ESPERANZA DE RESURRECCIÓN | 1 Tesalonicenses 4:14 | David Burt


ESPERANZA DE RESURRECCIÓN

1 TESALONICENSES 4:14

Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús.

LO QUE CREEMOS ACERCA DE JESÚS 

¿Cuál es, pues, nuestra esperanza cristiana? ¿En qué nos distinguimos los creyentes de aquellos que no tienen esperanza (v. 13)? ¿Qué es lo que impide que nos desesperemos y nos entristezcamos sobremanera cuando fallece un ser querido nuestro?

Nuestra esperanza se centra en la gloriosa certeza de que un día todos los que han muerto en Cristo resucitarán y estarán para siempre con el Señor. El creyente afronta la muerte con confianza porque sabe que su destino final no es la tumba ni la condenación eterna, sino el reino de Dios y la presencia de Cristo. Y por eso afronta también con esperanza el fallecimiento de sus seres queridos, hermanos en la fe: porque sabe que volverá a encontrarse con ellos en el gran día de la resurrección.

Pero ¿cómo podemos hablar de una «gloriosa certeza»? ¿Cómo atrevernos a pensar que nuestra esperanza no es una mera ilusión, sino algo que Dios mismo nos promete y garantiza?

La respuesta está en la resurrección de Jesús. Cuando la Palabra de Dios nos asegura que Dios nos resucitará a nosotros, creemos que es fiable porque Dios ya nos ha confirmado sus intenciones resucitando a Jesucristo:

Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron (1 Corintios 15:20).

Digamos lo mismo de otra manera. Jesús afirmaba constantemente que él mismo tenía el poder de resucitar a los muertos:

Así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, asimismo el Hijo también da vida a los que él quiere … Viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán … (Juan 5:21, 28–29).

Ésta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final (Juan 6:40).

Ahora bien, podríamos considerar estas citas como los delirios de un loco si no fuera por dos hechos de cuya autenticidad histórica dan testimonio los apóstoles. En primer lugar, su resurrección de determinadas personas —Lázaro, la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín …— sirve como pequeño botón de muestra de que sus palabras no son jactancias vacías, sino verdades fundadas. Tomemos el caso de Lázaro. Antes de levantarle de la tumba, Jesús sostiene conversaciones con sus hermanas Marta y María en las que afirma que él resucitará a todos los que creen en él:

Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás (Juan 11:26).

Por tanto, cuando Lázaro resucita, es inevitable que su retorno a la vida sea percibido como el anticipo y la garantía de lo que Jesús promete hacer en el futuro con todos los creyentes. Si Jesús hubiera hecho la afirmación general acerca de sus poderes resucitadores pero sin resucitar a su amigo, diríamos: ¡Bonitas palabras, pero carecen de fundamento alguno! En cambio, difícilmente podemos sostener nuestro escepticismo ante Lázaro resucitado. Confrontados con la pregunta: ¿Resucitará Jesús a los muertos?, parece inicialmente que no tenemos evidencias ni argumentos que ofrecer (porque la respuesta está aún en el futuro). En cierto sentido, pues, una pregunta aun más importante es: ¿Resucitó Jesús a Lázaro?, porque en torno a ella las evidencias bíblicas y arqueológicas se prestan a un análisis racional. En otras palabras, si llegamos a la conclusión de que Jesús levantó verdaderamente a Lázaro, no nos resultará difícil aceptar sus afirmaciones acerca de su poder para resucitar a los muertos en el día final.

Pero en segundo (y principal) lugar está la resurrección del propio Jesús. Su resurrección vindica sus pretensiones acerca de quién es: declara que es Hijo de Dios con poder (ver Romanos 1:4). Y asimismo nos da plena confianza en cuanto a su capacidad para resucitar a los suyos.

La resurrección de Jesús es la piedra angular de nuestra fe. Si Jesús no resucitó, el evangelio no es más que un cuento extravagante: en realidad, Jesucristo no es el Hijo de Dios ni el Salvador del mundo; no puede quitar nuestros pecados ni reconciliarnos con Dios; todas sus pretensiones salvadoras no son más que palabrería necia. En cambio, si resucitó verdaderamente, todas sus pretensiones adquieren una credibilidad total y los necios son los que no hacen caso de ellas.

Ésta es la tesis sostenida por Pablo en sus escritos a los corintios:

Si no hay resurrección de muertos, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe. Aún más, somos hallados testigos falsos de Dios, porque hemos testificado contra Dios que él resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan. Pues si los muertos no resucitan, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es falsa; todavía estáis en vuestros pecados. Entonces también los que han dormido en Cristo han perecido. Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos, de todos los hombres, los más dignos de lástima. Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que duermen (1 Corintios 15:13–20).

El cristianismo se desmorona si le quitas la resurrección de Jesús. Esta, como acabamos de decir, es un artículo esencial de la fe:

Si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo (Romanos 10:9).

Así pues, las afirmaciones evangélicas acerca de la resurrección quedan confirmadas por los hechos evangélicos: las resurrecciones obradas por Cristo y, supremamente, la resurrección de Cristo mismo. Para Pablo, ésta es la prueba fehaciente de las doctrinas bíblicas de las últimas cosas:

Dios … ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien ha designado, habiendo presentado pruebas a todos los hombres al resucitarle de entre los muertos (Hechos 17:31).

En cuanto a la veracidad de aquella resurrección, Pablo no podía tener la más mínima duda. A fin de cuentas, se había encontrado con el Cristo resucitado en el camino de Damasco:

Yo entonces dije: «¿Quién eres, Señor?» Y el Señor dijo: «Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Hechos 26:15; cf. 9:5).

Sin embargo, esto está muy bien para Pablo; pero ¿cómo podemos nosotros, que no hemos tenido encuentros literales con el Cristo resucitado, tener la misma confianza que él?

Reconozcámoslo. Nuestra confianza es una cuestión de fe: creemos que Jesús murió y resucitó. Pero no se trata de una fe ciega, infundada o absurda, sino de una fe que se adquiere como consecuencia de una investigación seria de las evidencias presentadas en el Nuevo Testamento. Inicialmente nos acercamos al testimonio bíblico con cierto escepticismo. Y hacemos bien, porque lo que está en juego es un asunto de vida o muerte que determinará nuestra manera de vivir y nuestro destino eterno. La credulidad en tales cuestiones es peligrosa: fácilmente nos venderán gato por liebre. Pero tampoco debemos acercarnos con la mente cerrada. Si determinamos de antemano que Cristo, definitivamente, no pudo haber resucitado, entonces, por muy persuasivas que sean las evidencias, las esquivaremos y nuestra supuesta «investigación objetiva» se convertirá sencillamente en una búsqueda de razones por las que no creer, búsqueda impulsada por nuestros propios prejuicios subjetivos.

¿Cuál, pues, es este «cuerpo de evidencias» que encontramos en la Biblia? Empieza con una serie de narraciones que pretenden ser los testimonios de testigos oculares o de investigadores contemporáneos: las historias evangélicas de la resurrección (Mateo 27:57–28:15; Marcos 15:42–16:8; Lucas 23:50–24:12; Juan 19:38–20:10) y de las apariciones del Jesús resucitado (Mateo 28:16–20; Marcos 16:9–19; Lucas 24:13–53; Juan 20:11–21:25; Hechos 1:1–11). Lucas, él mismo uno de los investigadores contemporáneos, encontró tan convincentes estas evidencias que las llama pruebas indubitables (Hechos 1:3, RV60). Pablo mismo, antes de razonar con los corintios acerca de la importancia de la resurrección, les proporciona una relación de testigos de la resurrección de Cristo (1 Corintios 15:3–9) a fin de demostrar que estas cosas no ocurrieron en algún rincón, sino que son datos históricos presenciados por muchísimas personas y que no se prestan a dudas razonables.

Pero la evidencia bíblica no consiste sólo en historias. También es cuestión de evaluar la competencia intelectual y la integridad moral de los testigos. Igualmente, debemos tomar en consideración el testimonio profético del Antiguo Testamento y de Jesucristo mismo, pues la muerte y la resurrección de Mesías fueron anunciadas de antemano y Cristo resucitó al tercer día conforme a las Escrituras (1 Corintios 15:4; Hechos 26:22–23). Tampoco debemos ignorar las múltiples exposiciones del significado de la resurrección por parte de los escritores del Nuevo Testamento. En realidad, es la coherencia del conjunto del mensaje evangélico, tanto en sus afirmaciones doctrinales y morales como en los eventos históricos que subyacen detrás de ellas, la que nos proporciona confianza en cuanto al testimonio apostólico.

Pero finalmente, como ya hemos dicho, es cuestión de fe. Una vez que hayamos escuchado las evidencias y los argumentos a favor y en contra de la resurrección de Cristo, tendremos que decidir si creer o no. Y lo que determinará nuestra decisión en aquel momento no es tanto el carácter contundente de la evidencia o la fuerza persuasiva de los argumentos, sino la misma persona de Jesús y nuestra actitud ante él: reconocer en él al resucitado Hijo de Dios tiene para nosotros insoslayables implicaciones espirituales y morales, pues tendremos que reconocerle como nuestro Señor y nuestro Dios (ver Juan 20:28); en cambio, si no queremos que él reine sobre nosotros o si no queremos convertirnos a Dios desde los ídolos (1:9), no tendremos más opción que negar los testimonios y las evidencias y decidir que la resurrección no es más que un cuento.

El apóstol, pues, empieza afirmando un artículo de fe que todo cristiano tiene que poder suscribir: Creemos que Jesús murió y resucitó; y luego procede a exponer cuáles son las implicaciones de aquella muerte y resurrección para todos los creyentes.

En esta pequeña frase encontramos el meollo de la doctrina cristiana. Nuestra fe no descansa sobre una filosofía especulativa, sino sobre dos hechos fundamentales: la muerte y la resurrección de Jesús.

Notemos de paso el uso de la palabra Jesús. Es la única ocasión (aparte del 1:10) en la que el apóstol la emplea a solas en las dos Epístolas a los Tesalonicenses. Se trata del nombre más humano de nuestro Señor, del nombre que nos hace recordar los acontecimientos históricos de su vivencia terrenal. La muerte y la resurrección son hechos reales que el hombre Jesús tuvo que pasar a fin de ser las primicias de la nueva humanidad:

El nombre personal es apropiado porque les recordaba [a los lectores] que aquel Libertador a quien esperaban (1:10) y quien había sufrido aquella experiencia de la muerte que ellos mismos temían era un hombre como ellos y que su humanidad había salido ilesa de aquella experiencia.

LO QUE CREEMOS ACERCA DE LOS CREYENTES FALLECIDOS

¿Cómo afectan, pues, al creyente estos dos hechos: la muerte y la resurrección de Jesús? Pablo contesta en la segunda parte de nuestro versículo.

En cuanto a la muerte, notemos bien los dos verbos empleados en el texto: Jesús murió, pero los creyentes fallecidos durmieron en Jesús. Al referirse a la crucifixión, Pablo no emplea el verbo dormir, sino que habla con toda crudeza del hecho de que murió. Aunque no debemos exagerar la importancia del cambio de verbos (pues el versículo 16 hablará acerca de los muertos en Cristo), sí podemos decir que nuestro Señor confrontó todo el horror de la tumba cuando probó la muerte por todos (Hebreos 2:9) y que lo hizo para que los que creemos en él no tengamos que afrontarla en aquellas terribles condiciones, sino a sabiendas de que la muerte se ha transformado para nosotros en un dormirse para despertar luego en la presencia del Señor para siempre. Cristo no murió por casualidad, sino que murió por nosotros (5:10) a fin de que pudiéramos obtener la salvación (5:9), salvación que consiste en que vivamos juntamente con él para siempre (5:10).

Quizás esta diferencia entre morir y dormir explique también el uso un tanto extraño de la preposición mediante (el texto reza literalmente durmieron mediante Jesús). Una cosa es morir en nuestra condición de pecadores no redimidos, pues entonces la muerte es un temible enemigo y sucumbir ante él debe inspirarnos terror. Otra cosa muy diferente es morir después de haber creído en Jesucristo. Gracias a su obra salvadora, morir es dormir mediante él; es decir, la salvación que él ha efectuado convierte nuestra muerte en un dulce sueño.

En todo caso, en el pensamiento de Pablo no puede haber mucha diferencia entre dormir mediante Jesús (4:14) y morir en Cristo (4:16). En ambos casos se trata del fallecimiento de alguien que está unido a Cristo por la fe y, por tanto, participa de los beneficios de su muerte expiatoria y de su resurrección:

Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo en su venida (1 Corintios 15:22–23).

Si la muerte de Jesús nos trae los beneficios de la expiación y el perdón de nuestros pecados, su resurrección trae los de la vida eterna:

Su resurrección es la prenda y prueba de la nuestra.

Si es cierto que cabeza y miembros forman un solo cuerpo, se sigue que los miembros deben correr la misma suerte de la cabeza. Así, la resurrección de Jesús no es sólo garantía, sino también causa última de la resurrección de los fieles.

La última frase de nuestro versículo —Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús— se presta a diferentes interpretaciones. Para empezar, la frase en Jesús puede leerse con el verbo traer o con dormir, si bien el sentido natural del texto es el que queda reflejado en nuestra versión.

Luego está el significado del verbo traer, expuesto habitualmente según la orientación escatológica de cada comentarista. Para algunos, se refiere al hecho de que Dios llevará a muchos hijos con Cristo a la gloria (Hebreos 2:10). Para otros, se refiere a las almas de los creyentes que volverán con Cristo desde la gloria para reunirse con el cuerpo en el momento de la resurrección. Sin embargo, puesto que no hay ninguna mención explícita en este versículo de un movimiento celestial, ya sea hacia la gloria o desde la gloria, me parece preferible no conceder a la frase más significado que lo que se puede sostener por el contexto y entender que se refiere a la resurrección de los muertos en sí, o sea, al hecho de que Dios los «traerá» de la muerte16. En el día de la parusía, Cristo no aparecerá solo, sino que los que han dormido en él y, a causa de su muerte, han «desaparecido» de la vida terrenal volverán a aparecer juntamente con él por medio de la resurrección. Si Dios no dejó a Jesús abandonado en la muerte, sino que le resucitó, tampoco abandonará al creyente, sino que lo resucitará juntamente con Cristo (Romanos 6:5, 8).

Notemos que Pablo no introduce estas ideas como una mera especulación, sino como algo absolutamente cierto y seguro. Ni siquiera dice: Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, asi también creemos que Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús. Pasa directamente de la resurrección de Jesús como artículo de fe a la resurrección de los creyentes como hecho asegurado. Es como si dijese: Puesto que creemos que Jesús resucitó, y puesto que no nos cabe ninguna duda acerca de la historicidad y veracidad de su resurrección, podemos dar por sentado como hecho digno de toda confianza que él cumplirá su promesa de resucitar en el día final a los que creen en él.

¡Qué grande es el evangelio! ¡Y cómo tendrían que consolarnos estas palabras (cf. v. 18)!

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica


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