NUESTRA META: LA SANTIDAD | 1 Tesalonicenses 4:7-8 David Burt

NUESTRA META: LA SANTIDAD

1 TESALONICENSES 4:7-8

    Porque Dios no nos ha llamado a impureza, sino a santificación. Por consiguiente, el que rechaza esto no rechaza a hombre, sino al Dios que os da su Espíritu Santo.

LA LLAMADA DE DIOS (v. 7)

¿Por qué no debemos practicar la inmoralidad sexual? Pablo acaba de darnos una poderosa razón: Dios juzgará a los que practican estas cosas (v. 6). Ahora añade dos razones más. Si la primera miraba hacia delante a lo que Dios hará en el juicio venidero, la segunda mira hacia atrás a lo que Dios ya ha hecho en su llamamiento (v. 7), mientras la tercera mira el presente y nos anima al recordarnos que Dios nos da su Espíritu para capacitamos para la santidad (v. 8).

La segunda razón, pues, es que la inmoralidad constituye la completa negación del propósito que Dios tenía en mente al llamamos a su reino y a su gloria: porque Dios no nos ha llamado a impureza, sino a santificación. No debemos abstenemos de la inmoralidad sexual sólo por temor al juicio venidero, sino también por gratitud y asombro al considerar que Dios nos ha llamado y separado del mundo para que seamos su propio pueblo y reflejemos aquella imagen moral de Dios que ha quedado maltrecha por el pecado. La santidad no debe considerarse una triste represión, sino un alto privilegio.

Con las palabras del versículo 7 es como si Pablo volviera a la idea expuesta en el versículo 3: Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; es decir, que os abstengáis de inmoralidad sexual. Efectivamente, encontramos una secuencia similar de conceptos en ambos versículos: la voluntad (o el llamamiento) de Dios expresada negativamente en términos de la renuncia a la inmoralidad (o impureza) sexual, y positivamente en términos de santificación. Sin embargo, las pequeñas diferencias que existen entre los dos versículos son significativas.

En primer lugar, mientras el versículo 3 prohíbe la práctica del pecado concreto denunciado en este párrafo —la inmoralidad sexual o la fornicación—, el 7 describe la condición moral en la cual ésta desemboca: la impureza o la inmundicia (cf. 2:3). Si practicamos la inmoralidad, acabaremos en impureza. Nuestro destino será la suciedad, no la gloria.

A ese respecto, el uso de preposiciones en este versículo es interesante. El texto griego, en vez de decir: no nos ha llamado a impureza, sino a santificación, dice literalmente: no nos ha llamado para impureza, sino en santificación. La preposición «en» sugiere una vivencia actual (cf. Romanos 6:4: andemos en novedad de vida), mientras la preposición «para» sugiere destino o finalidad (cf. Gálatas 5:13: hermanos, a libertad fuisteis llamados; Efesios 2:10: creados en Cristo Jesús para buenas obras). Es como si Pablo dijera: ambas opciones —la santidad o la inmundicia— consisten en un camino a recorrer y un destino al que llegar; el que camina en inmoralidad acabará en impureza; el que camina en santificación acabará en santidad (3:13).

En segundo lugar, lo que en el versículo 3 se expresaba como la voluntad inmutable de Dios se explica ahora en términos del llamamiento personal de los tesalonicenses. La voluntad de Dios para el hombre siempre ha sido la santidad. No hay nada nuevo en eso. Pero los tesalonicenses, que antes vivían de espaldas a la voluntad divina, han escuchado su llamada por medio del evangelio y han respondido positivamente. Por así decirlo, han abrazado la voluntad de Dios y la han hecho suya. Lo que antes era distante e inalcanzable, se ha hecho una realidad cercana en Cristo.

Seguramente, ninguno de los tesalonicenses había tenido un llamamiento tan espectacular como el de Pablo (Hechos 9:1–9). Desde el momento de aquella experiencia suya en el camino a Damasco, el apóstol no tuvo la menor duda en cuanto a que la salvación del hombre tiene menos que ver con la iniciativa y la búsqueda humanas que con la elección y el llamamiento de Dios (cf. 1:4). Asimismo, había visto el poder de Dios en acción durante su estancia en Tesalónica (quizás no de una manera tan llamativa, pero sí de una manera eficaz e incuestionable). Los misioneros habían predicado no solamente en palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo (1:5) y los tesalonicenses habían recibido el mensaje del evangelio como lo que realmente es: la palabra de Dios (1:6; 2:13). Lo habían creído. Habían demostrado la autenticidad de su creencia y la eficacia de su llamamiento perseverando en la obra de fe, el trabajo de amor y la esperanza firme (1:3; 3:6). Se habían sometido a la obra poderosa del Espíritu (1:5) y de la Palabra (2:13b) en sus vidas. Pero —les recuerda Pablo— las cosas no acaban allí. El llamamiento de Dios no es solamente a una experiencia de conversión y regeneración en el pasado y a una entrada en su reino eterno y en su gloria en el futuro (2:12; 5:23–24), sino también a una vivencia justa, pura y santa en esta vida. De hecho, si vivimos vidas diferentes aquí es porque estamos ensayando para la vida de allí, a sabiendas de que nuestra verdadera ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos al Señor Jesucristo (1:10; Filipenses 3:20).

Debe existir, por tanto, una radical diferencia entre los estilos de vida del creyente y del incrédulo. Y, evidentemente, las dos frases, a impureza y en santificación, aparecen aquí para apuntar a este contraste. La idolatría practicada por los demás tesalonicenses podía ser —y, de hecho, era— compatible con la inmoralidad. Pero no así la adoración del Dios vivo y verdadero. Él nos llama a santidad.

Nos compete a cada uno de nosotros examinarnos y decidir si pertenecemos a la pureza o a la impureza, a la santidad o a la inmundicia, a la luz o a las tinieblas. En última instancia, sólo caben esas dos opciones: o seguimos la santidad conforme a la voluntad y el llamamiento de Dios; o seguimos la inmundicia conforme a los deseos de la carne, el mundo y el diablo. Es un contrasentido absurdo intentar comprometernos en teoría con el camino de la santidad y recorrer en la práctica el camino de la inmundicia. Como creyentes, sabemos que hemos sido llamados a separamos del mundo y vivir vidas distintas. Somos especiales, diferentes, hijos de la gloria, príncipes en la casa de Dios. Y, como tales, hemos dejado atrás el mundo y su inmundicia y proseguimos en el camino a Sion, hacia Dios y su santidad. Cuando Dios te llamó, fue con un propósito; y ese propósito no era que vivieras en inmoralidad, sino que fueras santo como él mismo lo es (1 Pedro 1:16).

LAS IMPLICACIONES DE RECHAZAR LA SANTIFICACIÓN (v. 8)

La tercera razón por la que la inmoralidad no debe tener cabida en el creyente es porque atenta no contra unas meras enseñanzas humanas, sino contra la voluntad expresa de Dios mismo. Más aún, atenta contra la presencia viva de Dios en él. Hace violencia a Dios, a su ley y a su Espíritu. Con esto, Pablo lleva su argumento a una culminación, porque no puede haber agravio más serio que despreciar a Dios.

En realidad, tal y como sugiere la conjunción traducida como por consiguiente, esta tercera razón es una extensión de la segunda: puesto que Dios ha revelado claramente que su llamamiento es a la santidad y no a la inmundicia, aquel que rechaza su llamamiento siguiendo la inmoralidad debe saber que lo que rechaza no es un mero consejo humano, aunque el mensajero haya sido humano, sino la misma palabra de Dios.

El verbo traducido como rechazar (BA, RVA, NVI) significa tener en poco, tratar como nulo o insignificante o restarle importancia a algo; o sea, significa despreciar (DHH, BJ, CI), desechar (RV60, RV95) o descuidar. En las Escrituras se refiere a menudo al desacato de la ley de Dios o al rechazo de su mensaje de salvación. En este contexto, sugiere enseguida la situación de la persona que trata con ligereza el pecado sexual. «Cualquiera puede tener un desliz, ¿no? Ya sabes cómo son los hombres. Por algo tenemos apetitos». Esta clase de actitudes que disculpan, toleran o justifican la inmoralidad, pueden parecer razonables; pero de hecho hacen violencia a Dios y su Palabra. Ya hemos dicho que nuestra sociedad trata el pecado sexual como una trivialidad, objeto legítimo de bromas, chistes y teatro cómico. Pero para Dios es un asunto sumamente serio. El creyente que resta importancia a la inmoralidad desestima la voluntad revelada de Dios y comete un serio agravio contra su Señor.

Más específicamente, según Pablo, tal creyente no rechaza a hombre, sino al Dios que os da su Espíritu Santo. Hay varias cosas de interés en esta última frase. Considerémoslas.

En primer lugar, los manuscritos más antiguos no dicen nos da, sino os da. Es decir, Pablo no está contemplando el don general de Dios a todos los creyentes, sino el caso concreto de los tesalonicenses. Puede exhortarles acerca de la pureza moral, porque sabe que ya disponen del gran recurso de Dios para poder responder bien a la exhortación.

Luego observemos que no dice os dio, sino os da. Si los creyentes practican la inmoralidad, no sólo desprecian al Dios que les concedió el don del Espíritu en el momento de su conversión (Gálatas 4:6), sino también al Dios que sigue ofreciéndoselo en el momento presente (1 Corintios 6:19). Están atentando contra aquel que puede llevarles adelante en el camino de la santificación.

Es cierto que es posible entender el uso del tiempo presente en términos generales, como referencia al Dios que siempre da su Espíritu a los que creen en Jesús. Pero quizás sea preferible en este contexto dar al tiempo presente todo su valor teológico. El don una vez recibido ha de ser aprovechado continuamente. Los que hemos recibido nueva vida por medio del Espíritu tenemos que seguir andando por él (Gálatas 5:25). Cristo, que nos bautizó en el Espíritu cuando creímos en él, ahora nos da de beber constantemente de aquel mismo Espíritu (1 Corintios 12:13). La inicial obra regeneradora del Espíritu tiene que dar lugar a una obra continua de transformación y renovación (Tito 3:5; 2 Corintios 3:18). No es cuestión de aceptar el don inicial y luego decir: «¡Ya está! Ya no necesito más. Ya soy salvo». La salvación no es sólo un comienzo, sino también un camino y un destino. Negar o impedir la obra continuada del Espíritu Santo en nosotros es poner en tela de juicio la autenticidad de nuestra regeneración inicial.

Algo de eso se ve en otro detalle del texto griego. Literalmente no dice que Dios dio su Espíritu a vosotros, sino que Dios lo dio en [eis] vosotros. Es decir, lo dio para que morara «en» vosotros. No es un don que se pueda recibir y luego dejar de lado, sino un don que está siempre presente en aquel que lo ha recibido.

Hechas estas aclaraciones, volvamos a la idea principal: la persona que se niega a seguir los preceptos de santidad establecidos en la Palabra de Dios atenta no contra lo humano, sino contra lo divino. Muchas veces, estos preceptos nos llegan a través de algún mensajero humano: por medio de sermones, conferencias o libros. Por supuesto, necesitamos tener cuidado, porque no todo lo que se predica o se escribe es Palabra de Dios. Pero, si el predicador es fiel a su Señor y a las instrucciones reveladas, entonces su mensaje debe ser recibido no como la palabra de hombres, sino como lo que realmente es, la palabra de Dios (2:13).

Detrás de los mandamientos de los misioneros descansan las leyes inmutables de Dios mismo.

Si el ministro es fiel, los oyentes acarrean para sí graves consecuencias si desprecian su mensaje. Como dijo el Señor Jesucristo a sus discípulos:

El que a vosotros escucha, a mí me escucha, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que a mí rechaza, rechaza al que me envió (Lucas 10:16; cf. Mateo 10:40).

Siempre ha sido una tendencia humana confundir al mensajero con el autor y rechazar el mensaje por despreciar al mensajero. Sirva como ilustración de ello la manera en que Israel despreció al profeta Samuel y reclamó el derecho a tener rey:

  Y el Señor dijo a Samuel: Escucha la voz del pueblo en cuanto a todo lo que te digan, pues no te han desechado a ti, sino que me han desechado a mí para que no sea rey sobre ellos (1 Samuel 8:7; cf. 10:19).

Aquí hagamos un pequeño inciso para insistir en lo que acabamos de mencionar. Es especialmente importante recordar las enseñanzas de estos versículos en una época como la nuestra, en la que se está desarrollando mucho el ministerio de la consejería matrimonial y sexual en nuestras iglesias, ministerio que a todas luces es necesario, pero que a veces se presenta con una fuerte dosis de sabiduría humana y psicológica, y con un fundamento bíblico un tanto endeble. Es hora de reforzar en nuestra enseñanza el claro marco de las instrucciones bíblicas para que nuestro mensaje pueda llegar legítimamente como palabra de Dios y no como mero «aconsejamiento matrimonial». Los consejos humanos podemos aceptarlos o rechazarlos a nuestro antojo. Pero no es así con los mandamientos divinos. Es importante hacer esa distinción. Hay lugar para los consejos humanos. Hay momentos en que debemos decir: Digo yo, no el Señor. Pero hay otros en los que debemos hablar con plena autoridad diciendo: Instruyo, no yo, sino el Señor (1 Corintios 7:12, 10). Está muy bien que seamos compasivos, pacientes y comprensivos con las debilidades sexuales de nuestros hermanos. Jesús lo fue. Y cualquier persona que conoce su propia debilidad no se apresurará a condenar a su hermano. Pero nunca debemos perder de vista el fundamento sobre el cual deben elevarse nuestros consejos: la voluntad de Dios para el ser humano, claramente revelada en su palabra.

¿Por qué, pues, describe Pablo a Dios como aquel que os da su Espíritu Santo? Podría haberle descrito en otros términos: por ejemplo, como el Dios legislador que sostiene el juicio y la justicia en el mundo; o como el Dios juez que castiga a los delincuentes; o como el Dios redentor que nos ama y cuya voluntad debe ser nuestro deleite. Todas estas características divinas habrían encajado bien en este contexto para indicarnos por qué no debemos rechazar la santificación. Si elige llamarle el Dios que os da su Espíritu Santo es porque existe en la mente del apóstol una estrecha relación entre el don del Espíritu y la vivencia santa. ¿En qué consiste esta relación? Esencialmente en dos cosas: para el creyente, en lucha con fuertes tentaciones sexuales, la presencia del Espíritu Santo constituye a la vez una solemne advertencia y una gloriosa provisión de Dios.

La solemne advertencia

Porque el Espíritu que mora en el creyente es santo, cualquier práctica inmoral constituye una gran incoherencia. El Espíritu se llama Santo no solamente porque lo es, sino porque nos es dado precisamente para llevar a cabo nuestra santificación. Si Pablo hubiera dicho que el que rechaza esto rechaza al Dios santo, habríamos entendido bien la idea: nosotros debemos ser santos porque nuestro Dios es santo (Levítico 11:44; 19:2) y, si nos rebelamos contra la santidad, nos, rebelamos contra Dios. Esto es cierto. Pero el apóstol va más allá. Dios no sólo es santo en sí, sino que desea compartir su santidad con nosotros y, para ello, nos da el don de su Espíritu.

Esto se ve aun más claramente en el texto griego, porque Pablo no emplea la frase habitual para Espíritu Santo, sino que dice literalmente: quien ciertamente da el Espíritu suyo, el Santo, a vosotros. El texto es enfático: el Espíritu que recibimos de Dios no es otro que el Santo. Negarnos a vivir en santidad es negar el carácter de aquel que mora en nosotros.

Porque el Espíritu es el Santo, cualquier acto nuestro de inmoralidad le entristece (Efesios 4:30). Desechar el camino de la santificación no sólo es volver a la inmundicia, sino también oponernos al mismo Espíritu de Dios. Es una negación de la obra salvadora que él desea llevar a cabo en nosotros. O, para expresar lo mismo con otras palabras, a través de la morada en nosotros del Espíritu somos templo santo de Dios (1 Corintios 6:19–20). El templo de Dios es santo, y eso es lo que vosotros sois (1 Corintios 3:17). Por tanto, cometer actos inmorales es cometer un sacrilegio.

La gloriosa provisión

Pero veamos también el lado positivo de estas palabras. Porque el Espíritu que está en nosotros es santo, existe una fundada esperanza de que nosotros, pecadores rebeldes y muertos en nuestro pecado, podamos crecer en santidad hasta el punto de reflejar el carácter de Cristo (2 Corintios 3:18). Recibir el Espíritu es la única manera de poder vivir en santidad. Él es quien lleva a cabo nuestra santificación (2 Tesalonicenses 2:13). Nadie puede vivir para Dios en la carne. La persona no regenerada cumple inevitablemente los deseos de la carne. Sólo la persona guiada por el Espíritu puede vivir una vida conforme a la voluntad de Dios (Gálatas 5:16–25). Sólo la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús puede librarnos del poder destructor del pecado (Romanos 8:1–4).

Porque el Espíritu es santo, nadie que tenga el Espíritu puede permanecer indefinidamente en el pecado. A la larga, existe una profunda incompatibilidad entre vivir como creyente en Dios y practicar la inmoralidad. El Espíritu Santo no puede convivir con la inmundicia. A causa de la presencia del Espíritu en su vida, todo verdadero creyente anhela profundamente ser santo. Quien no lo anhela no conoce aún a Dios.

CONCLUSIONES

En resumidas cuentas, pues, el apóstol Pablo desglosa su exhortación a la santificación en tres conceptos básicos:

  1. Debemos abstenernos radicalmente de toda práctica sexual no sancionada por la palabra de Dios (v. 3).
  2. Debemos practicar el matrimonio heterosexual y monógamo en santificación y honor (vs. 4–5).
  3. Debemos respetar como sagrados los derechos matrimoniales de nuestro prójimo (v. 6).

Notemos que dos de estos conceptos son negativos (absteneos de inmoralidad; no cometáis adulterio) y uno es positivo (guardad vuestras relaciones matrimoniales en santificación y honor). Lo negativo nunca es suficiente. Es posible no cometer nunca fornicación ni adulterio y, sin embargo, tener un matrimonio pésimo que no glorifica a Dios. Es posible abstenernos de todo lo que Dios prohíbe y, sin embargo, estar muy lejos de lo que nos manda. Debemos comprender que la gloria del matrimonio cristiano está en sus valores positivos, no sólo en la estricta observancia de ciertas prohibiciones.

Al concluir nuestro análisis de estas ideas, cabe plantearnos la pregunta: ¿Es realista esta enseñanza del apóstol? ¿Acaso puede alguien mantenerse santo en medio de las enormes presiones de su propia carne y las seducciones y tentaciones del mundo en el que le ha tocado vivir? La fuerza del apetito sexual puede variar en distintas personas, así como en diferentes edades o etapas de la vida; pero para muchos hombres y no pocas mujeres llega a tener dimensiones aparentemente insaciables e incontrolables. Muchos creyentes se dan por vencidos y acaban practicando una doble vida caracterizada por la piedad de cara a la galería y la profunda suciedad en secreto. En base a mi experiencia pastoral, me arrevería a ir un poco más lejos y afirmar que gran parte de la mediocridad espiritual de muchos creyentes arranca del hecho de que viven en derrota continua en su vida sexual. Intentan mantener una máscara de santidad, pero son víctimas de tan poderosos sentimientos de culpabilidad y de tanta vergüenza íntima que se paralizan en su vida de oración y flaquean en su compromiso y testimonio. Porque ¿cómo puedes testificar a otros acerca de un evangelio que es «poder de Dios» si tú mismo eres incapaz de vencer la tentación? ¿Cómo enseñar en la escuela dominical o predicar desde el púlpito los secretos de la vida victoriosa en Cristo si te sientes sucio y derrotado? ¿No es la santidad una condición previa para el servicio útil (2 Timoteo 2:21)?

Si la fuerza de nuestra carne es así aun en la mejor de las condiciones, ¿cómo podremos sobrevivir en medio de una sociedad como la nuestra, en la cual estamos sometidos al continuo bombardeo de las imágenes eróticas y de la tentación sexual y escuchamos por todos lados voces que nos dicen explícita o implícitamente que la vida de santidad es represiva, anticuada o dañina? ¿Cómo esperar que viva una vida pura aquella joven creyente que es señalada por sus compañeros como la única chica de su clase en el instituto que aún es virgen? ¿O aquel joven que es el único trabajador del taller que declina la invitación a visitar un prostíbulo para celebrar el cumpleaños del jefe? ¿Cómo podemos mantenernos puros cuando el erotismo (por no decir la pornografía) nos asalta en los anuncios publicitarios, en las revistas en los quioscos, en la televisión, en internet …?

La ansiedad, la culpabilidad y la desesperación de muchos de nuestros jóvenes en torno a estas cuestiones son enormes. El mismo diablo que les tiende la trampa y los ataca por los cuatro costados es el que se ríe de ellos y los acusa de no servir como instrumentos válidos en el servicio de Dios. A muchos les parece utópico practicar la santidad. Estaba bien intentar vivir así hace cien años, antes de la revolución sexual, pero no en nuestros días.

Sin embargo, Dios no es un Dios que nos exige lo imposible o lo absurdo, sino lo justo, lo alcanzable y lo que es para nuestro propio bien. Evidentemente, al apóstol Pablo le parecía verosímil y razonable exigir santidad sexual a los tesalonicenses, aun a pesar del desenfreno de la sociedad en la cual vivían. Y estas mismas enseñanzas son razonables y practicables en nuestros días también. Practicables si se reúnen las condiciones implícitas en nuestro texto. Pablo mismo ya nos ha aducido tres razones de peso por las que es factible vivir en santidad:

  1. Porque Dios castigará a los inmorales (v. 6b).
  2. Porque el llamamiento de Dios nos compromete con la santidad, no con la inmundicia (v. 7).
  3. Porque el Espíritu que mora en nosotros es el Santo (v. 8).
  4. Porque Dios nos provee de hermanos que nos aman y nos apoyan en el camino (vs. 9–10).

Podemos decir, pues, que cuatro factores hacen posible una vida de santidad sexual, aun en el siglo XXI:

  1. El temor de Dios.
  2. La llamada de Dios.
  3. El poder del Espíritu Santo.
  4. El amor fraternal.

Consideremos lo que nos dice el apóstol acerca de ellos.

1. Vivir en el temor de Dios

Llaman la atención las constantes referencias a Dios en estos versículos en los que el apóstol está hablando acerca de un asunto aparentemente humano: la sexualidad. Desde el principio de sus exhortaciones, Pablo presupone que el deseo de sus lectores es agradar a Dios (4:1). Sin esta premisa, nos dejará indiferentes saber que tal cosa nos llega por autoridad del Señor (4:2) o como expresión de la voluntad divina (4:3). En cambio, con ella, nos basta saber que Dios desea algo para que nosotros también lo deseemos. Así pues, Pablo se dirige a personas cuya vida está centrada en Dios. Sólo ellas tienen la posibilidad de ser santas como él es santo. Lo primero que debemos asegurar, por tanto, es nuestro compromiso con la voluntad de Dios como nuestro sumo bien y nuestra máxima aspiración en la vida.

Pero, luego, el apóstol construye sus tres argumentos acerca de la necesidad de santificación sexual también sobre el fundamento de la realidad de Dios. Tienen que ver con el juicio de Dios (4:6b), el llamamiento de Dios (4:7) y el don de Dios (4:8). Rehuimos la inmoralidad por temor al castigo divino, por haber respondido al llamamiento divino y por haber recibido el Espíritu divino.

En otras palabras, la práctica de la santidad brota de la realidad de Dios en nuestras vidas. Cuanto más le conocemos y le amamos, tanto más le obedeceremos (Juan 14:15). No viviremos en santidad mientras no temamos a Dios ni aprendamos a ver la hermosura de sus propósitos para nosotros. Para Pablo fue la abrumadora experiencia de la realidad de Dios en su vida la que le capacitó para seguir adelante en una vida de santidad y testimonio a pesar de la oposición y la persecución. Para los tesalonicenses, también. ¿Y para nosotros? Según el lugar que Dios ocupa en nuestra visión, así será nuestra disposición a seguir sus preceptos. Los gentiles viven en desenfreno porque no conocen a Dios (4:5); los creyentes viviremos en santidad en la medida en que conozcamos a Dios.

Pablo escribe a personas convertidas, que han dejado atrás sus ídolos para dedicarse a servir al Dios vivo (1:9–10). La conversión es indispensable. Si no nos hemos convertido, es inútil esperar que sigamos estas normas. Sentir la atracción de Dios, aspirar a su santidad, ver la hermosura moral y humana de Jesucristo … éstas son condiciones ineludibles para poder vivir así. Nunca venceremos mientras intentemos nadar entre dos aguas, comprometiéndonos sólo en el grado mínimo necesario para «ser salvos» y, por lo demás, viviendo de espaldas a Dios. Necesitamos una visión positiva y cabal de la santidad.

El temor de Dios tiene un aspecto negativo y otro positivo. Por un lado, necesitamos entender que, tarde o temprano, la venganza y la ira de Dios caerán sobre los que practican la inmoralidad sexual (ver Romanos 1:18–32; 1 Corintios 6:9; Gálatas 6:7; Colosenses 3:5–6); que cada caída hace más fácil la caída siguiente y que la práctica de la inmoralidad conduce a una mente impura y, finalmente, a una personalidad inmunda. El peor aspecto del castigo de Dios en torno a la inmoralidad es que la persona que la practica se confirma en ella, acaba siendo su esclava y se vuelve cada vez más egoísta y menos humana.

Por otro lado, necesitamos vislumbrar la hermosura de la gloria de Dios, gloria a la que Dios nos llama. Si no vemos la hermosura de la santidad en contraste con la pobreza y la superficialidad del mundo, aunque los argumentos en contra de la inmoralidad sean suficientes para satisfacer nuestra mente, no aplacarán los deseos de nuestra carne. Caeremos. Necesitamos entender que existe una estrecha relación entre la santidad y la comunión con Dios y con nuestros hermanos, y que la carnalidad es incompatible con relaciones fructíferas e intensas de amistad y amor fraternal.

2. Conocer la llamada y la providencia de Dios

Pero la realidad de Dios en nuestras vidas no sólo nos hace temer cuando nos desviamos de su voluntad; también nos consuela y nos fortalece en nuestra lucha contra la tentación. Dios es un Dios que nos llama, y nos llama a la santidad. A causa de su llamamiento, nuestra vida deja de carecer de sentido y adquiere una dirección y un propósito. Tenemos una razón por la cual vivir. Y aquel que nos llama también nos capacita para cumplir con las demandas de su llamada.

Nuestro Dios es el Dios de toda providencia. Por muy duras que sean las circunstancias que nos rodean y las tentaciones que nos asedian, él es poderoso para guardarnos y proveer la necesaria escapatoria:

Fiel es Dios, que no permitirá que vosotros seáis tentados más allá de lo que podéis soportar, sino que con la tentación proveerá también la vía de escape, a fin de que podáis resistirla (1 Corintios 10:13).

Algo de esto lo hemos visto explícitamente en nuestro texto. Pablo nos ha enseñado que Dios no sólo prohíbe la inmoralidad, la concupiscencia y el adulterio (vs. 3, 5, 6), sino que provee en el matrimonio santo y honroso un cauce legítimo para nuestros apetitos carnales (v. 4). Pero, aun en el caso de que el matrimonio no sea para ti —pienso en la chica cristiana que desearía casarse pero que, al obedecer el mandato de casarse sólo «en el Señor» (1 Corintios 7:39), se ha quedado sin marido; o en el joven con inclinación homosexual que sabe que nunca podrá llevar bien la relación matrimonial con una mujer; o en la persona que ha sido llamada por el Señor a sacrificar sus intereses matrimoniales a fin de dedicarse enteramente a algún ministerio cristiano—, entonces Dios te dará la gracia diaria para sostenerte en el camino y concederte una vida rica y satisfactoria como soltero. Sé que eso se dice fácilmente y que como soltero tendrás que pasar momentos angustiosos de soledad y de añoranza. Pero muchos amigos míos que se encuentran en esas condiciones dan fe de que Dios es realmente fiel y da auténticas fuerzas para resistir la tentación. De alguna manera, han escuchado la voz de Dios diciéndoles: Te basta mi gracia (2 Corintios 12:9). Casados o solteros, podemos confiar en la providencia de Dios. Él sabe «dosificar» las tentaciones y proporcionarnos las fuerzas para vencerlas.

3. Andar en el Espíritu Santo

Y el mayor de los recursos que Dios nos concede es el don de su Espíritu Santo. El Señor sabe perfectamente que somos débiles. Si dependiera sólo de nosotros, nunca podríamos resistir la tentación. Si tuviéramos que alcanzar la santidad sólo a base de nuestros propios esfuerzos, sería imposible. Pero la obra de santificación es algo de lo cual Dios mismo se encarga (3:12–13; 5:23–24). Él es quien obra en vosotros tanto el querer como el hacer (Filipenses 2:13). Su Espíritu es quien nos transforma a la imagen de Cristo, de gloria en gloria (2 Corintios 3:18).

Los mandatos que se nos han dado son muy difíciles de cumplir. Mantenerse en santidad en un mundo que nos impulsa y aplaude cuando violamos esta santidad es bastante difícil. Luchar contra nuestra propia naturaleza es también muy difícil. Dios es consciente de ello, por lo tanto no nos está obligando a hacer algo que no podemos cumplir. Él, en su amor, nos ha provisto de la ayuda que necesitamos para poder obedecer los mandamientos. El Padre nos ha dado el Espíritu Santo para poder salir adelante en el proceso de santificación.

A ese respecto, es importante recordar que la santificación es un proceso. Aún no hemos llegado a la meta. En esta vida, nadie alcanza la perfección. No digo esto para justificar nuestra lentitud, nuestras caídas o nuestro estancamiento, pero sí para que afrontemos el reto de la santidad con realismo. El niño, al aprender a caminar, sufre muchos tropiezos y muchas caídas. Lo mismo le pasa al creyente. Pero, como en el caso del niño, el secreto está en levantarnos y seguir adelante.

4. Practicar la comunión fraternal

Para vivir en santidad, tendría que bastarnos el don del Espíritu Santo. Y, efectivamente, puede que Dios nos ponga a prueba llamándonos a pasar por circunstancias en las que tenemos que vivir en base a los recursos de su gracia, sin contar con apoyo humano alguno. Sin embargo, normalmente no es así. Además del don del Espíritu, Dios nos concede el de las buenas relaciones fraternales.

Por algo Pablo procede del tema de la santificación sexual (vs. 3–8) al del amor fraternal (vs. 9–10). La comunión de la iglesia tendría que ser el antídoto de mucha de la soledad sufrida por los que renuncian a las relaciones inmorales y siguen el camino de la santidad. La iglesia es —o debe ser— una comunidad de apoyo, ánimo y ayuda para los que luchan contra tentaciones sexuales.

Es así porque el mismo Espíritu que nos advierte de los peligros de la inmoralidad y nos fortalece para resistir la tentación es el que nos capacita para sostener niveles profundos de amistad sana y comunión entrañable con nuestros hermanos en Cristo. La inmundicia conduce a relaciones superficiales y sucias que pueden ser intensas mientras duran, pero que están condenadas a malograrse y a desaparecer a causa del egocentrismo que las conforma. En cambio, las relaciones forjadas en Cristo son duraderas, cada vez más hermosas y profundas, una fuente de inmenso gozo y profunda gloria. Ya hemos visto que el propio apóstol Pablo da fe de esta clase de comunión en su relación con los tesalonicenses y con los miembros de su equipo misionero. Así debe ser. Y así, por la gracia de Dios, será en nuestra experiencia también.

Cuando Pablo habla de la santificación, no piensa en personas austeras, frías y legalistas con una mentalidad digna de la Santa Inquisición. Para él, los santos son sobre todo personas caracterizadas por su amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio (Gálatas 5:22–23). Por lo tanto, la primera cualidad que debemos notar cuando entramos en una comunidad de auténticos creyentes es el amor que existe entre ellos; la segunda, el gozo que experimentan al estar juntos; la tercera, el ambiente de paz y bienestar; la cuarta, la paciencia que muestran hacia los débiles (es decir, hacia las personas que serían marginadas en el mundo); y así sucesivamente. La nota dominante no es la severidad. Ciertamente, la iglesia tiene que mantener su compromiso con la verdad de Dios y debe ser rigurosamente fiel a su Palabra. Habrá momentos en los que será necesario tomar medidas disciplinarias contra los recalcitrantes; pero se dirá la verdad siempre con amor y con genuino afecto fraternal, y las medidas disciplinarias se tomarán siempre con la finalidad de lograr la restauración y la salvación del hermano, nunca para despreciarle o ponerle en evidencia. Como consecuencia, se tomarán en el caso de aquel que no quiere aceptar la voluntad de Dios, nunca en el caso de aquellos que, queriendo aceptarla, luchan angustiados con las debilidades de su carne. A éstos, la comunidad les mostrará paciencia, consejo y apoyo.

En la iglesia partimos de la base de que todos los creyentes somos pecadores. Todos tenemos debilidades íntimas y secretos vergonzosos. Por tanto, todos necesitamos la exhortación fraternal. Todos necesitamos sentirnos amados y aceptados a pesar de nuestros pecados del pasado y de nuestras luchas y caídas presentes. La iglesia debe proporcionarnos relaciones de aceptación y solidaridad, de cariño y ternura, de paciencia y misericordia, de sabio consejo y apoyo incondicional. Debe ser un refugio al que acudimos los creyentes después de las duras luchas de la semana, quizá habiendo sufrido heridas y caídas, para recibir consuelo, calor humano, comprensión y exhortación.

Necesitamos el apoyo de nuestros hermanos, su estímulo, compasión y comprensión. Salvo en casos excepcionales, las iglesias no son llamadas a ser tribunales, sino lugares de apoyo donde los pecadores —y todos lo somos— compartimos nuestras luchas los unos con los otros en un ambiente de aceptación mutua y consejo sabio. Debe haber exhortación, incluso reprensión, pero en un ámbito de amor. Lo que puede vacunarnos ante las influencias perniciosas del mundo y sus tentaciones sexuales es la influencia reconfortante de las buenas relaciones de afecto fraternal en Cristo.

Desgraciadamente, muchas veces la iglesia local, en vez de ofrecer a los jóvenes un ambiente comprensivo que les anime y les ayude en sus luchas, sólo contesta a sus preguntas sobre el sexo con un legalismo impositivo o con un silencio sofocante. Ven que, cuando otros son hallados in fraganti, son marginados como leprosos o les cae encima una disciplina fulminante; por tanto, aprenden a callar y encubrir sus luchas y a sufrir en silencio. Entre semana tienen que afrontar los ataques del enemigo y luego, el domingo, afrontan la dura incomprensión de la iglesia.

Como ya queda dicho, los recursos de la gracia de Dios tendrían que bastarnos para mantener nuestra integridad como creyentes en medio de las seducciones del mundo. Si caemos, nunca podremos aducir como causa la falta de solidaridad de la iglesia. Pero, desde luego, es mucho más fácil mantener la santidad sexual allí donde disfrutamos de relaciones fraternales hermosas, intensas y sanas, y allí donde podemos contar con el apoyo, el consuelo y el calor de una iglesia viva y amante.


Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica

Entradas populares de este blog

DEVOCIONAL: Hambre de Dios | Jeremías 29:12–13 | Christopher Shaw

PABLO, SILVANO Y TIMOTEO | 1 Tesalonicenses 1:1 | David Burt

DEVOCIONAL: Falta de conocimiento | Oseas 4:6 | Christopher Shaw

DEVOCIONAL: De la abundancia del corazón | Mateo 12:34–35 | Christopher Shaw