MODELOS E IMITADORES | 1 Tesalonicenses 1:6 | David Burt
MODELOS E IMITADORES
1 TESALONICENSES 1:6
Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, habiendo recibido la palabra, en medio de mucha tribulación, con el gozo del Espíritu Santo…
LA IMITACIÓN DE LOS TESALONICENSES
Los tesalonicenses habían podido comprobar personalmente la calidad de vida de los misioneros (v. 5). De hecho, hasta tal punto habían visto y entendido su coherencia, integridad y santidad, que quisieron imitarlos. Practicaron el «mimetismo» (en griego, la palabra traducida como imitadores es mimëtës). No sólo siguieron su mensaje, sino también adoptaron su estilo de vida. Así las cosas, ellos, antes que nadie, tendrían que poder defender la sinceridad y la nobleza del ejemplo de los misioneros.
Aquí volvemos al tema de la vivencia distintiva del creyente ya mencionada en el versículo 3. Así como la santidad de vida es una marca fehaciente de nuestra elección, también la imitación del Señor (y de aquellos siervos suyos que, a su vez, le imitan a él) es una clara evidencia de que realmente le conocemos; pues el que dice que permanece en él debe andar como él anduvo (1 Juan 2:6). No podemos abrazar el evangelio de Cristo y a la vez dejar de tenerle como modelo para nuestro estilo de vida.
Con todo, quizás nos sorprenda que Pablo mencione antes a los misioneros que a Cristo: vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor. Por supuesto, el apóstol tenía muy claro que la finalidad de su ministerio no era lograr que la gente le siguiera a él, sino al Señor Jesucristo. Cristo era siempre el objeto final de su predicación (1 Corintios 1:23; 2 Corintios 4:5) y el modelo absoluto a seguir: Porque os he dado ejemplo, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis (Juan 13:15). Por tanto, todo ministro fiel intenta menguar, para que Cristo crezca y sea glorificado (Juan 3:30), y busca que sus oyentes lleguen a ser imitadores de Dios como hijos amados (Efesios 5:1). El propio Pablo enseñaba explícitamente que los demás sólo debían imitarle a él por cuanto él era imitador de Cristo (1 Corintios 11:1). Sin embargo, Jesucristo no está presente con nosotros en la carne, por lo cual no puede servir de modelo a quienes todavía no le conocen bien. Estos, sobre todo al comienzo de su vida cristiana, tendrán que aprender cómo actuar en determinadas circunstancias a través del buen ejemplo de sus hermanos más maduros. Por eso, el mismo Pedro que afirma que Cristo es nuestro modelo —para este propósito habéis sido llamados, pues también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas (1 Pedro 2:21)—, también insta a los pastores a que ellos sean ejemplo para el rebaño (1 Pedro 5:3).
No debe sorprendernos, pues, que el Nuevo Testamento esté lleno de exhortaciones no sólo a seguir el ejemplo de Cristo, sino también el de los líderes cristianos: Por tanto, os exhorto: sed imitadores míos (1 Corintios 4:16); Hermanos, sed imitadores míos, y observad a los que andan según el ejemplo que tenéis en nosotros (Filipenses 3:17; cf. 1 Timoteo 1:16); Vosotros mismos sabéis cómo debéis seguir nuestro ejemplo … Trabajamos día y noche … para ofrecernos como modelo a vosotros a fin de que sigáis nuestro ejemplo (2 Tesalonicenses 3:7–9); No seáis indolentes, sino imitadores de los que mediante la fe y la paciencia heredan las promesas (Hebreos 6:12); Acordaos de vuestros guías, que os hablaron la palabra de Dios, y considerando el resultado de su conducta, imitad su fe (Hebreos 13:7).
De ahí también que encontremos otras exhortaciones dirigidas a los líderes para que su conducta sea digna de imitación: Sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza (1 Timoteo 4:12); Muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras (Tito 2:7). ¡Qué importante es que la vida de los líderes sea ejemplar! Los recién convertidos sólo serán capaces de ver e imitar a Cristo en la medida en que le ven reflejado en ellos. Esto era más cierto todavía en aquella época en la que la mayoría de los textos del Nuevo Testamento estaban aún por escribir y los nuevos creyentes tenían a la fuerza que aprender el ejemplo de Cristo a través de la enseñanza y la vivencia de los misioneros.
En todo eso vemos una especie de cadena de influencias. Los líderes de la congregación, que es de suponer tendrán un mayor conocimiento de Cristo y de su ética, tienen que imitarle a él y ser así un vivo ejemplo ante los demás de comportamiento cristiano; y los demás tienen la responsabilidad de imitarles a ellos como ellos imitan a Cristo (1 Corintios 11:1). En esto, la Biblia es sumamente realista: comprende que por cada cosa que aprendemos a través del ministerio docente de la iglesia se nos cuelan diez veces más a través del ejemplo de la conducta de los ministros. Así había ocurrido con los tesalonicenses: ciertamente habían abrazado el evangelio que predicaron los apóstoles, pero también habían imitado su estilo de vida. Y, por medio del ejemplo de los misioneros, habían llegado a ser imitadores del Señor. De ahí el orden de este versículo. Históricamente fue así: primero imitaron a Pablo, a Silas y a Timoteo; y, como consecuencia, llegaron a entender y seguir el modelo de Cristo.
Si acaso sufrimos la tentación de lamentar lo que consideramos el ejemplo mediocre de algunos líderes nuestros, recordemos que, aun así, estamos sin excusa. Por un lado, es difícil encontrar un siervo de Dios cuya vida no sea digna de imitación en al menos algunos aspectos; lo sabio es olvidarnos, a estos efectos, de sus limitaciones y decidir que obedeceremos al Señor imitando lo que tiene de positivo y fiel. Por otro, las mismas Escrituras están llenas de vidas ejemplares y de cosas que sucedieron como ejemplo para nosotros … y fueron escritas como enseñanza para nosotros, para quienes ha llegado el fin de los siglos (1 Corintios 10:6, 11). Una de las grandes características de la Biblia es que no sólo contiene enseñanzas éticas teóricas, sino también historias ejemplares que las ilustren. Como botón de muestra, tenemos la exhortación de Santiago 5:10: Tomad como ejemplo de paciencia y aflicción a los profetas que hablaron en el nombre del Señor. Acto seguido, el propio Santiago añade dos ejemplos más para ilustrar nuestra necesidad de perseverancia y de intercesión: Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el resultado del proceder del Señor, que el Señor es muy compasivo y misericordioso (5:11); Elias era un hombre de pasiones semejantes a las nuestras, y oró fervientemente para que no lloviera, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses (5:17). Así pues, son dignos de imitación tanto los santos de antaño como los actuales. De hecho, todo hermano nuestro en la fe tendrá cosas dignas de imitación. En el caso de los tesalonicenses, no sólo siguieron el modelo del Señor y del equipo apostólico, sino también el de las iglesias de Judea (2:14).
Como ya hemos dicho, en todo eso vemos un proceso mediante el cual cada generación de la iglesia ejerce una fuerte influencia sobre la siguiente. La vida ejemplar de los misioneros (v. 5) conduce a la imitación de los tesalonicenses (v. 6), los cuales se constituyen así en una nueva fuente de ejemplaridad (v. 7). Los imitadores llegan a ser dignos de imitación. Así, en aquella transmisión de enseñanza que viene a través de vidas ejemplares, se establece una cadena de continuidad semejante a la que debe existir en la enseñanza verbal. En 2 Timoteo 2:2, Pablo dice: Lo que has oído de mí en presencia de muchos testigos, eso encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros. Aquí el apóstol contempla una cadena de maestros con al menos cuatro eslabones: Pablo, Timoteo, hombres fieles y «otros». Por supuesto la cadena debe proseguir hasta el retorno de Cristo, con cada generación procurando retener fielmente el mensaje original y transmitirlo a la siguiente. Pero lo mismo es cierto de la cadena de la ejemplaridad. Es como si Pablo dijera: Yo he procurado fundar mi vida sobre el modelo de Cristo (1 Corintios 11:1); Timoteo me ha tenido a mí por modelo (2 Timoteo 3:10–11); vosotros, los tesalonicenses, habéis podido ver e imitar el ejemplo de nosotros dos (1:6); otros, al oír de la manera valiente en la que habéis perseverado en el evangelio a pesar de las aflicciones, han recibido un fuerte estímulo a su fe y os están siguiendo a vosotros (1:7); y, por la gracia de Dios, así ocurrirá de generación en generación hasta que Cristo vuelva.
ÁREAS DE IMITACIÓN
Naturalmente, el principio de la imitación tiene sus límites. No somos llamados a imitar a otros en absolutamente todo. Ni siquiera a Cristo, pues los aspectos propiciatorios de su obra redentora no admiten imitaciones. Aun en el caso de imitar el ejemplo de nuestros hermanos mayores en la fe, debemos recordar que la imitación se limita a su vida moral y espiritual —por ejemplo, su conducta recta y santa, su confianza en Dios, su integridad, su entrega, su humildad, su amor, su paciencia y su compasión—, y no conlleva necesariamente la imitación de sus dones o la aspiración a ocupar sus cargos.
Específicamente, Pablo menciona tres áreas en las que los tesalonicenses hicieron bien en imitar a los misioneros y al Señor:
1. Al recibir la Palabra.
2. Al soportar las tribulaciones que vinieron como consecuencia de su conversión.
3. Al experimentar el gozo del Espíritu en medio de la tribulación.
Consideremos más ampliamente estas áreas:
Habiendo recibido la palabra
La idea bíblica de recibir la Palabra es mucho más que dar nuestro asentimiento intelectual a las ideas del evangelio. No es tanto la mente que tiene que recibirla, como toda la persona. Es decir, aunque se dirige en primer lugar a la mente, es todo nuestro ser —facultades intelectuales, emocionales, afectivas y voluntivas— el que debe responder. La palabra tiene que ser recibida con humildad como la palabra implantada (Santiago 1:21). En otras palabras, debemos recibirla como la tierra fértil de la parábola del sembrador recibió la semilla (Mateo 13:8), dándole cobijo en todo nuestro ser y eliminando aquellos abrojos y espinas que podrían ahogarla:
Por tanto, desechando toda malicia y todo engaño, e hipocresías, envidias y toda difamación, desead como niños recién nacidos la leche pura de la palabra, para que por ella crezcáis para salvación (1 Pedro 2:1–2).
No se trata de una mera acumulación de conocimientos, sino de nuestra aceptación de la palabra como norma de fe y de vivencia, del ajuste de nuestra vida a sus demandas y de nuestra plena confianza en sus promesas. Es cuestión de desear la palabra con gana y de «comerla»: asimilarla, digerirla y vivir por ella (Mateo 4:4). Recibirla, en este sentido, significa avanzar en el camino de santidad y madurez espiritual que ella nos enseña y así entender la voluntad de Dios.
Y, en todo eso, tenemos un modelo maravilloso en Cristo y los apóstoles. Durante su vida terrenal, nuestro Señor se sometió gozosamente a la voluntad del Padre, hasta el punto de poder decir: Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra (Juan 4:34); El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que hace el Padre, eso también hace el Hijo de igual manera (Juan 5:19); o Yo no puedo hacer nada por iniciativa mía; como oigo, juzgo, y mi juicio es justo porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Juan 5:30). ¿Y cómo se enteró Jesús de cuál era la voluntad del Padre para su vida? Pues, de la misma manera que nosotros: a través de las Escrituras iluminadas por el Espíritu Santo.
En medio de mucha tribulación
El que la persona que recibe la Palabra y se convierte tenga que sufrir tribulaciones como consecuencia es un constante énfasis de la enseñanza apostólica. Creer en Cristo y sufrir por él son dos experiencias que suelen ir juntas (Filipenses 1:29). Si Cristo fue perseguido, los que le imitamos debemos esperar la misma suerte (Juan 15:20). Nos corresponde, pues, disponernos para toda clase de oposición:
Puesto que Cristo ha padecido en la carne, armaos también vosotros con el mismo propósito (1 Pedro 4:1).
En el caso de los tesalonicenses, los mismos judíos que habían hecho la vida imposible a los misioneros e incluso los habían perseguido hasta Berea, no iban a dejar tranquilos a los nuevos convertidos. Sin duda, el trato injusto sufrido por Jasón y los demás creyentes (Hechos 17:7–9) sólo fue el primer episodio de la larga persecución que tuvieron que soportar los jóvenes creyentes. Pero la afrontaron con valentía a sabiendas de que seguían así en las pisadas de Cristo y de los apóstoles.
Con el gozo del Espíritu Santo
Y la afrontaron sostenidos por el gozo dado por el Espíritu Santo. Se nos dice acerca de Jesucristo que fue por el gozo puesto delante de él como pudo soportar la agonía de la cruz, y se nos invita a seguir su ejemplo:
Considerad, pues, a aquel que soportó tal hostilidad de los pecadores contra sí mismo, para que no os canséis ni os desaniméis (Hebreos 12:2–3).
Pablo y Silas habían experimentado esta clase de gozo sobrenatural en Filipos. Aun a pesar de haber sido humillados, maltratados y azotados, tal era su regocijo en el Señor que irrumpieron en alabanzas, cantando himnos en la cárcel (Hechos 16:23–25). Igualmente, cuando Pedro y los demás apóstoles fueron azotados por orden del sanedrín, se nos dice que salieron de la presencia del concilio, regocijándose de que hubieran sido tenidos por dignos de padecer afrenta por su Nombre (Hechos 5:41).
Así pues, tanto Cristo como los apóstoles son modelos a seguir a causa del gozo que conocieron en medio de las aflicciones. Cristo mismo enseñaba a sus discípulos acerca del gozo y de la paz que pueden venir al creyente aun cuando las circunstancias son adversas:
Ahora vosotros tenéis también aflicción; pero yo os veré otra vez, y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará vuestro gozo … Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tenéis tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo (Juan 16:22, 33).
Uno de los discípulos presentes cuando Cristo pronunció esas palabras escribió años después para animar a otros creyentes que estaban afrontando oposición y persecución:
Amados, no os sorprendáis del fuego de pruebas que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa extraña os estuviera aconteciendo; antes bien, en la medida en que compartís los padecimientos de Cristo, regocijaos (1 Pedro 4:12–13).
Tal regocijo no es lógico. Va en contra de nuestros impulsos naturales. A veces puede tener cierta explicación racional (ver, por ejemplo, 2 Corintios 7:4; 8:2), pero en esencia es obra de Cristo por medio de su Espíritu (Gálatas 5:22; Romanos 14:17). El gozo del Hijo de Dios es el óleo (Salmo 45:7) con el cual él unge a los suyos (Isaías 61:1–3).
La aflicción, por definición, nunca es agradable. Habitualmente causa dolor, depresión y desesperación. Pero, para el creyente, aun a pesar de su carácter desagradable, queda iluminada por los sufrimientos de Cristo y, muchas veces, en medio de la aflicción le sorprende el gozo del Espíritu. Así había acontecido en el caso de los tesalonicenses y, para Pablo, era otra evidencia más de la autenticidad de la obra de Dios en sus vidas, luego de la firmeza de su elección (v. 4).
