiana puede proporcionar esperanza de cara a la muerte. Sólo el conocimiento como Señor y Salvador de aquel que es la resurrección y la vida puede librarnos de su angustia. Ésta fue la experiencia de los primeros cristianos y debe ser la nuestra. Dice una carta escrita por un tal Arístides a principios del siglo II:

Si algún justo de entre [los cristianos] pasa de este mundo, se regocijan y dan gracias a Dios, y escoltan el cadáver como si aquél estuviese saliendo hacia algún lugar cercano.

Es a las grandes verdades de nuestra esperanza cristiana a las que el apóstol dirige nuestra atención en el versículo siguiente.

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica


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