EL PODER DEL EVANGELIO | 1 Tesalonicenses 1:5 | David Burt

 

EL PODER DEL EVANGELIO

… pues nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo, y con plena convicción; como sabéis qué clase de personas demostramos ser entre vosotros por amor a vosotros. (1Ts.1:5)

LA LLEGADA DEL EVANGELIO

Como acabamos de ver en los versículos 3 y 4, la primera razón por la que los misioneros están plenamente convencidos acerca de la elección de los tesalonicenses consiste en la evidencia fehaciente de sus vidas transformadas. La segunda razón, a la que Pablo ahora procede, es que la evangelización llevada a cabo en Tesalónica fue acompañada por una poderosa manifestación de la presencia salvadora de Dios. O sea, el apóstol está diciendo: Sabemos que habéis sido elegidos por Dios por el hecho de que nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder y en el Espíritu Santo.

Detrás del versículo 3 asomaba el buen informe que Timoteo acababa de traer acerca de la perseverancia espiritual de los tesalonicenses. Detrás del 5 hay otra fuente de información: la del propio equipo misionero en su visita inicial a Tesalónica. Tanto el comportamiento presente de los creyentes como la manera de su conversión en el pasado dan testimonio acerca de la autenticidad de su elección.

Pero, antes de considerar cómo la conversión de los tesalonicenses confirma su elección, tomemos buena nota de la manera en que el apóstol describe aquella visita: nuestro evangelio vino a vosotros.

Nuestro evangelio

Lo llama nuestro evangelio (cf. 2 Tesalonicenses 2:14; 2 Corintios 4:3) porque era el mensaje que él y los demás misioneros predicaban. A veces lo llama sencillamente el evangelio (por ejemplo, en el 2:4) porque para él no hay otro evangelio válido sino sólo éste (Gálatas 1:6–9). Y a veces lo llama el evangelio de Dios (2:2, 8, 9) porque procede de él y lleva su sello de autoridad; o el evangelio de Cristo (3:2; 2 Tesalonicenses 1:8) porque Jesucristo es su tema principal. Así pues, el evangelio al que Pablo se refiere es el evangelio que tiene su origen en Dios, versa sobre la persona y obra de Jesucristo y fue proclamado por los apóstoles.

Pero se llama nuestro evangelio no sólo porque es el mensaje proclamado por los misioneros, sino también porque era el mensaje que había cambiado sus vidas. Ellos mismos habían experimentado su poder transformador. Era «suyo» porque ellos se habían sometido a él. Un heraldo cualquiera de la antigüedad, al proclamar un mensaje en nombre del rey, no necesariamente había de verse afectado por su contenido. Pero el heraldo cristiano sí. Los que somos llamados a proclamar las buenas noticias de Jesucristo somos los que nos hemos beneficiado personalmente de ellas. Sólo en base a su propia experiencia de salvación por medio de la obra propiciatoria del Salvador puede el predicador cristiano proclamar un mensaje que sea realmente suyo y proclamarlo con auténtica convicción. ¡Ay de nosotros si el mensaje que proclamamos no está transformando nuestras propias vidas! Vivir el evangelio es lo que hace que sea realmente nuestro.

En otras palabras, el evangelio debe ser no sólo proclamado con nuestros labios, sino encarnado en nuestras vidas. Tanto nuestras palabras como nuestro comportamiento deben ser maneras complementarias de comunicar el mensaje de Dios. Por eso, los misioneros pasarán directamente del tema de su predicación (v. 5a) al tema de su vivencia ejemplar entre los tesalonicenses (v. 5b). Su estilo de vida ilustraba su mensaje. ¡Ojalá la misma complementariedad se halle en nosotros! Si no vivimos en consecuencia con el evangelio, todavía no ha llegado a ser nuestro y nuestra proclamación de su mensaje será defectuosa. 

Vino a vosotros

Por otra parte, debemos considerar cómo el evangelio llegó a Tesalónica. No fue en forma de panfletos enviados desde el cielo, ni fue comunicado por medio de mensajeros celestiales. El evangelio llegó a la ciudad cuando llegaron allí Pablo, Silas y Timoteo. En el texto griego, esta fuerte asociación del mensaje y los mensajeros viene reforzada por la repetición del mismo verbo en las dos partes del versículo (aunque traducido al castellano de dos maneras diferentes): nuestro evangelio vino a vosotros; sabéis qué clase de personas demostramos [literalmente, llegamos o vinimos a] ser entre vosotros. Las buenas nuevas fueron proclamadas tanto por la predicación de los misioneros como por el buen testimonio de sus vidas.

Nuevamente, se trata de una completa coherencia entre el mensaje y el mensajero, entre la palabra proclamada y el estilo de vida de quien la proclama. Y vuelvo a repetir: ¡ojalá esta misma coherencia se encuentre en nosotros!

EL PODER DE DIOS EN LA EVANGELIZACIÓN

Sin embargo, el principal énfasis de este versículo recae sobre el carácter poderoso de la evangelización de Tesalónica: nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en palabras (el texto griego reza sólo en palabra, en singular, refiriéndose al discurso hablado), sino también en poder y en el Espíritu Santo, y en plena convicción.

Ahora bien, la predicación del evangelio no siempre tiene esas características. Ni siquiera las tuvo siempre en la experiencia de Pablo. A veces, el Espíritu le prohibía hablar la Palabra del todo (Hechos 16:6). A veces, predicaba con temor y temblor, sintiendo no el poder de Dios, sino su propia debilidad (1 Corintios 2:3). Hoy en día se suele hablar del poderoso ministerio de fulano de tal, como si el poder procediera del siervo y no del Señor. Si no hay «resultados», suponemos que la culpa la tiene el predicador. Sin duda, puede ser así: si el mensajero no es fiel a la Palabra de Dios, si no tiene el don de predicar, si no ha sido llamado por el Señor como portavoz suyo, o si deja de depender de Dios al llevar a cabo su ministerio, difícilmente cumplirá éste con eficacia. Pero, aun cuando el mensajero es genuino y fiel, no se garantiza necesariamente la conversión de muchas personas ni la transformación de muchas vidas. En esto Dios es soberano. Más allá de la fidelidad del predicador y aun de la responsabilidad de los oyentes está la providencia de Dios. Pablo mismo, al escribir estas palabras, acababa de conocer la frustración de ver que la mayoría de los atenienses, lejos de convertirse, se burlaban del evangelio. Había llegado a Corinto desde Atenas sintiendo profundamente su debilidad (1 Corintios 2:1–5). ¿Acaso se debe el relativo «fracaso» de Atenas —o aquel otro fracaso suyo en la sinagoga de Tesalónica— a que Pablo no estaba en forma espiritual o a que su «poder» evangelístico fluctuaba? Desde luego, no hay nada en el Nuevo Testamento que lo sugiera. Más bien, como el propio apóstol iba a enseñar a los corintios a continuación de esas experiencias, Dios es quien determina los resultados de la evangelización: así que ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios que da el crecimiento (1 Corintios 3:6–7). 

Cae por su peso que debe ser así. El mismo Dios que es soberano en la elección también lo será en el llamamiento. A nosotros nos corresponde ser fieles como colaboradores y siervos de Dios. Nos compete emplear toda la persuasión, toda la argumentación y todas las mejores formas de comunicación de las que seamos capaces y asegurarnos de que nuestra motivación sea transparente, sencilla y santa delante de Dios. Pero debemos comprender que nadie jamás se ha convertido como resultado solamente de la excelencia de palabras humanas o de la sinceridad del predicador, sino por la intervención poderosa del Espíritu de Dios. Las palabras tienen su importancia —de hecho, son imprescindibles—, pero no nos bastan las meras palabras; como tampoco nos bastan la elocuencia del discurso, la emoción del ambiente, la persuasión humana o el carisma del predicador. 

Todo eso significa que el predicador no puede confiar en sus propias habilidades, sino que tiene que depender de Dios. Sale a predicar aun a sabiendas de que sus palabras (como tal discurso humano, incluso si es riguroso en sus razones y persuasivo en sus argumentos) no son más que un ejercicio de locura (1 Corintios 1:21); pero que, como instrumento en las manos de Dios y bajo la unción del poder divino, pueden convertirse en el medio eficaz que el Espíritu utiliza para la salvación y transformación de muchos.


¿Cómo es, pues, potenciada por Dios la evangelización?

Palabras

En primer lugar, volvamos a observar que, según nuestro texto, la evangelización requiere palabras. Pablo no dice: Nuestro evangelio no vino a vosotros en palabras; sino: Nuestro evangelio no vino a vosotros sólo en palabras. La evangelización no puede limitarse sólo a palabras, ciertamente; pero tampoco puede haber una comunicación eficaz del evangelio sin ellas, pues el evangelio es en sí una palabra (vs. 6 y 8). Es decir, es un mensaje de contenido específico que necesita ser expresado mediante un discurso razonado y hablado. Ya hemos visto los términos en que Lucas describe la evangelización de Tesalónica: emplea vocablos como discutir, explicar, exponer y anunciar para referirse al ministerio de Pablo (Hechos 17:2–3). Y ya hemos tenido ocasión de considerar con qué palabras los misioneros presentaron el mensaje del evangelio (Hechos 17:3). El propio Pablo está a punto de describir cómo los tesalonicenses recibieron la palabra (1:6) y cómo el anuncio de esa palabra se extendió desde ellos hasta toda Macedonia y Acaya (1:7–8). Más adelante (2:1–6) hablará acerca de la clase de «palabras» que él mismo empleó en la evangelización de la ciudad. Evidentemente, pues, no considera que el discurso verbal razonado, explicado y proclamado sea de poca monta en la evangelización. Al contrario, se ve que la comunicación correcta de esa palabra y la elección de las palabras adecuadas para su fiel transmisión son absolutamente esenciales.

Sin embargo, él mismo había visto cómo, en muchos casos, la fidelidad en la proclamación no bastaba para que se produjera el resultado deseado. Había sido así en el ministerio de Cristo y de los profetas. Después de tres años de la proclamación fiel de la palabra de Dios por parte de Jesucristo, ¿cuántos judíos se habían convertido y habían reconocido que él era el Mesías? Casi ninguno. Asimismo, muchos de los profetas que proclamaron fielmente el mensaje de Dios fueron rechazados por Israel. Y fue así también en el ministerio de los apóstoles. Pablo mismo no tuvo mucho éxito entre los judíos de Tesalónica, sino sólo entre los prosélitos gentiles. La fiel proclamación de la palabra no garantiza en sí una respuesta positiva. Eso no es razón por la cual abandonar las palabras. Pero sí significa que las solas palabras no bastan para conseguir que la gente se convierta.

Poder

Sin embargo, a veces, incluso cuando menos lo esperamos, Dios hace acto de presencia en medio del ministerio de la palabra. Unge de una manera especial al predicador. Toma aquellas mismas palabras que en una situación determinada parecen no haber surtido efecto y en otra las utiliza para la salvación de muchos. Se mueve por su Espíritu entre los oyentes convenciéndolos de pecado y estimulándoles al compromiso y a la conversión. Así había ocurrido entre los gentiles de Tesalónica. Lo importante que Pablo desea enfatizar ahora es que, más allá de las fieles palabras humanas, actuó el poder de Dios entre ellos, y que eso es lo que da una firme garantía en cuanto a la autenticidad de la obra de gracia en sus vidas. La manifestación del poder divino demuestra que Dios los había elegido y los estaba llamando. Así pues, Pablo recuerda a los tesalonicenses que el evangelio no llegó a ellos solamente en palabra, sino también en poder.

Para mucha gente de hoy en día, la palabra poder suele asociarse a la idea de milagros espectaculares y manifestaciones sobrenaturales. A esto han contribuido los énfasis del llamado movimiento de señales y prodigios, movimiento que sostiene que la evangelización sólo es eficaz si va acompañada por milagros, sanidades y la concesión de dones espirituales. ¿Es a eso a lo que el apóstol se refiere cuando afirma que el evangelio llegó con poder?

Desde luego, no podemos aseverar que no hubo ninguna manifestación de ese tipo en Tesalónica. Puede que el Espíritu Santo descendiera sobre los tesalonicenses como en el día de Pentecostés: con un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, con lenguas como de fuego y con dones de distintas lenguas (Hechos 2:2–4). Puede que cayera sobre todos como en casa de Cornelio y que todos hablasen en lenguas y glorificasen a Dios (Hechos 10:44–46). O puede que Pablo realizara grandes sanidades u otros prodigios. Pero nos extraña que, si así hubiera sido, Lucas no nos lo dijera. Desde luego, no hay asomo de esta clase de actividad del Espíritu en la narración de Hechos 17, aun cuando Lucas no vacila en contarnos lo milagroso y lo maravilloso en otras ocasiones: sirvan como ejemplos el exorcismo de la esclava adivina y el terremoto de Filipos unos días antes de la llegada de los misioneros a Tesalónica (Hechos 16:16–34). Por lo tanto, parece poco probable que Pablo tenga en mente esa clase de señales y prodigios cuando se refiere al poder manifestado en Tesalónica. ¿A qué, pues, se refiere?

Para el apóstol, el evangelio era, ante todo, poder de Dios para salvación (Romanos 1:16). Seguramente, pues, el poder que actuó entre los tesalonicenses fue un poder salvífico que se manifestó en la transformación moral y espiritual de sus vidas.

Las palabras son necesarias para transmitirnos la verdad acerca de Dios, acerca de nuestra condición humana y acerca del plan divino para nuestra salvación. Pero las palabras —como la ley (Romanos 8:3)— son débiles a causa de la carne. Es decir, aunque suscribamos con nuestra mente el veredicto de Dios y entendamos bien la obra salvadora de Cristo, somos incapaces de actuar en consecuencia, porque la fuerza de la carne nos arrastra en la dirección contraria. Sólo es el poder transformador de Dios el que puede romper nuestras cadenas, liberarnos de nuestra esclavitud y obrar en nosotros el querer y el hacer de la salvación (Filipenses 2:13). La palabra sin el Espíritu es impotente; pero, potenciada por el poder de Dios llega a ser dinamita pura.

Y eso, seguramente, es lo que los misioneros habían visto en los tesalonicenses. Para sorpresa suya y a pesar de la reacción de endurecimiento que habían visto en los judíos, fueron testigos de cómo los gentiles no sólo llegaron a comprender el evangelio de Jesucristo, sino a abrazarlo de corazón. Tal conversión y transformación no se puede explicar sólo en términos de persuasión humana, sino que evidencia una poderosa obra de Dios.

Espíritu Santo

La persona divina que efectuó en ellos esa transformación es, por supuesto, el Espíritu Santo. Hay muchas clases de poder que actúan en el mundo, no todas ellas para bien. El poder que caracterizaba la predicación en Tesalónica era poder de lo alto, fruto de la obra del Espíritu.

Frecuentemente, las Escrituras asocian el poder divino y el Espíritu Santo. Así, por ejemplo, la dinámica que impulsó el ministerio de Jesucristo es llamada el poder del Espíritu (Lucas 4:14). Y, justo antes de su ascensión, el propio Jesús advirtió a los discípulos que no intentaran practicar la evangelización sin ese mismo poder: Recibiréis poder cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y [entonces] me seréis testigos (Hechos 1:8). Asimismo, cuando Pablo intercede por los efesios, pide que Dios les conceda ser fortalecidos con poder por su Espíritu en el hombre interior (Efesios 3:16); y cuando escribe a Timoteo para animarle en su ministerio, le recuerda que el Espíritu no se caracteriza por la cobardía, sino, entre otras cosas, por el poder (2 Timoteo 1:7).

De hecho, una lectura cuidadosa de estos últimos textos y de otros revela que el poder del Espíritu se manifiesta de dos maneras principales en el ministerio cristiano:

1. primer lugar, el Espíritu potencia la vida del creyente inculcando en él la santidad. ¡Por algo se llama el Espíritu Santo! Así, el poder del Espíritu fortalece al creyente en su hombre interior inspirándole el amor de Cristo (Efesios 3:16–19), haciéndole capaz de cumplir la justa exigencia de la ley de Dios (Romanos 8:4), cultivando en su vida el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22–24), transformándole de gloria en gloria hacia la imagen del Señor Jesucristo (2 Corintios 3:18) y permitiendo que viva en comunión con Dios (2 Corintios 13:14).

2. En segundo lugar, el Espíritu potencia el testimonio del creyente capacitándole para la evangelización. Hace prudente al impulsivo y valiente al cobarde. Puesto que es Espíritu de poder, de amor y de dominio propio (2 Timoteo 1:7), nos da denuedo en la proclamación del evangelio, nos da amor para con los inconversos y nos ayuda a vencer los temores propios de nuestra inseguridad humana.

Así pues, nadie lleno del Espíritu Santo puede seguir viviendo según las directrices del mundo, de la carne y del diablo. Y nadie lleno del Espíritu puede callar su compromiso con Cristo ni dejar de compartir con los demás las buenas nuevas de la salvación.

Y éstas eran, precisamente, las dos características principales que los misioneros veían en los tesalonicenses. Por un lado (v. 3), era patente la transformación que el Espíritu había efectuado en sus vidas. Por otro (vs. 6–8), había sido notable su testimonio evangelístico.

Plena convicción

Finalmente —dice Pablo—, los misioneros testificaron a los tesalonicenses con plena convicción. Es difícil saber qué matiz exacto dar a esta frase. La palabra griega traducida como convicción (pleroforia) indica plenitud y suele referirse en el Nuevo Testamento a la plena certidumbre y absoluta confianza en la fidedignidad de la palabra de Dios (ver, por ejemplo, Colosenses 2:2; Hebreos 6:11; 10:22). Pero diferentes comentaristas dan distintas interpretaciones en cuanto al objeto de la certidumbre en este versículo. ¿Se refiere a la absoluta fe y confianza con las que los tesalonicenses recibieron el evangelio? ¿o a la total convicción con la que los misioneros lo predicaron? ¿o a su firme confianza en que el Espíritu estaba obrando por medio de su predicación y alcanzando a sus oyentes con el poder del evangelio?

Es posible dar espacio a todas estas interpretaciones. Sin duda, los tesalonicenses, al abrazar el evangelio, lo hicieron porque fueron plenamente persuadidos por el mensaje apostólico. Sin duda, los misioneros predicaron desde la convicción de su corazón; no les cabía la menor duda en cuanto a la verdad y la eficacia de las buenas nuevas que proclamaban. Pero, en este contexto, quizás encaje mejor como culminación de las frases anteriores aquella interpretación según la cual los misioneros eran conscientes al predicar de que el Espíritu estaba obrando con poder en los corazones de sus oyentes, confirmando en ellos la verdad del evangelio y conduciéndoles a la fe en Cristo.

En este sentido, las tres frases van seguidas y también en aumento. No vinimos a vosotros —dice el apóstol— confiando en la elocuencia de nuestro propio discurso; sino que, cuando os predicamos la palabra de Cristo, el mensaje os llegó (1) con poder; (2) es decir, con el poder del Espíritu Santo; (3) es decir, aquel poder del Espíritu que nosotros mismos pudimos discernir actuando entre vosotros mientras escuchabais nuestras palabras. Esto es lo que nos da confianza en cuanto a vuestra «elección». Vuestra conversión no fue un mero asentimiento mental conseguido por la elocuencia de nuestro discurso, sino una evidente obra de la gracia de Dios.

LA VIDA EJEMPLAR DE LOS MISIONEROS

Por tanto, podemos decir que la predicación de Pablo, Silas y Timoteo en Tesalónica se caracterizó por tres cosas: por la renuncia a una mera elocuencia humana; por la unción del poder divino; y por la total sinceridad de sus motivaciones. Todo eso, por supuesto, contrastaba con lo que era habitual entre los muchos profetas y filósofos de la época que viajaban de pueblo en pueblo impartiendo sus conocimientos. Éstos actuaban frecuentemente movidos por intereses creados y afán de lucro más que por plena convicción, deseando sacar de sus oyentes todos los beneficios económicos de los que eran capaces. Para ello utilizaban todas las artes de la retórica e intentaban manipular a las multitudes mediante la creación de ambientes emocionales. Pretendían tener conocimientos esotéricos y poderes espectaculares, pero no conocían a Dios, sino que fundaban su discurso sobre la demagogia humana.

Como ya hemos sugerido, es posible que los enemigos del evangelio estuvieran calumniando a los tres misioneros diciendo que no eran más que otros tantos charlatanes ambulantes. Por eso, después de haberles recordado a los tesalonicenses la pureza de motivaciones y el poder divino de su predicación, el apóstol añade, como ampliación de lo anterior, una frase que les recuerda también la integridad de su comportamiento en general: sabéis qué clase de personas demostramos ser entre vosotros por amor a vosotros (v. 5b). Como ya hemos visto, los misioneros no sólo proclamaron el mensaje de Cristo con sus labios; también lo encarnaron en sus vidas.

En lo sucesivo, Pablo mismo abundará aun más en este concepto de la clase de personas que demostramos ser (2:1–12), por lo cual no es necesario entrar ahora en una descripción detallada del estilo de vida que siguieron en Tesalónica. Basta con señalar la idea general: mientras muchos predicadores proclamaban sus propias ideas, buscaban su propia gloria y utilizaban el púlpito como fuente de ingresos personales, los tres misioneros habían declarado sólo la palabra de Dios (2:13) y habían buscado sólo la gloria del Señor y la salvación de los tesalonicenses (actuamos entre vosotros por amor a vosotros). Y todo eso lo habían llevado a cabo al precio de ser maltratados (2:2).

Sin embargo, antes de dejar el versículo 5 tomemos buena nota de un par de detalles más. Observemos en primer lugar el énfasis sobre lo que los tesalonicenses ya saben. Es el primer ejemplo de toda una serie de verbos similares que aparecen a lo largo de esta sección en la que Pablo defiende la integridad de su ministerio. Mediante esos verbos, el apóstol llama a los propios tesalonicenses a recapacitar y alzarse como testigos de la defensa. Ante las difamaciones de los enemigos, les pide que hagan justicia y refresquen su memoria en cuanto a lo que realmente vivieron en torno a la visita apostólica.

Con excesiva facilidad prestamos atención a calumnias sin tomar en consideración lo que ya sabemos acerca de la persona calumniada. Con frecuencia, aun habiendo sido personalmente objeto de la amabilidad, generosidad y bondad de alguien, creemos a otros cuando nos dicen que se ha portado mal con ellos. El impacto inmediato de la difamación es mayor que el recuerdo lejano de la bondad recibida. Actuar así es, como poco, ser ingratos e injustos. Además, es ser necios; pues así permitimos que una sola gota de veneno destruya una relación hermosa vivida, a lo mejor, durante meses o años. Pero así somos en nuestra miseria humana: tenemos poca memoria para las mercedes recibidas y mucha propensión a creer lo malo.

El antídoto a esta lamentable situación es hacer el correcto uso de nuestras facultades mentales y ejercitar nuestra memoria. Debemos revivir mentalmente aquello que sabemos de primera mano acerca de la persona difamada (y acerca del difamador), para ver si nuestros recuerdos le absuelven o verifican la calumnia. Por eso mismo, las Escrituras nos exhortan repetidamente a que traigamos a la memoria cosas vividas en el pasado. De la misma manera que la falta de memoria hace violencia a nuestra vida de gratitud y de intercesión (1:3; cf. Filipenses 1:3; Colosenses 4:18; 2 Timoteo 1:3, 5), también hace que sucumbamos ingenuamente ante las malas lenguas. En medio de un mundo de mentiras, calumnias y exageraciones, hacemos bien en dar prioridad a lo que sabemos y colocar sólo en segundo lugar lo que otros nos dicen.

Así pues, Pablo apela a sus lectores: Ante las embestidas de las calumnias de nuestros enemigos, por favor, prestad atención a vuestros recuerdos fieles del pasado; traed a la memoria lo que sabéis acerca de nosotros; no hagáis caso de nuestros difamadores sin antes recordar de qué manera actuamos entre vosotros.

En segundo lugar, vale la pena hacer plena justicia al verbo traducido como demostrar (qué clase de personas demostramos ser entre vosotros). Ya hemos dicho que es el mismo vocablo traducido como venir en la primera parte del versículo. Además, es el verbo traducido como venir a ser en el versículo 6 (vinisteis a ser imitadores). Comunica la idea de la revelación —o de la realidad presente— de algo hasta aquí desconocido, inexistente o ausente, y puede ser traducido como manifestarse o llegar a ser. Así, los tesalonicenses desconocían el mensaje del evangelio, pero éste se manifestó entre ellos (vino a vosotros) durante la visita apostólica. Igualmente, desconocían la manera de vivir de los misioneros, pero ésta llegó a hacerse realidad (demostró ser) entre ellos durante su estancia. Y hasta aquel momento habían vivido de cierta manera, pero ahora vinieron a ser imitadores de los misioneros. Por tanto, una traducción literal de la frase del versículo 5 podría ser: sabéis cuáles [qué clase de personas] llegamos a ser [demostramos ser] entre vosotros por causa vuestra.

En otras palabras, Pablo está diciendo que las tribulaciones y los demás sucesos que los misioneros habían tenido que soportar en Tesalónica, así como su manera de actuar en medio de ellas, lejos de erosionar la confianza que los tesalonicenses tenían en ellos, deberían ponerles de manifiesto la pureza de sus motivaciones y la integridad de sus vidas. Gracias a ello, no tenían por qué dudar ahora de la buena fe y solvencia espiritual del equipo apostólico. Ya sabían que su comportamiento había sido irreprensible.

Adaptado: Burt, D. F. (2002). La Conversión Auténtica: (pp. 95-105)

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