IRA O SALVACIÓN | 1 Tesalonicenses 5:9-10 | David Burt

 

IRA O SALVACIÓN

1 TESALONICENSES 5:9-10

 "Porque no nos ha destinado Dios para ira, sino para obtener salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, para que ya sea que estemos despiertos o dormidos, vivamos juntamente con él."

DIOS, AUTOR DE NUESTRA SALVACIÓN (v. 9)

Pablo sigue hablándonos de cómo debemos estar preparados para el día del Señor. Acaba de decirnos (vs. 4–7) que los que somos del día no debemos dormir ni vivir como borrachos, sino velar y ser sobrios. Si recordamos que la gente suele desnudarse para dormir y vestirse para vivir de día, comprenderemos la transición a la nueva metáfora que el apóstol emplea ahora para seguir con su tema (v. 8). Si vivimos de día y nos mantenemos despiertos, procuraremos estar adecuadamente vestidos.

¿Y cuál es nuestra indumentaria apropiada? El apóstol acaba de emplear el verbo velar (o estar alerta), que, como ya hemos visto, puede tener connotaciones militares. Se asocia a la figura de un vigilante o un centinela. El centinela, cuando hace guardia nocturna, es, precisamente, una persona que, como el creyente, vive como si fuera de día, aunque sea de noche. Tiene que mantenerse despierto aunque sus inclinaciones naturales le induzcan al sueño.

¿Y cómo se viste un centinela? No con ropa civil, sino con la armadura de un soldado. Por así decirlo, como ciudadano de la patria celestial, el creyente debe vestirse con la «ropa civil» del nuevo hombre (Efesios 4:24; Colosenses 3:10), es decir, de Cristo (Gálatas 3:27; Romanos 13:12) caracterizada por tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia y, sobre todas estas cosas, amor (Colosenses 3:12–14). Tal es la vestimenta normal del cristiano y, así vestido, debe aparecer diariamente en el mundo. Pero, puesto que es un soldado en servicio activo (2 Timoteo 2:4), Dios le equipa también con la necesaria ropa militar. Si los creyentes queremos vivir de día en medio de la oscuridad que nos rodea, debemos también revestirnos con toda la armadura de Dios. Sería una imprudencia hacer un turno de guardia sin la necesaria protección. Si queremos velar fielmente y mantenernos alertas como centinelas, debemos ponernos la coraza de la fe y del amor, y por yelmo la esperanza de la salvación.

O, mejor dicho, Pablo no nos dice que esto es lo que debemos hacer, como si el vestimos se tratara de una nueva obligación que, como creyentes, debemos asumir; más bien, nos dice que esto es lo que ya hemos hecho. Vestirnos la armadura es la consecuencia inevitable de nuestra conversión. Ser sobrios se refiere a una acción continua que debemos llevar a cabo en el presente, mientras que habernos puesto es una acción puntual del pasado. Por tanto, la fuerza del texto es: puesto que nos hemos vestido ya la coraza y el yelmo, debemos seguir siendo sobrios. Es decir: ¡qué vergonzoso sería si, habiéndonos vestido ya como centinelas, en vez de mantenernos alertas y vigilantes, nos durmiéramos o nos emborracháramos en nuestro puesto de guardia!

Por tanto, en este versículo, Pablo contempla el revestirnos de fe, amor y esperanza no como una acción que debemos llevar a cabo en lo sucesivo, sino como algo que ya se ha cumplido en el pasado pero que nos conduce inevitablemente a la necesidad de mantenernos vigilantes como fieles soldados de Jesucristo. Todo creyente, por muy «recién nacido» que sea, si su conversión ha sido auténtica, participa de la fe, del amor y de la esperanza. Pero esta armadura, que ya viste, le prepara para vivir siempre alerta, esperando con sobriedad el retorno del Señor.

Veamos, pues, con más detalle las piezas de nuestra armadura mencionadas aquí por el apóstol.

LA CORAZA DE LA FE Y DEL AMOR

Lo primero que observamos es que son dos piezas defensivas: la coraza y el yelmo. Ciertamente, como buenos soldados de Cristo, tendremos que adiestrarnos también en el manejo de la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios (Efesios 6:17), y emplearla como arma ofensiva en nuestro testimonio. Pero aquí el apóstol no nos contempla como soldados que salimos a luchar contra las puertas del Hades (Mateo 16:18) y a destruir fortalezas (2 Corintios 10:4), sino como centinelas puestos con una finalidad defensiva. Aquí, pues, le interesa más nuestra propia entereza personal que nuestra eficacia evangelística, porque está considerando nuestra preparación para el día del Señor.

La coraza es una de las metáforas predilectas de Pablo. Aquí aparece por primera vez en sus escritos. Más adelante, la comparará con la justicia (Efesios 6:14) y, en cambio, el punto de comparación de la fe será el escudo (otra arma defensiva). Aquí la compara con la fe y el amor.

La fe nos habla de nuestra actitud correcta hacia el Señor Jesucristo; el amor, de nuestra actitud correcta hacia nuestro prójimo. Así, Pablo expresa su gratitud a Dios por los colosenses y por Filemón:

Damos gracias a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando siempre por vosotros, al oír de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis por todos los santos (Colosenses 1:3–4).

Doy gracias a mi Dios siempre, haciendo mención de ti en mis oraciones, porque oigo de tu amor y de la fe que tienes hacia el Señor Jesús y hacia todos los santos (Filemón 4–5).

El creyente se viste de fe (la verdadera confianza en Dios para su salvación final y para su providencia actual) y de amor (la auténtica entrega al servicio de Dios y de su pueblo), como el soldado se viste de su armadura.

Pero ¿en qué sentido sirven la fe y el amor para protegernos?

La fe es, entre otras cosas, la capacidad de ver al Invisible y vivir en su temor. Quien cree así sabe que el ojo de Dios está sobre él, y eso le mantiene sobrio y santo en su manera de ser. En cambio, en la medida en que el creyente se aleja del Salvador y deja de mantener viva su relación de fe con él, se hace vulnerable ante el maligno y le asedia toda clase de duda y tentación.

Asimismo, el amor, dirigido primero a Dios y luego a su pueblo, centra nuestra atención y nuestro afecto en las cosas de Dios e impide que seamos seducidos por las cosas del mundo. Donde está nuestro tesoro, allí estará nuestro corazón (Mateo 6:21); y quien ama a los hermanos descubrirá que el afecto fraternal eclipsará el resplandor deslumbrante del falso oro que el mundo le ofrece.

Notemos que la fe y el amor juntos forman la coraza. La fe sin amor es un mero asentimiento intelectual árido que sucumbirá ante las tentaciones y seducciones de la carne. El amor sin la fe es un mero sentimentalismo que no resistirá a los argumentos y las dudas de la incredulidad. Los dos tienen que ir entrelazados, porque la fe auténtica obra por el amor (Gálatas 5:6) y, sin él, es estéril (Santiago 2:20).

EL YELMO DE LA ESPERANZA DE LA SALVACIÓN

La idea del yelmo como figura de la salvación se remonta al Antiguo Testamento:

[El Señor] se puso la justicia como coraza, y el yelmo de salvación en su cabeza; como vestidura se puso ropas de venganza, y se envolvió de celo como un manto … Él vendrá como torrente impetuoso, que el viento del Señor impele. Y vendrá un Redentor a Sion y a los que en Jacob se aparten de la transgresión (Isaías 59:17–20).

Aquí, el profeta mira hacia delante al día del Señor y contempla a Cristo vestido como guerrero (cf. Apocalipsis 19:11–16), como el que trae juicio sobre sus adversarios y liberación final para su pueblo. El hecho de que lleve «yelmo de salvación» se presta a diversas interpretaciones, pero, puesto que el yelmo protege la cabeza (entiéndase, la mente), sin duda incluye la idea de que, aun cuando Cristo viene para ejercer juicio, el pensamiento que informa su mente en aquel momento es la salvación que trae para su pueblo.

Como el Comandante Supremo, así va el soldado raso. Si el Señor mismo lleva yelmo de salvación, así se viste también cada miembro de su ejército. Pero con esta diferencia: el Señor lo lleva porque trae salvación para los demás, pero el soldado lo lleva porque se sabe el objeto de la salvación que el Señor le trae.

De hecho, aquí Pablo no describe el yelmo en términos de la salvación (contrastar Efesios 6:17), sino como la esperanza de la salvación. La salvación, como concepto global, incluye la obra redentora y regeneradora de Cristo llevada a cabo en el pasado, su obra intercesora y sustentadora que está llevando a cabo en el presente y la redención final y liberación completa de su pueblo, obra que llevará a cabo en el momento de la parusía. En un sentido, el creyente ya es salvo (Juan 3:36; 5:24; 1 Juan 5:13); en otro, será salvo en el día final (cf. Hebreos 9:28). Al hablar de la esperanza de salvación, es evidente que Pablo piensa en esa última dimensión, la obra futura y final de Cristo que culminará la historia de nuestra salvación.

La palabra [salvación] nos recuerda el peligro en el que el hombre se encuentra a causa de su pecado, porque de otra manera no necesitaría ser salvo. Nos recuerda que la pregunta fundamental que debemos afrontar es la del carcelero de Filipos: «¿ Qué debo hacer para ser salvo?» Nos recuerda, asimismo, la plena provisión para nuestra salvación que se ha hecho en Cristo, y de la cual son aspectos los grandes conceptos novotestamentarios como la redención y la justificación. En un sentido, esta salvación es una realidad presente; pero, en otro, aún tiene que ser llevada a la consumación; y es este aspecto futuro el que se nos presenta cuando leemos acerca de «la esperanza» de la salvación.

Es decir, Pablo vuelve ahora a las gloriosas doctrinas de la salvación futura que había expuesto al final del capítulo 4: la resurrección de los creyentes muertos, la transformación de los vivos, el arrebatamiento de todos y nuestra presencia permanente con Cristo.

En esperanza hemos sido salvos (Romanos 8:24). Con esta combinación de un sustantivo que mira hacia el futuro (esperanza) y un verbo en tiempo pasado (hemos sido salvos), Pablo da a entender que, aunque nuestra salvación descansa sobre una obra perfecta y completa efectuada en el pasado (obra que veremos en seguida en el versículo 10), y aunque hemos sido sellados por el Espíritu Santo quien es la garantía de nuestra salvación en el presente (Efesios 1:13–14), sin embargo, la plena realidad de esta salvación no se experimentará hasta la segunda venida de Cristo. Aunque los beneficios que ya recibimos a través de la obra salvadora de Cristo son gloriosos, no son nada en comparación con lo que aún queda en el futuro.

Y la realidad de esta esperanza es la que nos preserva de la seducción del mundo, pues en la medida en que tenemos esta esperanza viva en nosotros querremos mantenernos puros, como él es puro (1 Juan 3:3). En la medida en que nos aferrarnos a esta esperanza y vivimos esperando la inminente venida del Señor, descubriremos que la esperanza servirá para guardar nuestra mente, encauzar nuestros pensamientos y establecer bien nuestras prioridades en la vida. Nos servirá como yelmo. Nos protegerá del desánimo, de la distracción y de otros muchos dardos que el maligno dirigirá contra nosotros.

Hasta el retorno del Señor podemos esperar ser asediados por toda clase de argumentos, dudas, distracciones y ataques, empleados todos ellos por el maligno con la perniciosa intención de socavar nuestra fe y desviar nuestra atención de los valores del reino eterno. Intentará distraernos mediante los placeres y seducciones del mundo. Intentará desanimarnos mediante diferentes formas de oposición y persecución. Intentará llenar nuestra mente con las ansiedades y preocupaciones de la vida. Para eludir sus agresiones presentes, la mejor línea de defensa es tener la mirada puesta en el futuro, en la parusía. Para resistir las tentaciones de este presente siglo malo, el mejor antídoto es llenar nuestra mente de la esperanza de las glorias del siglo venidero.

LA FE, EL AMOR Y LA ESPERANZA

Aquí, pues, una vez más encontramos la combinación de fe, amor y esperanza. En el 1:3 aparecieron juntos como el fruto de la salvación de los tesalonicenses y la demostración fehaciente de su conversión: teniendo presente … vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la firmeza de vuestra esperanza en el Señor Jesucristo (cf. 3:6; 1 Corintios 13:13). Pero aquellos mismos valores que ponen de manifiesto la autenticidad de la obra de gracia del pasado también constituyen nuestra máxima protección y garantía de cara al futuro. Aquí, pues, aparecen como los valores que demuestran que estamos preparados para el día del Señor.

Y, tal y como ocurrió en el 1:3, la esperanza aparece en último lugar, o sea, en posición preferente; porque, en esta epístola, Pablo está destacando ante todo la importancia de la esperanza.

Por supuesto, no hay virtudes más importantes en la vida cristiana que la fe, el amor y la esperanza, de la misma manera que no hay armas protectoras más importantes que la coraza y el yelmo. El creyente auténtico vive en dependencia del Señor, tanto para su dirección en la vida como para sus provisiones. Asimismo, vive para servir al Señor sirviendo a los demás; practica el amor abnegado y descubre la hermosura del afecto fraternal. Y centra su visión en el día del retorno de Cristo. La fe, el amor y la esperanza le sostienen en la lucha presente y le preparan para el día futuro.

Es de observar que estas tres virtudes, según el concepto bíblico, son notablemente activas. En las Escrituras, la fe y la esperanza no tienen ni asomo de incertidumbre (como cuando decimos con voz dubitativa: espero que venga; o: creo que vendrá), sino que significan una entrega comprometida con el Señor y una seguridad fundada en la palabra de Dios. El amor no es un sentimiento nebuloso, sino un servicio activo.

Pero estos tres principios activos son nuestras armas defensivas, por aquello de que la mejor defensa es el ataque.

Mediante el ejercicio de una fe serena y firme y el amor a Dios en Cristo, … el cristiano vigilante y sobrio desvía de sí las venenosas flechas de la tentación … En el plano de lo espiritual … la mejor defensa es tomar la ofensiva; la más positiva protección es el ataque. El testimonio espontáneo y agresivo de fe en y amor por Dios en Cristo le previene al creyente contra los disolutos hábitos del mundo.

Así pues, la fe en acción, el amor abnegado y la esperanza perseverante de los tesalonicenses (1:3) —o sea, su entrega activa a los compromisos y el servicio de la vida cristiana— constituían su mayor protección. El creyente que depende verdaderamente del Señor en una intensa relación de fe, que sirve abnegadamente a su prójimo con el amor de Cristo, y que espera con ansia el retorno del Señor, es el que se mantendrá firme en sus convicciones hasta el día de Cristo y sabrá afrontar las diversas pruebas y tentaciones que le vienen encima mientras dura la noche. Cuanto más activos estamos en la causa de Cristo, tanto más protegidos estaremos ante los dardos del maligno.



Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica

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