UNA LLAMADA A LA PUREZA SEXUAL (1) | 1 Tesalonicenses 4:2,3 David Burt

  


UNA LLAMADA A LA PUREZA SEXUAL (1)

1 TESALONICENSES 4:2–3

    Pues sabéis qué preceptos os dimos por autoridad del Señor Jesús. Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; es decir, que os abstengáis de inmoralidad sexual; …

PRECEPTOS CON AUTORIDAD DIVINA (v. 2)

En el versículo 2, Pablo vuelve a insistir ante sus lectores en que las exhortaciones que está a punto de exponer no son otras que las mismas instrucciones que los misioneros ya les habían impartido estando en Tesalónica: pues sabéis qué preceptos os dimos por autoridad del Señor Jesús. En su temática, pues, este texto se vincula estrechamente al versículo anterior. Sin embargo, ciertas consideraciones estructurales aconsejan considerarlo como la primera frase del párrafo sobre ética sexual (vs. 2–8). Este párrafo se compone de siete frases ordenadas de una manera simétrica, de forma que la primera corresponde a la última, la segunda a la penúltima, etc. Vienen tabuladas de manera esquemática en el cuadro de la página siguiente:

  1. Pues sabéis qué preceptos os dimos por autoridad del Señor Jesús (v. 2.).
    El ministro humano y la autoridad de Dios.
    Preceptos dados para enseñarnos la santidad.

  2. Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (v. 3a).
    La voluntad de Dios: santificación.

  3. Es decir, que os abstengáis de inmoralidad sexual (v. 3b)
    No a la fornicación.

  4. Que cada uno de vosotros sepa cómo adquirir su propio vaso en santificación y honor, no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios (vs. 4–5). Sí al matrimonio.

  5. Y que nadie peque y defraude a su hermano en este asunto … (v. 6).
    No al adulterio.

  6. Porque Dios no nos ha llamado a impureza, sino a santificación (v. 7).
    El llamamiento de Dios: santificación.

  7. Por consiguiente, el que rechaza esto no rechaza a hombre, sino al Dios que os da su Espíritu Santo (v. 8).
    El ministro humano y la autoridad de Dios.
    El Espíritu dado para capacitamos para la santidad.

Inmediatamente salta a la vista que el meollo del párrafo se encuentra en la frase 4, una afirmación acerca del matrimonio santo y honroso como la única relación autorizada por Dios para dar cauce a la sexualidad. Esta frase es la pieza clave hacia la cual apuntan las demás. A cada lado de ella aparecen textos (frases 3 y 5) que prohiben las pobres alternativas pecaminosas al matrimonio: la fornicación y el adulterio. Así pues, en conjunto, estas tres frases (versículos 3 a 6) vienen a decir: no a la fornicación; sí al matrimonio; no al adulterio. A cada lado de ellas tenemos frases que enfatizan el principio que subyace en toda la ética cristiana: la santificación (frases 2 y 6). Y el párrafo empieza y termina recordándonos que estas instrucciones no son de fabricación humana, sino que proceden de Dios mismo (frases 1 y 7). Una reconstrucción de la línea argumental de este párrafo podría ser la siguiente:

El Señor nos ha dado instrucciones en consonancia con su voluntad para nosotros, que es la santificación; por lo cual debemos rechazar toda forma de inmoralidad sexual y practicar sólo el matrimonio santo y honroso; lo cual implica que debemos rechazar la inmoralidad sexual porque la voluntad del Señor para nosotros es la santificación, para la cual él nos ha dado sus instrucciones.

En cuanto al versículo 2, está claro que anticipa la conclusión a la cual llegará el apóstol en el versículo 8: puesto que los preceptos apostólicos en torno al sexo y al matrimonio proceden del Señor Jesús (v. 2), quienes los desobedecen no rechazan a hombres, sino a Dios (v. 8).

En el versículo 1 ya vimos la solemnidad de estos preceptos: no son opcionales, sino obligatorios, pues proceden en última instancia del Señor Jesucristo mismo. La reiteración del versículo 2 viene a reforzar estas ideas empleando, si cabe, un lenguaje aún más vehemente.

La palabra traducida como preceptos procede del ámbito militar. Quiere decir mandatos u órdenes. Se trata de la clase de «preceptos» dados por una autoridad superior y que exigen obediencia inmediata e incondicional. Cuando los apóstoles Pedro y Juan comparecieron ante los judíos por segunda vez, acusados de predicar en el nombre de Jesús, se les reprendió en los siguientes términos: Os dimos órdenes estrictas de no continuar enseñando en este nombre (Hechos 5:28). Asimismo, cuando Pablo y Silas fueron azotados y llevados a la cárcel de Filipos, el carcelero recibió orden de guardarlos con seguridad (Hechos 16:24). En ambos casos se emplea el mismo vocablo que en nuestro versículo. Es como cuando un capitán da instrucciones a sus soldados: Digo a éste: «Ve», y va; y al otro: «Ven», y viene (Mateo 8:9). No admiten discusión.

Y es así porque proceden de aquel a quien los tesalonicenses reconocen como su Señor: llegan por autoridad del Señor Jesús. El señorío de Cristo exige nuestra obediencia. Si no obedecemos sus instrucciones, ¿en qué sentido nos atrevemos a llamarle Señor (ver Lucas 6:46)? Por eso, Pablo aclara que las instrucciones dadas por él y por los otros misioneros no fueron invenciones de ellos mismos, preceptos arbitrarios que se habían sacado de la manga, sino órdenes transmitidas con la plena autorización del Señor Jesús.

Literalmente, la frase reza: por medio del Señor Jesús (cf. Romanos 15:30). Eso puede parecemos extraño. Supuestamente, lo normal sería que Jesucristo diera las órdenes por medio de los misioneros, no viceversa. Pero, cuando los misioneros hablaban, aunque la voz audible era humana, hablaban bajo la autorización de Cristo, con la unción de su Espíritu (1:5; cf. 2:8) e informados por las enseñanzas y el ejemplo del Maestro. Por tanto, hablaban en el poder de Cristo y, en este sentido, por medio de Cristo, capacitados y dirigidos por él. Lo que escucharon los tesalonicenses, pues, no fueron solamente indicaciones humanas, sino órdenes divinas.

¿Divinas? Sí. Porque los preceptos dados por medio del Señor Jesús no son otra cosa sino la voluntad de Dios (v. 3). Ésta es la fuerza de la conjunción porque, que introduce el versículo siguiente: los encargos dados a los convertidos no se originaron con los misioneros, sino que expresaban la voluntad de Dios.

Pablo no vacilaba en su convicción de ser heraldo y portavoz de Dios. Los mandamientos no eran suyos, sino del Señor. Por eso, puede pasar de hablar de preceptos dados por medio del Señor Jesús a hablar inmediatamente después acerca de la voluntad de Dios (v. 3). Y éste sigue siendo el quid de la cuestión. Las instrucciones de estos dos capítulos, ¿son para nosotros meras sugerencias dadas por un misionero del siglo primero —grande como hombre de Dios, sin duda, pero falible como todo ser humano— a una congregación determinada en circunstancias determinadas y, por tanto, de validez limitada? ¿O son verdadera Palabra de Dios, órdenes dadas por el Señor de señores y, por tanto, de validez universal e ilimitada, que deben ser obedecidas sin discusión? Ésta es la cuestión que debemos resolver antes de proseguir. El apóstol la tenía clara. Sin duda, los tesalonicenses también. ¿Y nosotros?

VUESTRA SANTIFICACIÓN (v. 3)

Hemos dicho que Pablo comienza sus instrucciones éticas con el principio general expuesto en el versículo 1 (debéis andar agradando a Dios y abundando en ello), principio que dará lugar a enseñanzas más específicas sobre la pureza sexual (vs. 3–8), el amor fraternal (vs. 9–10) y la honradez laboral (vs. 11–12). Sin embargo, la primera frase del versículo 3 —porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación— sigue siendo de tipo general. El apóstol recoge el contenido de su oración en 3:13 y lo convierte en una llamada a la consagración.

Los tesalonicenses, desde que renunciaron a sus ídolos y se convirtieron a Dios (1:9), habían sido apartados para su servicio, separados del mundo a fin de vivir para él y cumplir su voluntad. Y, puesto que Dios es santo, sólo puede desear para sus hijos aquello que es santo:

Así como aquel que os llamó es santo, así también sed vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo (1 Pedro 1:15–16).

Esto quiere decir que, en la práctica de su vida diaria, los tesalonicenses tienen que desasociarse de toda forma de pecado y aferrarse a toda forma de virtud. Tienen que menguar en cuanto a la carnalidad y «abundar» en el amor (3:12), con la gloriosa esperanza de ser perfectos en santidad cuando Cristo vuelva (3:13). Para cumplir el «deseo» de Dios, tendrán que abandonar los deseos de la carne y la mente (Efesios 2:3; cf. Romanos 8:5–8). O, dicho de otra manera, para ser irreprensibles en santidad (haguiosúne) en el día de Cristo, deben avanzar continuamente en el proceso de santificación (haguiasmós) a lo largo de esta vida. En cierto sentido, ya somos santos (apartados para Dios y para su servicio) desde el momento de nuestra conversión (1:9–10; cf. Hebreos 10:10; 1 Corintios 1:30; 2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2). No quiere decir que desde entonces somos moralmente perfectos en nuestra vivencia, sino que hemos sido apartados verdaderamente para vivir conforme a su voluntad. A partir de aquel momento comienza un proceso en el cual las viejas actitudes y los viejos hábitos van siendo desechados más y más y reemplazados con nuevas actitudes dignas del servicio a Dios; se trata de un proceso muy largo pero también muy necesario, y buena parte del Nuevo Testamento está dedicada a enseñarnos cómo se puede promover.

Como ya hemos mencionado, aquel proceso es dirigido y perfeccionado por Dios mismo: el mismo Dios de paz os santifique (5:23). Pero la soberanía divina no elimina la responsabilidad humana. La santificación no se logra al margen de la obediencia a los preceptos de estos capítulos. Los tesalonicenses han de ser colaboradores de Dios no sólo en la evangelización de otros (1:8), sino también en su propia santificación.

De la manera que presentasteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad, para iniquidad, así ahora presentad vuestros miembros como esclavos a la justicia, para santificación (Romanos 6:19, cf. v. 22).

De la afirmación de Pablo acerca de la santificación, dependen tres frases diferentes, cada una de las cuales ilustra un área en la que los tesalonicenses deben aprender a ser santos. El principio general (vuestra santificación) ha sido positivo; pero las tres frases son negativas, enseñándonos cosas que atentan contra la santidad:

1. Que os abstengáis de inmoralidad sexual (v. 3).
2. Que cada uno de vosotros sepa cómo poseer su propio vaso en santificación y honor, no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios (vs. 4–5).
3. Que nadie peque y defraude a su hermano en este asunto (v. 6).


A estas tres frases, Pablo añade tres más que dan las razones de estas exigencias y advierten cuáles son las consecuencias de no acatarlas:

1. Porque el Señor es el vengador en todas estas cosas, como también antes os lo dijimos y advertimos solemnemente (v. 6).
2. Porque Dios no nos ha llamado a impureza, sino a santificación (v. 7).
3. Por consiguiente, el que rechaza esto no rechaza a hombre, sino al Dios que  os da su Espíritu Sant (v. 8).

Como iremos viendo, parece ser que en todas estas frases el apóstol está contemplando diferentes desviaciones del patrón matrimonial establecido por Dios y las consecuencias que éstas acarrearán. Su tema en estos versículos es uno, no varios: la impureza sexual.

Ésta, pues, es la voluntad de Dios para el creyente. Si deseamos de verdad andar de tal manera que agrademos a Dios en todo (v. 1), nuestro afán será mantenernos puros, porque nuestro Señor quiere que lo seamos.

LA INMORALIDAD SEXUAL (v. 3)

Evidentemente, para Pablo, la santificación consistía en la consagración de todas las áreas de la vida, no sólo de la sexualidad. ¿Por qué, pues, identifica tan estrechamente la santificación con la pureza sexual? Seguramente debido a que era en la esfera de las relaciones sexuales donde aun la ética más elevada de los paganos se quedaba lamentablemente corta respecto al listón judeo-cristiano.

Cuanto más penetraba en el mundo pagano de Europa, tanto más asombrado y asqueado se quedaría el apóstol al ver la promiscuidad en todas partes. En aquel momento escribía desde Corinto a Tesalónica, dos ciudades que tenían una merecida reputación en el Imperio Romano a causa de su degradación sexual. En ambos lugares se practicaba la prostitución religiosa. En Corinto rendían culto a Afrodita, diosa del sexo. Tesalónica se asociaba con los Cabiros, divinidades mistéricas que representaban las fuerzas naturales y cuyos ritos incluían la inmoralidad más grosera: ritos fálicos y fornicación sacramental15. No debe sorprendernos que Pablo comprendiera que, en su día (como también en el nuestro), el choque frontal entre una vida santa y una vida mundana se notaba principalmente en el área de la sexualidad. De ahí el énfasis de sus enseñanzas en Romanos 1:18–32: la impiedad de los gentiles se manifiesta de muchas maneras (vs. 29–31), pero suprema entre ellas es su entrega al desenfreno erótico y a las desviaciones sexuales. No es que el apóstol creyera que la santificación puede reducirse a la castidad, ni mucho menos que tuviera una especial fobia al pecado sexual; sino que comprendía que aquí es donde se libraban las batallas más crudas para los tesalonicenses recién convertidos.

La palabra griega porneia, traducida como fornicación en las versiones antiguas y como inmoralidad sexual en muchas de las modernas, se refería originalmente a la práctica de la prostitución, pero llegó a aplicarse a toda clase de relación sexual ilícita. Conforme a las Escrituras, sólo es lícita la unión sexual dentro del matrimonio. Por tanto, para los cristianos, el concepto de porneia incluye las relaciones sexuales prematrimoniales (lo que solemos expresar con la palabra fornicación), las relaciones sexuales extra-matrimoniales (el adulterio) y las relaciones sexuales con alguien del mismo sexo (la homosexualidad, el lesbianismo). Probablemente, a la luz de lo que dirá en el versículo 6, Pablo está pensando sobre todo en el adulterio. No obstante, conviene recordar que en aquel entonces se practicaban con frecuencia todas estas formas de porneia. En la vida pagana, la promiscuidad se consideraba casi normal. La abstinencia les resultaba irrazonable. No se concedía mucha importancia a las relaciones sexuales fuera del matrimonio. Más bien se las trataba como inevitables y normales, mayormente porque la fornicación ritual ocupaba un lugar muy importante en los ritos de adoración religiosa23:

 Un hombre podía tener una amante (hetaira) que le proporcionara compañerismo intelectual; la esclavitud institucionalizada hacía que le resultara fácil disponer de una concubina (pallaké); y la gratificación esporádica siempre estaba a su alcance gracias a las prostitutas (porné). La función de su esposa era administrar su casa y ser la madre de sus hijos legítimos.

Vivir una vida santa en medio de esa clase de sociedad era ir contra corriente y ser tenido por excéntrico, fanático o reprimido. Pablo sabía perfectamente que lo que estaba pidiendo —mejor dicho, exigiendo— chocaba frontalmente con la ética reinante de su día:

Una de las barreras más difíciles que un pagano tenía que superar era la actitud cristiana hacia el sexo, pues se había educado en una sociedad en la que la poligamia, el concubinato, la homosexualidad y la promiscuidad se aceptaban como prácticas comunes.

Pero no por ello suaviza Pablo sus exigencias. El pueblo de Dios es un pueblo aparte, un pueblo santo. Precisamente, se caracteriza por no dejarse arrastrar por los criterios del mundo, sino por la voluntad de Dios.

Además, la inmoralidad sexual provoca la ira de Dios y no quedará impune. Los recién convertidos deben saberlo. Los «deslices» antes del matrimonio o fuera de él no son una materia apropiada para chistes y comedias, sino actos de los que uno es responsable y culpable y que conllevan el juicio de Dios (Romanos 1:26–32).

Al exhortar de esta manera a los tesalonicenses, Pablo no quiere decir necesariamente que ya estuvieran practicando diversas formas de inmoralidad, sino sólo que les advertía antes de que sucumbieran a la tentación y con la finalidad de prevenir su caída. Pero, dadas las condiciones inmorales de la sociedad pagana de Tesalónica, de la cual procedían muchos de los creyentes, es razonable suponer que algunos de ellos habían practicado estas cosas en el pasado y que otros estaban en peligro de hacerlo. La vida y la experiencia iban a demostrar la imperiosa necesidad de constantes exhortaciones y advertencias de esta clase en aquellas iglesias en las que predominaban los creyentes convertidos desde el paganismo.

El verbo abstenerse es fuerte. No indica que los creyentes deben «eludir la inmoralidad en lo posible», sino que deben cortar por lo sano y romper totalmente con esta clase de práctica. Hablando a los corintios, Pablo les dirá:

Huid de la fornicación [porneia]. Todos los demás pecados que un hombre comete están fuera del cuerpo, pero el fornicario peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? (1 Corintios 6:18–19).

Y el autor de la Epístola a los Hebreos nos recordará que:

  … a los inmorales [pornoi] y a los adúlteros los juzgará Dios (Hebreos 13:4).

Así pues, la primera instrucción del apóstol en torno a la sexualidad del creyente es que éste debe romper taxativamente con toda forma de inmoralidad.

Hay un avivamiento del paganismo en nuestros días que se expresa en un ambiente inmoral, literatura pornográfica, laxitud en los votos matrimoniales, promiscuidad, obsesión omnipresente con el sexo y tolerancia general acerca de las relaciones sexuales. En tiempos como éstos, se necesita desesperadamente la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de la pureza sexual, y la verdadera respuesta a ello es la experiencia de la santificación, con su concomitante insistencia en la devoción cabal a la voluntad de Dios.

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica


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